miércoles, 27 de enero de 2010

EN MI SED ME DIERON VINAGRE. LA CIVILIZACION DE LA ACEDIA...

MARIA REINA Y MADRE POR SIEMPRE...
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En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia
Autor: Horacio Bojorge

Capítulo 7: Pneumodinámica de la acedia

Después de describir el fenómeno de la acedia llega el momento de hacer un esfuerzo por comprenderlo; por investigar las causas de este hecho espiritualmente tan extraño; y por explicar la "mecánica" de esta disfunción espiritual. Llamo pneumodinámica de la acedia a esta exploración de las fuerzas espirituales y psicológicas implicadas en la acedia, por analogía con el capítulo de las ciencias físicas llamado dinámica, que se ocupa del estudio de las fuerzas naturales.

¿Cómo es posible que alguien se entristezca por el bien de Dios?

Lo que parece imposible y absurdo en teoría, hemos visto que es una notoria realidad de experiencia. Tratemos pues de mostrar cómo es posible lo que parecería imposible.

7.1.) Apercepción y dispercepción

La acedia se presenta, ya lo adelantábamos en 2.9., como una a-percepción y una dis-percepción del bien. Apercepción porque no se percibe el bien. Dispercepción, porque se lo percibe como un mal.

Como distorsión de la percepción del bien, se trata en primer lugar de un problema de la función cognoscitiva. Un problema del conocimiento del bien y del mal. La acedia supone, pues, en primera instancia de análisis, una corrupción de la inteligencia. Como toda envidia, la acedia es una forma de "invidencia", o sea de imposibilidad de ver el bien.

Si nos preguntamos ahora cuál es la razón o la causa de esa corrupción de la inteligencia, nos encontraremos con un apetito. O sea con un factor volitivo que perturba la percepción. El bien no se puede ver porque no se lo quiere ver.

Pero si seguimos preguntando acerca de la causa de la perturbación de ese apetito, volvemos a encontrar otra vez una apercepción o dispercepción previa. La visión determina el apetito. A su vez, el apetito determina la visión. No se quiere ver porque no se ve bien.

Observamos así una circularidad de inteligencia-voluntad-inteligencia. Conocimiento-amor-conocimiento. O para decirlo en términos bíblicos: visión-sabor-visión; mirar-gustar-ver. No se conoce bien sino lo que se ama. Y no se ama lo que no se conoce.

La visión perturba el apetito y el apetito perturba la visión.
La perturbación del apetito puede deberse a diversas causas:

  • Un deseo vehemente, como el hambre de Esaú.

  • Un temor, como el de los Israelitas a los pueblos que ocupaban la Tierra Prometida.

  • La dilación en la satisfacción del deseo de Dios, vivida como frustración, especialmente entre los que, como el monje, más intensamente buscan a Dios.

  • La indolencia o pereza para creer, puesto que la fe es la que permite la visión del bien, como en los que se sienten llamados a una vocación pero no acogen con fe la llamada.

    Acedia y pereza

    Es este el lugar propicio para abrir un paréntesis donde tratemos de la pereza, ya que tradicionalmente se la ha considerado tan cercana a la acedia, que se la da por hija suya o se las define como sinónimas o equivalentes.

    La voluntad perezosa no quiere mover a la inteligencia a creer para conocer el bien verdadero y la orienta hacia otros bienes. Así se conectan acedia y pereza; indiferencia o tibieza para amar, e indolencia para conocer al Dios infinitamente amable.

    ¿La consecuencia?: efusión en las cosas. La voluntad perezosa mueve a la inteligencia hacia los objetos que no debe y la desvía de aquellos que debería conocer. La pereza, pues, inicialmente, no inhibe toda actividad, sino que comienza trocando una actividad debida por otra indebida.

    Es como el niño que se agota jugando en lugar de hacer los deberes; hasta que cae rendido de fatiga por hacer lo que no habría debido, y es incapaz ya de hacer lo que hubiera debido. O como el joven que va y viene sobre el trueno de su moto pero no tiene a dónde huir para no estar donde debería.

    La imagen proverbial del perezoso es la del apático dormilón. Pero esa es sólo la fase terminal de su dolencia. Por lo común el perezoso comienza hiperactivo antes de terminar deprimido. Es un ansioso que pasa de la conmoción a la apatía, de la agitación al agotamiento.

    Porque la pereza, contra lo que sugiere equivocadamente la opinión común, no consiste en no hacer nada. Consiste en no hacer lo debido. El perezoso puede obligarse a mil ocupaciones no obligatorias con tal de no cumplir con su obligación.

    ¿Pero qué pasa cuando el perezoso no quiere cumplir con sus deberes y obligaciones supremas; cuando no quiere poner los actos de fe, esperanza y caridad; cuando se niega al ejercicio de las virtudes teologales?

    Al rehuir ocuparse de los bienes últimos y supremos que dan el sentido último a su existencia, es como el caminante que se desentiende de la meta a donde debe llegar y se va por todos los desvíos. O como el que se pierde en el desierto y termina girando en círculos hasta que cae exhausto sin haber llegado a ninguna parte.

    Huye primero del sentido. Pero esa huída de lo esencial lo aboca a tener que vivir luego huyendo del sinsentido. ¿Cómo? ¿hacia dónde? Hacia los sentidos provisorios; hacia alguna actividad que lo entretenga, que lo ayude a encontrar siempre nuevas escapatorias al asedio del aburrimiento, entreteniéndolo con algún minúsculo sentido inmediato: el baile de una noche, el paseo, el bar, el club, el hobby, la novela... y tantas otras formas de "evasión", como acertadamente se les dice. Sentidos forzosamente provisorios, puesto que el perezoso huye de los últimos y definitivos, de los permanentes y eternos. Y dado que los no-últimos muy pronto lo dejan o él los deja, tarde o temprano, fatalmente, vuelve a quedar a merced de la invasión del sinsentido: del tedio, la náusea, el aburrimiento, en una lucha desigual y perdida de antemano con ese mar que lo inunda, y en la que se agita hasta que se agota.

    ¿Cómo puede llegar, si no, el perezoso a hablar de "matar el tiempo"? ¿Cómo puede el tiempo convertírsele en un enemigo, hasta el punto de tener que matarlo? El tiempo del perezoso es el tiempo de Cronos, el dios cruel que devora a sus hijos, porque los engendra en un tiempo que no está abierto a la eternidad. Un tiempo meta de sí mismo que, como el Ouroboros, es como una serpiente que se devora la cola. Y el Hijo de Cronos se convierte en parricida.

    Dado que sólo las virtudes teologales, llenan de eternidad el tiempo y lo vivifican con vida eterna, y dado que la acedia ciega a su víctima para esos bienes y la pereza le impide mirarlos, ambas clausuran su corazón para el encuentro con Dios.

    Observábamos antes la circularidad de inteligencia-voluntad-inteligencia; conocimiento-amor-conocimiento; visión-sabor-visión; mirar-gustar-ver. Encontramos aquí una circularidad correspondiente y equivalente: acedia-pereza-acedia-pereza. Hay una retroalimentación de ambos pecados capitales. Este hecho nos explica por qué en la tradición se encuentra definida la acedia como una cierta forma de pereza.

    7.2.) Los dos apetitos antagónicos

    "Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetitos contrarios al espíritu, y el espíritu tiene apetitos contrarios a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisiérais" (Gálatas 5,16-17)

    Siendo antagónicos el espíritu y la carne, son antagónicos también los quereres o sea los apetitos de uno y otra.

    Los apetitos se especifican por su objeto: son distintos cuando tienen objetos distintos, y son opuestos cuando tienen objetos opuestos.

    Los dos apetitos de los que habla San Pablo, son antagónicos porque tienen objetos contrarios entre sí, como muestra el contexto próximo y de toda la carta: El apetito espiritual tiene como objeto la gloria de Cristo, de la Cruz y de la gracia; mientras que el apetito carnal tiene como objeto la gloria vana, que viene de la carne, de la circuncisión, de las obras de la ley. De esos apetitos por bienes diversos, resultan también obras - o sea conductas, formas de vida - distintas y opuestas: las obras de la carne y las obras del espíritu (Gálatas 5,18-23).

    Para Pablo, las expresiones vivir según el Espíritu (vv.16.25) y pertenecer a Cristo (v.24), son equivalentes: "Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente" (Gálatas 5,24-26).

    La vida cristiana supone por lo tanto, en la visión de Pablo, una opción por un bien por encima de otro bien; y supone, consecuentemente, la opción por un apetito en contra del otro; de una conducta, unas obras y una vida, en contra de las opuestas. La opción por un apetito en contra de otro, significa la mortificación de un apetito por el otro, de un deseo por otro mejor. Pablo ve así la ley de la Cruz, inserta en la existencia cristiana.

    La vida cristiana presupone una opción previa a toda otra elección y que es fuente de todas las demás: entre la carne y el espíritu. Y esa opción ha de ser mantenida y realizada en obras o conductas que la ratifiquen. De lo contrario queda evacuada y como anulada.

    Los dos amores opuestos

    Encontramos la misma oposición dramática en la doctrina del Apóstol Juan. Sólo que aquí no se habla de apetitos sino de amores opuestos: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la vanagloria de las riquezas - no viene del Padre sino del mundo." (1ª Juan 2,15-16)

    Nótese cómo también en San Juan, el amor del mundo se desglosa en apetitos, que Juan llama concupiscencias, las cuales apuntan a una gloria vana, igual que en la visión paulina.

    También en la visión de Juan, los amores son opuestos porque tienen objetos opuestos. La oposición está en que los bienes que son objeto del amor mundano son pasajeros, mientras que los bienes objeto de la caridad son permanentes: "el mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (v.17). Los objetos, unos transitorios y otros perennes, son los que confieren transitoriedad o perennidad a sus correspondientes amores, y en consecuencia al sujeto que ama. Dios hace perenne al que lo ama confiriéndole la comunión con su vida eterna (1ª Juan 1,1-3; 5,13).

    Los bienes pasajeros son, por eso mismo, prescindibles y en algunos casos prescindendos. Dios, en cambio, es el Bien imprescindible y el amor a Dios debe gobernar los demás amores. Pero para el hombre caído, el Bien divino es por eso un Bien arduo, difícil de alcanzar. La dificultad en alcanzarlo puede ocupar de tal manera la atención, que se pierda de vista el Bien por mirar la dificultad. Entonces lo arduo del Bien es percibido como un mal.

    La rebelión de la concupiscencia

    Hay que advertir bien, que los bienes pasajeros no son - de suyo y según el orden primitivo de la creación, anterior al pecado original - ni irreconciliables ni opuestos al bien permanente ni a la comunión de las creaturas con el Creador. En la visión creyente, en efecto, el bien de las creaturas proviene del Creador y ha de servir a la comunión con Él.

    Es la oposición e irreconciliación de los apetitos del hombre herido por el pecado, la que proyecta su irreconciliación y su antagonismo sobre esos bienes. Es la oposición de los apetitos de la carne a los del espíritu - consecuencia del pecado original - la que produce gozos y tristezas, paces e iras, deseos y temores opuestos entre sí, respecto de unos bienes u otros.

    Cuando el bien de Dios aparece como privando - o amenazando privar - de sus bienes propios al apetito carnal y mundano, entonces, ese bien es tenido por mal, y sobreviene la acedia, la tristeza, la ira y hasta el odio.

    Dado que a veces el amor a Dios imperará la renuncia a bienes prescindibles, esa renuncia implica una mortificación de los apetitos concupiscentes y la consiguiente tristeza o ira de dichos apetitos.

    Esa mortificación del apetito carnal por el espiritual, o del amor mundano y sus concupiscencias por el amor divino, es la que, por excitación de lo irascible del apetito carnal mortificado, inclina a considerar al Bien divino como causa de la privación de un bien, o sea como causa de un mal. Y esto explica la acedia, permitiéndonos entenderla como una tristeza de los apetitos de la concupiscencia, ante aquél Bien que los priva de hecho, o puede privarlos, de sus bienes específicos.

    En realidad, no son los bienes los opuestos entre sí, sino los apetitos. El fundamento de la incompatibilidad de los apetitos contrarios no es la inconmensurabilidad de sus respectivos bienes, unos transitorios y otros duraderos, sino el hecho de que tanto los unos como los otros no son realmente conocidos y apreciados en su bondad si no es por la fe. Sólo la vida en el Espíritu, que presta su real consistencia a los bienes eternos, puede subordinarle los efímeros y sacrificárselos si es necesario. De modo que la oposición radical, no es la que pudiera ponerse entre los bienes, o la que puede experimentarse entre los apetitos, sino la que existe entre percepción creyente y la percepción incrédula, entre la percepción espiritual y la percepción carnal.

    Y esa percepción y evaluación creyente de los bienes, tiene también a los propios apetitos y a sus respectivas solicitaciones, como objeto bueno o malo, y elige o desecha uno u otro de esos apetitos, en cuanto quiere y consiente en querer con el uno y no quiere y se niega a querer con el otro.De modo que el cristiano toma posición ante sus propios quereres, como buenos o malos, como bienes o males.

    La mortificación es la virtud cristiana por la cual se acepta la crucificción de un apetito en aras del otro, como estilo de vida. San Juan ve en esa capacidad de la fe para hacer morir los apetitos contrarios, la verdadera victoria del creyente, su participación en la victoria del crucificado.

    Así se explica el surgimiento de la vida monástica como el propósito de llevar la mortificación y la renuncia a un grado heroico, en un estilo de vida donde se radicalizan las virtudes teologales. Las privaciones ascéticas mueven a disgusto, a tristeza y por último a ira, contra los bienes espirituales en cuya búsqueda se embarcara el monje en su aventura ascética. Donde el deseo espiritual se radicaliza, también se agudiza la resistencia y la tentación de acedia, que - como vimos - da lugar al duro combate del monje.

    Así también se explica - por el contrario - la acedia con que el pecador rechaza los diez mandamientos y se entristece por la voluntad divina como obstáculo que se opone a la realización de sus deseos.

    Así - por último - se explica por qué la civilización de la acedia, enemiga de la Cruz, se opone a la Iglesia y a la revelación cristiana, la cual pone límites a la voluntad del Hombre, sometiéndola a la voluntad divina, a ejemplo de Cristo.

    Causa y efecto del Pecado Original

    El estado de irreconciliación de la carne con el espíritu, que es como hemos visto el punto de inserción de la acedia en el organismo espiritual de la vida cristiana, es consecuencia del pecado original. Diríamos que es "la" consecuencia más propia de dicho pecado. Por lo cual bien merece la acedia ser considerada como la consecuencia más característica del pecado original y como una prueba y argumento del mismo.

    Los Santos Padres al referirse al archipecado del Angel malo, se dividen al explicarlo, los unos como soberbia y los otros como envidia. La acedia - que es envidia o sea tristeza por el Bien que es Dios, y que implica la soberbia de afirmar el querer propio contra la Voluntad divina - es el mejor de los nombres para el pecado del Angel malo, del cual deriva luego el de nuestros protoparientes. Así lo define el libro de la Sabiduría: "Por acedia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan (tanto la acedia como la muerte) los que le pertenecen" (Sabiduría 2,24; ver también 6,23 y 7,13). Así lo interpreta muy tempranamente Clemente Papa y tras él Justino y Teófilo de Antioquía. San Ireneo ha sido llamado ´el arquitecto de la doctrina sobre la envidia primigenia del diablo´. A partir del s. III la teología patrística se bifurca. Los padres occidentales, Tertuliano y Cipriano mantienen fundamentalmente la doctrina tradicional plasmada en Ireneo. La escuela Alejandrina se aparta de la doctrina ireneana. A partir de entonces la teoría de la envidia primigenia del diablo pierde terreno progresivamente hasta desaparecer. La inflexión comienza con Orígenes y prosigue con Clemente alejandrino. Según Orígenes, el pecado del diablo fue la soberbia. Basilio, Gregorio Nazianceno, jerónimo, Agustín, harán triunfar definitivamente la teoría origenista del pecado diabólico como soberbia y sepultarán la doctrina tradicional culminada en Ireneo.

    La acedia es, por lo tanto, efecto y causa del pecado original. Y sin esta categoría teológica no es posible hacer buena teología de la historia ni buena teología espiritual; y es difícil acertar en el diagnóstico pastoral o en la cura de almas, en la dirección espiritual o en el discernimiento y por ende en el buen gobierno de sí mismo y de los demás.

    El Pecado Original - ha escrito Juan Pablo II - "es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El Pecado Original no es sólo una violación de una voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad (de Dios), destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier otra época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar posiciones en contra del amo que lo tenía esclavizado."

    Ese fue el drama de los siglos de la acedia. Y quizás el drama de los siglos tout court. Porque refiriéndose a toda otra época de la historia, el Papa nos remite a la resistencia del hombre a lo sagrado. Este no es sólo un dato teológico, sino también un hecho de experiencia universal, descrito por la ciencia de las religiones. Como fenómeno universal conviene decir algo de él a continuación.

    7.3. Temor de Dios y miedo a Dios

    Resistencia universal ante lo Sagrado

    Lo sagrado es ambivalente, a la vez atrae y repele al hombre, quien manifiesta ante lo sagrado una tendencia contradictoria. "Por un lado - dice Mircea Eliade - trata de asegurarse y de incrementar su propia realidad mediante un contacto lo más fructuoso posible con las hierofanías y cratofanías; por otro, teme perder definitivamente esa `realidad´, al integrarse en un plano ontológico superior a su condición profana; aún deseando superarla, no puede abandonarlo todo. La ambivalencia de la actitud del hombre frente a lo sagrado no se nos manifiesta sólo en el caso de las hierofanías y cratofanías negativas (miedo a los muertos, a los espíritus, a todo lo `maculado´), sino también en las formas religiosas más desarrolladas. Incluso una teofanía como la que revelan los místicos cristianos inspira a la mayoría de las personas atracción, pero también repulsión (cualquiera que sea el nombre que a esa repulsión se dé: odio, desprecio, temor, ignorancia voluntaria, sarcasmo, etc.)"

    Mircea Eliade observa que en el corazón mismo de la experiencia religiosa encontramos la tendencia contraria y apunta la resistencia a lo sagrado: "La actitud ambivalente del hombre ante algo sagrado que a la vez le atrae y le repele, que es benéfico y peligroso, se explica no sólo por la estructura ambivalente de lo sagrado en sí mismo, sino también por las reacciones naturales del hombre ante esa realidad trascendente que le atrae y le aterra con igual violencia. Esta resistencia se acentúa aún más cuando el hombre se encuentra totalmente solicitado por lo sagrado, cuando se ve llamado a tomar la decisión suprema: abrazar plena y definitivamente los valores sagrados o mantenerse frente a ellos en una actitud equívoca." Es, como hemos visto el caso de la vida monacal, o el de las encrucijadas de la conversión o el pecado.

    Eliade retoma aquí las tesis de Rudolf Otto, en su obra Lo Sagrado, donde ha señalado y descrito el efecto fascinante y atemorizador a la vez, que ejerce lo divino sobre el hombre.

    Sin embargo, la resistencia ante lo sagrado es ambivalente. Y acerca de este fenómeno, la teología bíblica tiene más para enseñarnos y para precisar.

    Temor o miedo

    El Temor de Dios, es para la Escritura, el comienzo de la sabiduría (Salmo 110,10). Pero para el autor sagrado, este temor no es sinónimo de miedo, sino más bien de respeto.

    El que respeta a Dios afirma que Dios es bueno en su grandeza. Si teme algo de El, es el justo castigo de su propia maldad. El temor de Dios es por lo tanto la afirmación del Bueno como bueno y de lo malo (en mí mismo) como malo. Es, por eso, comienzo de la sabiduría y condición previa y necesaria del amor a Dios. Nadie ama lo que no respeta.

    El respeto ( del latín re-spectus, derivado a su vez del verbo re-spicere = mirar dos veces) es la mirada atenta, la consideración correcta que mira y advierte, reconociéndolo, al que tiene delante. En el caso de Dios, es alguien inconmensurablemente superior y distante, a pesar de todo lo que pueda acercarse por su bondadosa condescendencia.

    El respeto a Dios, es por lo tanto también consideración y reverencia. Es, como le gusta decir a San Ignacio de Loyola: acatamiento.

    El temor de Dios es algo interno al amor, es temor de ofender, temor de no ser o de no hacerse digno de la condescendencia de que se es objeto. Es temor "filial" como explican los Santos Padres: el temor que tiene el buen hijo de disgustar a su Padre. Lo distinguen así del temor "servil", o miedo del esclavo ante su amo. Este temor servil, tampoco es desdeñable cuando se trata de disuadir al pecador del pecado que lo domina, y es útil donde falta el temor filial.

    El miedo a Dios, en cambio, supone que alguien (que se estima bueno a sí mismo) considera que Dios puede dañarlo. Tiene por eso miedo a Dios. Considera que Dios no es bueno sino malo; si no malo necesariamente en sí mismo, al menos para sí.

    Este miedo es opuesto al temor de Dios. Porque si del temor nace - y en él se funda - la Caridad, en el miedo hay tristeza por ser Dios quien es. De este miedo a Dios sólo puede brotar el odio a Dios. "Los demonios - dice Santiago 2,19 - creen pero tiemblan".

    El conocimiento demoníaco excluye el amor, mientras que el amor - como veremos enseguida - exorciza el miedo (1ª Juan 4,18).

    7.4.) El gozo como fuerza

    Puesto que la acedia se opone al gozo de la caridad, conviene considerar cuáles son los efectos previsibles de su neutralización por parte de la tristeza que se le opone.

    El gozo del Señor es vuestra fortaleza

    "El gozo del Señor es vuestra fortaleza, no estéis tristes" (Nehemías 8,5). La frase es del sacerdote Esdras el día en que leyó la Ley de Moisés ante el pueblo en la plaza que estaba frente a la Puerta del Agua, en Jerusalén, durante la Fiesta de los Tabernáculos restaurada. Se trata del gozo resultante de escuchar la Palabra de Dios y de creer en ella, del gozo de la fe y el amor a Dios.

    Por su parte, Jesús, en la última cena y para fortalecer a sus discípulos de cara a la prueba de la Pasión y a las futuras persecuciones, habla de un gozo suyo y de sus discípulos: "Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno" (Juan 15,11).

    Son las Palabras de Jesús las que están destinadas ahora a ser fuente de gozo para sus discípulos, como lo eran en tiempo de Esdras las de la Ley para el pueblo. Por el contexto, se ve claramente que el gozo de Jesús es el que proviene de su amor al Padre, y que el gozo de los discípulos es el que provendrá de su amor a Jesús y de ellos entre sí. Se trata pues claramente en este pasaje, del gozo de la Caridad al que se opone la acedia. El contexto de anuncio de tribulaciones y pruebas, sugiere la misma misteriosa vinculación entre gozo y fortaleza: "vuestra tristeza se convertirá en gozo" (16,20). La frase nos recuerda el género paradójico de las bienaventuranzas. Hay una misteriosa pero íntima vinculación entre este gozo y la paciencia en las tribulaciones. El amor da fuerza para sufrir incluso la ingratitud: "todo lo soporta, todo lo perdona...(1 Cor 13,7).

    La historia de Sansón (Jueces 13-16), ilustra con su fondo y su forma, lo que decimos. En el episodio del enjambre de abejas y el panal de miel que Sansón encuentra en el cadáver del león, y en la adivinanza que Sansón propone a los filisteos inspirándose en este hecho, se reflejan los temas de la dulzura y la fuerza. Tanto la fuerza del amor de Sansón por Dalila, como la del vigor físico de Sansón, que forman la trama de esta historia.

    El héroe es débil por su pasión hacia Dalila y fuerte por su amor al pueblo de Dios: "Del que come salió comida y del fuerte salió dulzura"(Jueces 14,14). "¿Qué hay más dulce que la miel y qué más fuerte que el león?" (14,18). La debilidad de Sansón por amor hacia una enemiga ingrata y traicionera, refleja a su manera el drama del amor de Dios. La misma que lo devora, lo hace vivir. Sansón es fuerte en su debilidad, por fidelidad a la ingrata, como Dios. El mismo nombre de Sansón, Shimshon, derivado de "Sol" (en hebreo = Shémesh), sugiere a la vez la dulzura y la fuerza del sol, además de sugerir una asociación mesiánica. El corazón de Sansón es fiel a su pueblo y fiel a la enemiga y los amores contrapuestos no se contrarrestan en él.

    Dulzura de la miel y fuerza para el combatiente fatigado encontramos también en el episodio de Jonatán, quien exhausto del combate, y habiendo hallado un panal abandonado: "alargó la punta de la vara que tenía en la mano, la metió en el panal y después llevó la mano a la boca y se le iluminaron los ojos" (1 Samuel 14,27). La fatiga de la lucha enturbia la visión del bien. La dulzura de la victoria, después de dispersados los enemigos - abejas que abandonaron el panal - devuelve la visión y el goce del bien.

    El Cantar de los Cantares, celebra también conjuntamente la dulzura (Cantar 5.10-11.16; 7,7-10) y la fuerza del amor divino, más fuerte que la muerte (Cantar 8,6) capaz de soportarlo todo (1 Cor 13,7d).

    El gozo de la Caridad es uno de los frutos del Espíritu Santo. Si es dable establecer la correspondencia del gozo, fruto del Espíritu, con alguno de los dones del Espíritu Santo enumerados en Isaías 11,2s., nos inclinaremos, aleccionados por estas páginas bíblicas, a relacionarlo con el don de fortaleza. Y efectivamente, el Catecismo de la Iglesia Católica enumera gozo y fortaleza, íntimamente unidos, entre los dones y frutos del Espíritu Santo (CIC 1830-1832).

    El amor echa afuera el temor

    "El amor perfecto expulsa el temor", dice San Juan, con una expresión griega: éxo bállei, que tiene retintines de exorcismo (1 Juan 4,18). El amor produce un gozo que expulsa el temor y por lo tanto la tristeza, ya que ambos, temor y tristeza, se dan por presencia de un mal o ausencia de un bien.

    ¿Por qué el amor expulsa el temor? Porque: "el temor mira al castigo" y quien todavía mira al castigo y teme, "no ha llegado a la plenitud del amor".

    El amor nace de la visión del bien. El temor de la perspectiva de un mal (=el castigo), que proviene de otro mal (=mi pecado). El que ama y el que teme están atendiendo a dos cosas diversas: el que ama atiende y considera al Dios amable; el que teme está mirando a su propio pecado y al castigo que merece. Cuando la mirada está puesta en Dios y fija en él por el amor perfecto, ya no se mira a sí mismo y por lo tanto tampoco al castigo. Y así se entiende por qué "el amor perfecto echa afuera al temor".

    Amor y temor reposan pues sobre dos miradas diversas, sobre la atención a dos objetos formales diversos. Y de esas dos miradas provienen dos fuerzas opuestas: un amor y un temor opuestos entre sí, un gozo y una tristeza opuestos.

    Como tristeza opuesta al gozo, la acedia enerva la fuerza divina en el alma creyente. No sólo mina su capacidad de hacer el bien, sino que también corroe su capacidad de oponerse al mal y la paciencia para sufrirlo.

    Mi fuerza se realiza en la debilidad

    "Virtus in infirmitate perficitur" dice San Pablo (2 Corintios 12,9). Virtus significa en latín vigor, fuerza. Se trata naturalmente aquí, no de la fuerza física, sino de la fortaleza para obrar el bien. El vigor del creyente es un vigor espiritual. Y ese es el sentido original de la palabra latina virtus, y de la castellana virtud: la capacidad de hacer el bien. El amor sufriente, crucificado, muestra la grandeza de su fuerza precisamente en la debilidad, manteniéndose pacientemente adherido al bien a pesar del mal.

    La fuerza de la caridad es la fuerza del amor sufriente. Un amor que da fuerza para luchar y para padecer por el bien. El cáliz de la Pasión que el Señor acepta en su agonía, simboliza la comunión con la voluntad de su Padre: por un lado como comida (= "Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre"); por otro lado como bebida ("El Cáliz que me ha dado mi Padre ¿no lo he de beber?"); y por fin como una cierta embriaguez de esa voluntad, que acepta la del Padre "en lugar del gozo que se le proponía" y habiendo "soportado la cruz sin miedo a la ignominia", por lo cual "está sentado a la derecha del trono de Dios" (Hebreos 12,2).

    Es posible considerar la Agonía del Huerto como un combate o una lucha - en griego: agón - entre dos gozos opuestos y dos tristezas opuestas. Por un lado el gozo del amor al Padre, que se complace en hacer su voluntad. Por otro lado el gozo, que se le propone, de un reino de este mundo (Lucas 4,6; Juan 6,15). Por un lado la tristeza del alma humana ante la muerte; por otro lado la tristeza por el pecado (Lucas 19,41ss; Marcos 11,17) como rechazo y menosprecio al Padre; y la tristeza del corazón del Hijo que prefiere la muerte a contristar él también al Padre.

    Al gozo que se le proponía, opuso Jesús un gozo superior. En ese conflicto de ambos gozos nace el drama de la acedia en el corazón de los hombres. El dilema es, entonces, mortificación, paciencia o acedia. Y el antídoto de la acedia: fortaleza y gozo de la Caridad.

    Jesús, sacó la fuerza - en su debilidad - de la embriaguez del Cáliz de su Amor al Padre, y de su misericordia por la muchedumbre humana necesitada de rescate.

    Locura y debilidad de Dios

    Para entender la psicogénesis de la acedia, hay que tener en cuenta las antinomias o paradojas en las que es maestro san Pablo: "la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Corintios 1,25).

    La fuerza no viene de las palabras, sino de Dios. Estas locuras del lenguaje sólo puede permitírselas quien somete el lenguaje al ministerio del anuncio; sin poner su confianza en la fuerza persuasiva del discurso, porque confía gozoso en la virtus de la Caridad:

    "No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste, crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del Poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Corintios 2,2-5).

    Nada de retórica, nada de dialéctica, nada de adulación, o halagos, nada de captación de la benevolencia, nada de amenazas, nada de manipulación psicológica, nada de demagogia de las pasiones, nada de cálculo político ni de human relations. Lo que brilló a los ojos de los Corintios en la locura de Pablo fue la locura de Dios mismo a través de su Apóstol. En la humillación de Pablo, es la humillación de un Dios suplicante la que se muestra con una evidencia sobrehumana.

    "Dejaos reconciliar con Dios". Esta es la fuerza de la predicación de Pablo, a la que no sirven sino que estorban los vigores retóricos o dialécticos. Es la fuerza de la gratuita oferta y del vehemente ruego de reconciliación, de los cuales Pablo se sabe, y se muestra, ministro y dispensador:

    "Todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo [en la insensatez y debilidad, en la injusticia de su Cruz], estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos pues embajadores de Cristo, como si Dios os suplicara por medio de nosotros: en nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!. A quien no conoció pecado, le hizo pecado, por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Corintios 5,18-21)

    Pablo se presentó así, apóstol humillado de un Dios que se humilla ante el hombre suplicándole la reconciliación y haciéndose culpable a sí mismo en su Hijo, para ganar el amor de los culpables a costa del inocente. ¿Cuál puede ser la fuerza de semejante locura?

    Ante un Dios así calla el temor al castigo y puede nacer y llegar a su perfección el amor cristiano: la Agapé (1 Juan 4,18), el Camino Mejor (1 Corintios 12,31).

    Verdaderamente parece necio y ridículo un Dios así. Parece sólo apto para engendrar acedia entre los hombres de un mundo fundado en el zarpazo de la prepotencia, la imposición del poderoso, en la astucia retórica y dialéctica, en la retorsión del lenguaje para adulaciones o intimidaciones sofísticas, o - en el mejor de los casos - en la justicia del talión sin sombra de perdón o misericordia. Una humanidad predispuesta a imaginarse dioses patrones, dictadores, que esclavizan a los hombres y rivalizan con ellos.

    Pero el corazón de los Corintios se rindió ante este Dios, perfil divino absolutamente inédito en la interminable galería de las imaginaciones humanas acerca de la divinidad, que lleva, en su propia disimilitud con todo lo que el alma de hombre alguno sería capaz de imaginar e inventar, una cierta garantía de sobrehumana y divina verdad. Ellos eran gente de un mundo donde lo divino ya se había hecho vulgar, comercial, industrial, político, turístico y doméstico. Pablo les traía la oferta de un Dios tan absolutamente a contrapelo de todos los que habían fabricado o domesticado ellos mismos, que no tenía, por fin, apariencia humana sino realmente sobrehumana y divina. Un Dios que sólo podía ser creído a fuerza de inimaginable e inverosímil.

    Y ante ese Dios, débil por amor, gracias a la fuerza de ese Espíritu Santo que suplica comunión y reconciliación sin tomar en cuenta las trasgresiones, los Corintios encontraron por fin el gusto de creer.

    7.5. Gozo y Virtudes Teologales

    El gusto de creer

    Hay un gusto, o sea un gozo en conocer y reconocer al Dios verdadero y en aceptarlo por la fe. La inteligencia del hombre está creada para conocer a Dios y cuando lo encuentra lo reconoce con fruición como a su objeto adecuado; como la persona a cuyo conocimiento está destinado por creación. La inteligencia del hombre está creada para posibilitar ese encuentro en el que consiste la felicidad del hombre.

    El gusto de creer, pertenece al del gozo de la caridad. Es su comienzo o incoación. Pero es una gracia. Lo que brota espontáneamente de la caída naturaleza humana, del corazón humano herido por el pecado, cuando se lo confronta con la oferta de la fe cristiana, es más bien la indiferencia, la incomprensión, el disgusto, la aversión al Dios crucificado: la acedia, capaz de convertir a Pedro, piedra fundamental de la Iglesia, en piedra de tropiezo para Jesús y los demás discípulos. (Mateo 16,18.23)

    "Para dar la respuesta de la fe, es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad."

    Termómetro de las virtudes

    El gozo es fruto de la Caridad. Por lo tanto es indicio de la existencia y de la salud de esta virtud teologal. Pero la Caridad supone la Fe y la Esperanza, de modo que cualquier defecto de ellas debilita la Caridad.

    Resulta así que el gozo - junto con la paz y la misericordia - es como un test de la salud espiritual y del vigor de las virtudes teologales. Es como un termómetro en el que repercute el ejercicio de esas virtudes.

    Si se desea imitar el cauce pastoral paulino, hay que poner por delante las virtudes teologales y por lo tanto el gozo específico que de ellas dimana. La pastoral paulina es gaudiocéntrica porque está centrada en las virtudes teologales, como fundamento y fuente de las demás virtudes cristianas.

    ¿Hay que aclarar que el gozo de las virtudes teologales no es como los gozos mundanos? No todo gozo bullicioso o bullanguero, no todo gozo sensible, refleja el estado real del alma. Quizás no haya mejor reflejo sensible de lo que ese gozo produce en el hombre, pacificándolo, que el canto gregoriano y la música sacra.

    Es un gozo que no se pierde en medio de las tribulaciones y las pruebas, sino que en ellas es fuente de fuerza. Un gozo que está en lo profundo de los corazones abatidos y de los que sufren todo lo que las bienaventuranzas prenuncian.

    En el Concilio Vaticano II, la Iglesia manifestó su conciencia de sí misma con aquella frase de San Agustín que refleja esta aparente paradoja: "La Iglesia peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (Lumen Gentium 8).

    La espiritualidad ignaciana, de la que nos hemos ocupado (6.), ofrece los elementos para una pastoral gaudiocéntrica. En dicha espiritualidad, la doctrina de consolación y desolación se ha convertido en un camino sapiencial para liberarse de los afectos desordenados y goces falsos, y una vez liberados de ellos, elegir según Dios, buscando y hallando el beneplácito divino en la ordenación de la propia vida. Esto es guiarse en todo por la búsqueda de la complacencia y el gozo de Dios.

    7.6.) Apéndice: El problema de los remedios

    El tema de los remedios para la acedia no entraba dentro de los límites que habíamos fijado inicialmente a este ensayo. No era nuestro propósito tratar de ellos expresamente. Algunos pasajes de nuestra exposición aluden a ellos. Por ejemplo al recordar la doctrina de Casiano, Isidoro, Benito, Tomás de Aquino e Ignacio de Loyola. Pero un amable lector del manuscrito encontró decepcionante y hasta negativo que "después de hablar tanto sobre un mal, no se tratase expresamente acerca de sus remedios".

    Para complacerlo, agregué un párrafo breve, en el que recordaba los remedios que ofrecen Casiano, San Benito, Santo Tomás y San Ignacio de Loyola, remitiéndome a los lugares del ensayo donde se habla de ellos.

    Ese párrafo le pareció después demasiado exiguo a otro lector, quien halló llamativo "que habiendo dado tanta importancia y centralidad al tema de la acedia, se dedicasen solamente diez líneas - y apenas nominalmente - a su remedio", y que "dada la amplitud de la exposición del tema, se esperaría que se deben ofrecer líneas o pautas de reeducación suficientemente explicitadas".

    Yo no había considerado insuficientes esas líneas, en parte porque estaba y sigo persuadido de la validez, de la utilidad y la suficiencia de esos remedios tradicionales, que al lector le parecieron exiguos y nominales. Y en parte también porque, desde mi óptica de autor, familiarizado y conforme con los límites autoimpuestos a mi escrito, que no aspiraba a ser un tratado sino modestamente un ensayo, y más allá de considerar suficientes para un ensayo las referencias a los remedios diseminadas en él, me seguía sintiendo satisfecho y optimista con la virtud curativa de la descripción misma del mal. Confianza que contribuía a alimentar en mí la experiencia de otros lectores de este trabajo.

    Debo decir que no termina de imponérseme la lógica según la cual quien conoce y sabe describir un mal, deba por eso forzosamente conocer y exponer también sus remedios. El que hace algo bueno no se obliga por eso a hacerlo todo o a hacer lo mejor. Se puede conocer el virus y la etiología de una enfermedad, pero carecer de la vacuna. No tengo rubor en confesar que había limitado el objeto de mi ensayo a disertar sobre el mal, creyendo hacer con eso sólo, algo de provecho. Y porque no tenía elaboradas ni la doctrina ni las razones acerca de su tratamiento. Gracias al deseo de estos lectores, he tenido la oportunidad de ponerme a reflexionar, más a fondo y con mayor detención, aunque siempre como ensayista, sobre este "problema" - porque vaya si lo es - de los remedios o del tratamiento del mal de acedia.

    Tampoco termina de convencerme, como le parecía al primer lector arriba citado, que sea "negativo" hablar extensamente de un mal. Como dijo el Arcipreste de Talavera: "si el mal no fuere sentido, el bien no sería conocido." El solo hecho de llamar la atención sobre un mal inadvertido, es ya de por sí algo positivo. La experiencia de otros lectores del manuscrito de este estudio, me convence de que señalarles este mal del que padecían, o del cual vivían rodeados y en algunos casos acosados, y cuya verdadera índole ignoraban, fue de por sí beneficioso por el mero hecho de comprenderlos en su exacta naturaleza y saber nombrarlos. El demonio de la acedia se exorciza ya con reconocerlo e imperándolo por su nombre.

    Cualquier médico o enfermero entenderá que un buen diagnóstico es la mitad de la curación, aunque el diagnóstico no sea todavía, de suyo, un acto terapéutico. Y no creo que a un médico se le ocurriría reprocharle al clínico su diagnóstico por no ser, también, terapéutico; ni porque diagnostique un mal incurable o del que se ignora el remedio. Toda diagnosis tiene un valor intrínseco positivo si es acertada.

    Pero he aquí que sucede, además, que en psicología y en psicoanálisis, cuando el paciente reconoce las causas y los orígenes de sus síntomas, no sólo puede decirse que ese reconocimiento contribuye a curar su neurosis, sino que se afirma que por eso mismo se logra la curación. Quizás este ejemplo pueda sugerir de qué modo la sola presentación de la acedia que hemos hecho, le puede servir ya de remedio en gran medida, sin necesidad de disertar aparte sobre sus remedios. En los asuntos del alma y del espíritu, la sola anagnórisis del mal es ya su terapéutica.

    Hechas estas puntualizaciones, agradezco todavía el reclamo de esos benévolos lectores, que me ha dado la oportunidad de abundar aquí en precisiones y en la elucidación de asuntos que están en juego al abordar el problema del tratamiento o de los remedios de la acedia. En atención a su deseo, que considero puede ser el de otros muchos lectores de este libro, he reunido la información dispersa a lo largo de mi ensayo dentro del marco de estas reflexiones sobre el referido problema.

    Los remedios: complejidad y sencillez

    En realidad, tienen razón nuestros amables y críticos lectores: el problema de cómo remediar la acedia exigiría ser tratado extensa, profunda y minuciosamente. Tal es su importancia y tal su complejidad. Sería deseable tratarlo con similar extensión a la dedicada a disertar sobre el mal mismo. Difícilmente se podría darle en menos espacio un tratamiento condigno y satisfactorio. Habría que tratarlo diferenciadamente en los distintos niveles en que la acedia se presenta: a nivel de tentación, de pecado actual e individual, de vicio capital, de mal social, de cultura y de civilización. Habría que tratarlo a nivel de doctrina y de teología dogmática, en cuanto que implica una determinada concepción de la vida cristiana; a nivel de teología espiritual, de dirección espiritual y cura de almas; a nivel de liturgia, de pastoral social, de acción cultural, de evangelización y de acción misionera; a nivel de gobierno eclesiástico y congregacional. En fin, a todos los niveles en los que la acedia incide se encuentra y se manifiesta. Concedo que todo esto excede mi capacidad.

    Puesto que la acedia tiene dimensiones de civilización, el remedio a los vicios de una civilización debe investir dimensiones de civilización. El tratamiento de la acedia en los individuos exige tener en cuenta la incidencia que tiene en su mal la pandemia cultural y civilizacional en la que están inmersos. La acedia no sólo reclama una terapéutica, pide una higiene, una profilaxis y una epidemiología.

    Hablando del remedio para la Civilización de la Acedia, pensamos espontáneamente en la Civilización del Amor, que vienen reclamando proféticamente los Papas, desde Pablo VI, pero que, con otros nombres, lucharon por instaurar sus antecesores desde Pío IX, que yo sepa. De esta Civilización del Amor habría que disertar aparte y largamente, para no dejar insatisfechos a los que reclaman recetas de acción inmediata para aquí y ahora. Además habría que disipar el equívoco que se alberga en muchas cabezas que, cuando oyen hablar de Civilización del Amor, entienden Civilización de la Filantropía, en vez de entender que se trata de la Civilización de la Caridad.

    Siendo la acedia lo opuesto al gozo de la Caridad, merecería la pena que alguien, capaz de hacerlo, hiciese un tratado sobre la Caridad enfocado a la pastoral de la acedia. Pero quizás, eso no sería necesario. Bastaría con impostar la pastoral sobre el cultivo preferencial y prioritario de las virtudes teologales. Automáticamente se estaría contribuyendo así a remediar la acedia en todos sus niveles. No es otra cosa la que, por otra parte, proponen tanto la tradición como la nueva evangelización. Ni otra cosa la que propone el Papa en su Carta sobre el Tercer Milenio. Ni otra la que propone San Ignacio al ejercitante en sus Ejercicios.

    ¿Habrá pues que pensar en remediar la acedia, o más bien en cultivar y preservar la gracia de la Caridad allí donde Dios la ha puesto y nos ha encargado cultivarla? El mejor remedio es conservar el don de la salud. Así, el mejor remedio contra la acedia es conservar la gracia de la Caridad. Presiento que entran en juego aquí dos concepciones de la existencia cristiana.

    Según una de esas dos concepciones, Dios ya ha hecho lo principal y nosotros hemos de ser fieles servidores y ministros de lo que Él hizo, viviendo de tal manera que conservemos en nosotros los dones recibidos en ese comienzo y origen divinos. La originalidad de la vida cristiana, está en ser fieles al origen. La novedad se concede como gracia a esa fidelidad. Si no perdemos lo que Dios nos ha dado y conservamos lo que ha obrado en nosotros, la lámpara encendida del bautismo y la túnica blanca, entonces nos hacemos acreedores a recibir lo que Dios nos promete. El cristiano está así inmerso en el actuar de Dios. Por la fidelidad al pasado divino, se nos entrega el presente y el futuro divinos. Lo nuestro es ser fieles. Esta es la visión que se desprende de los escritos de San Juan, con su insistencia en el permaneced, y también la de Pablo, Pedro y muy en especial de la Carta a los Hebreos. Nuestra libertad se ejercita en ese servicio de fidelidad a lo que Dios ha hecho, hace y hará.

    En la otra visión, lo que Dios hace o ha hecho se da por supuesto, y de lo que hará se habla poco. Y en eso mismo se muestra la poca o relativa importancia existencial y práctica que se le da. Parecería que lo que Dios ha hecho es sólo capacitarnos y echarnos a andar para que hagamos lo que decidamos hacer, lo cual es, por lo menos en la estimación práctica, lo principal: lo que debemos hacer. Con un énfasis algo legal en lo del debemos. No es ésta la impostación de la vida cristiana más propicia al cultivo y la preservación del gozo de la Caridad.

    El discurso acerca de la gracia de la Caridad, centra la atención donde debe estar: en el Autor del bien, en la acción divina en y con nosotros, y en los gozos y consuelos verdaderos que deben ser atesorados, preservados y cultivados. Y a los que se debe responder generosamente.

    El discurso acerca de los remedios -en cambio - encierra el riesgo de volver a centrar la atención en la acción humana del pastor, como médico o reeducador, perdiendo de vista, por darla por supuesta, la parte de Dios en todo esto.

    Reconociendo, pues, toda la complejidad del tema de los remedios de la acedia, hay que reconocer también, sin embargo, que el principio curativo es muy simple: el remedio contra la acedia es el gozo y los consuelos de la Caridad. A todos los niveles: al de la tentación, del pecado, del vicio capital, al de la cultura y de la civilización. Y el médico o agente principal de la curación, es Dios. La curación de la acedia, no viene tanto "desde abajo" cuanto "desde arriba".

    Si estas consideraciones que venimos haciendo se sopesan, se hará evidente cómo al hablar del mal, simultáneamente apuntábamos y contribuíamos ya a su remedio. Por ejemplo, cómo al hablar de la pastoral de las Virtudes Teologales y de la pastoral gaudiocéntrica, señalábamos pistas de sanación, o si se prefiere hablar así: de reeducación. Toda evangelización consiste en educar en las Virtudes Teologales: enseña a creer, a esperar los verdaderos bienes, a amar a Dios y al prójimo por Dios. Y enseña a encontrar en esto los verdaderos gozos y consuelos, prefiriéndolos a cualquier otro que se ofrezca.

    Al describir la complejidad de un mal de dimensiones culturales y civilizacionales, despejábamos de entrada la ilusión de que para el mal de acedia, a cualquiera de sus niveles, pudiese existir tratamientos humanos, remedios de acción automática o recetas caseras de sencilla aplicación, como para suscitar engañosas esperanzas de que los pastores pudiéramos arreglarnos en esto por nosotros mismos y sin Dios. No existen los filtros mágicos que pudieran aplicar aprendices de brujo en una pastoral exitista, cortoplacista, eficacista y pelagiana. Esa sería una pastoral trágicamente portadora de acedia, que propagaría el contagio de lo que aspira a curar.

    La Civilización de la Caridad, como la Jerusalén Celeste, desciende de lo Alto (Apoc. 21,10). Antes que obra humana es gracia posibilitante. Al igual que el Reino de Dios, es cosa que se pide, antes que cosa que se construye a lo Babel. Sólo los que piden estas cosas porque las saben imposibles e inalcanzables por sí mismos, están en condiciones de ser capacitados para obrar y contribuir eficazmente en su realización como dóciles servidores y ministros de los impulsos divinos.

    Cambiar la Humanidad es obra sobrehumana, que sólo la Iglesia puede acometer porque a ella le ha sido encomendada junto con los medios de gracia necesarios para llevarla a término; y que sólo a la Iglesia le es dado verificar parcialmente en sí misma, como modelo de una Humanidad redimida, realizándola en sus santos cuando viven el gozo de la Caridad. En ese sentido la Iglesia es remedio de la Civilización de la Acedia y semilla de la Civilización de la Caridad. Escuela donde se aprende a vivir los gozos y los consuelos de la Caridad, irradiándola desde su liturgia hacia sus demás dimensiones. El remedio de la acedia del mundo pasa por la preservación del tesoro de gozo y de consuelo de la Caridad que el Señor derrama en el corazón de los fieles. La Iglesia es la administradora y guardiana maternal de ese tesoro que Dios le confía, para salar, iluminar y fermentar el mundo. La depositaria del Gaudium et Spes es la que puede remediar el Luctus et Angor del mundo. Y en su liturgia hace presente una isla de eternidad en el tiempo.

    La Caridad, remedio de la acedia, es, pues, gracia: ya sea en la Iglesia, en el alma, en la cultura o en la Civilización. De ahí que el remedio contra la acedia sea específico y diferente, no manipulable, no planificable, indomeñable. No aplicable con criterios de eficacia puramente racional, natural y humana. Fácil de nombrar, difícil de aplicar.

    Antes de que nosotros describiéramos la acedia, ya estaba Dios ocupado en remediarla. Lo nuestro sería darnos cuenta de eso y secundarlo.

    La doctrina sobre la Gracia nos persuade de que la Civilización de la Caridad, o sea el remedio de la acedia, es algo que pertenece más al orden de las cosas que se piden, que al de aquellas que el hombre puede aplicar y dosificar por sí mismo. A nivel teórico-dogmático, la Civilización de la Caridad, como remedio a la acedia, reivindica los postulados de la doctrina ortodoxa sobre la gracia, opuestos a la visión eficacista y pelagiana que es madre de la acedia. Mientras que la Caridad tiene su gozo en la gratuidad de los dones y gracias divinas, el eficacismo pelagiano y kantiano se niega a alegrarse con nada que no sea fruto del propio esfuerzo, planificable y evaluable. A la pastoral de la gracia-eficaz, concebida como un ministerio o sea como un servicio subordinado a la gracia divina, se opone un concepto de pastoral de la eficacia-humana a cuyo servicio debería ponerse y acudir la ayuda divina.

    A nivel doctrinal, el remedio a la acedia pasa, pues, por la inversión de aquella óptica a la que da lugar una cultura exitista, eficacista; cultura de los planes y de la evaluación de los logros, que traspone al plano espiritual o pastoral los métodos propios del mundo empresarial, desentiendose de los factores no cuantificables, no planificables ni evaluables como son las gracias, los dones y los consuelos. La óptica doctrinal correcta y católica, enfatiza por el contrario la Gracia: lo que Dios obra, inflamando en su amor, consolando y pacificando al alma en su Señor y Creador, lo cual no es naturalmente ni previsible, ni planificable, no se sujeta a cronogramas, ni se deja evaluar de otra manera que por el discernimiento espiritual.

    Soñar en remedios eficacistas para la acedia, u ofrecerlos a quien tales pidiese, equivaldría a querer curar la acedia con más acedia, agravando el mal y extendiéndolo en vez de curarlo. Pero en este caso no vige la ley de homeopatía: el pecado no puede curarse con más pecado, ni el mal con más mal, ni el desorden con más desorden.

    Las recetas tradicionales

    ¿Habremos de aguardar entonces a que Dios instaure una nueva Civilización para encarar la pastoral de la acedia? De ninguna manera. Es necesario echar mano con confianza a las recetas tradicionales que nos ofrecen acreditados maestros, algunos de ellos fundadores de escuelas de espiritualidad. Esas son las mismas recetas con que la Iglesia fermentó el mundo y la civilización antigua. La fe les reconoce eficacia y confía en ellas, no por su sencillez, sino porque son el canal por donde escurre el torrente de la gracia divina.

    Casiano, como vimos, proponía la gratitud por los bienes divinos como remedio para la acedia. Enseña que la acedia viene de la ingratitud, más propiamente: consiste en la ingratitud por los beneficios recibidos, por las gracias y consuelos. Se ha de corregir el menosprecio con el aprecio. Así de sencillo. Casiano recomienda resistir con energía la tentación de acedia: "enseña la experiencia que con el ataque de la acedia no se ha de condescender, ni se ha de huir, sino que se lo ha de vencer resistiéndolo."

    San Benito, en un logion de laconicidad monástica que no excede una línea, prescribe en su Regla: "No anteponer nada al amor de Cristo". Este consejo va en la línea terapéutica de la higiene y la profilaxis: conserva como un tesoro la Caridad que se te ha dado, guarda la gracia, no permitas que invadan tu corazón amores que desalojen la Caridad, no aprecies los goces terrenos más que los divinos, no sea que se te conviertan en tristeza por Dios.

    En la misma dirección amonesta San Isidoro de Sevilla, como vimos también antes, poniendo en guardia contra la tibieza, contra el volverse atrás, abandonando el amor primero.

    San Gregorio Magno aconseja: "el vicio de acedia, o sea el tedio del corazón, se expulsa pensando siempre en los bienes celestiales. La mente que se ocupa en la consideración de bienes que tanto alegran y regocijan, no se puede aburrir de ninguna manera." Aquí aparece en el ambiente monástico el trabajo orante o la oración durante el trabajo. La "contemplación en la acción" que propondrá San Ignacio de Loyola tiene aquí sus raíces, pero es posible en la vida laical.

    Santo Tomás, sobre las huellas de Casiano, considera que la causa de la acedia es no apreciar o menospreciar los bienes que le vienen a uno de Dios. Y en consecuencia propone como remedio el pensar y meditar en los bienes espirituales. Se trata evidentemente de una meditación creyente, de un ejercicio de la fe. Él descubrimiento de los bienes que ve la fe, está entre los motivos del gozo de creer. Es la fe informada por la caridad la que conforta y consuela, pacifica y hace bueno.

    San Ignacio de Loyola pone en primer plano de su doctrina espiritual el aprecio y el cultivo de la consolación, que es el gozo de la caridad en todas sus formas. Sus reglas de discernimiento describen las diversas formas consolatorias de la Caridad. Esto es particularmente útil. La sola palabra gozo - en efecto - no siempre basta para comprender a qué variedad y complejidad de fenómenos espirituales concretos se alude con ella y a cuáles - correlativamente - se opone la acedia. San Ignacio adiestra para reconocer las distintas formas de la consolación, y para recibirlas en el corazón, amparándolas contra los ataques de la desolación o del desorden.

    San Ignacio enseña también, en sus reglas de discernimiento a guardarse de la acedia que acosa en forma de tentación. Coincidentemente con Casiano, recomienda resistir virilmene el ataque de la acedia. Se ha de resistir a la desolación y hacer todo lo contrario de lo que sugiere que hagamos.

    Por fin, su Contemplación para alcanzar Amor, al final de sus Ejercicios Espirituales se revela - según vimos - como el antídoto específico contra el mal de acedia; como un ejercicio de perseverancia en el bien, a la vez que como la forma más indicada de fomentar una vida gozosa y consolada por la Caridad.

    Un autor moderno propone: "Los remedios contra una tan insidiosa enfermedad espiritual son el espíritu de penitencia, que mantiene despierta, lista y pronta al alma para el servicio de Dios y fiel en la observancia tanto cristiana como religiosa; una justa medida en el trabajo, porque previene el tedio en las prácticas de piedad y la náusea por las cosas divinas; la meditación y la lectura espiritual cotidianas, la práctica frecuente de los sacramentos de la confesión y de la eucaristía; y finalmente, una predicación iluminada o una reflexión de los novísimos, porque estos adquieren en la existencia gris del hombre con acedia, una eficacia particular y saludable."

    Remedio obvio pero arduo

    Aunque el remedio sea simple y sencillo, lo difícil y problemático es su aplicación. Que un acedioso apetezca conformarse con los gozos y los consuelos que vienen de la consideración de las gracias y bienes recibidos, es algo tan milagroso como la conversión de un pecador. Diríamos que es como convencer a una adolescente anoréxica de que ha de comer. Para ella, una cosa tan sencilla sería su salvación. Pero eso es precisamente lo que ella aborrece. Poco adelantamos con saber el remedio si no sabemos cómo despertar su apetito. Y es precisamente el apetito espiritual del acedioso lo que está enfermo y habría que revertir.

    Ese ha sido tradicionalmente el problema llamado de la "perseverancia", tanto del creyente en su fe, como del que ha sido llamado en su vocación, o del ejercitante en las gracias recibidas en Ejercicios.

    El pronóstico que puede darse acerca de las posibilidades de curación del mal de acedia, es reservado. El autor de la Carta a los Hebreos - por ejemplo - no se muestra optimista acerca de la posibilidad de que los anoréxicos de Dios vuelvan a recuperar su perdido apetito: "Por lo que se refiere a los que una vez han sido iluminados, que saborearon el don celestial, que se hicieron partícipes del Espíritu Santo y gustaron la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del mundo futuro, pero luego cayeron en la apostasía, es imposible volverlos a renovar por el arrepentimiento; ellos crucifican de nuevo por su cuenta al Hijo de Dios y lo exponen a la burla pública" (Hebreos 6,4-6)

    No es fácil que quien una vez declaró menos importante la consolación y el gozo que antes gustara, y quien a pesar de haberla gustado se volvió a derramar en las cosas, cambie su corazón para volver a dar la prioridad a lo que desestimó. Ahí radica toda la dificultad de aplicar el remedio a quien le produce arcadas. Porque lo que para remedio de nuestro mal la tradición unánimemente receta, es el aprecio y la búsqueda del gozo y del consuelo espirituales. Pero eso es precisamente lo que, como hemos visto, ya no alegra, o alegra menos, o entristece y hasta enfurece al acedioso. Y como en medicina espiritual, es el paciente el único que puede dejarse aplicar por Dios el remedio, no está en la mano del director espiritual o del pastor, aplicar el remedio de la conversión a quien no quiera convertirse.


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