LA HIPOCRESÍA
Actitud de fingir determinadas ideas, sentimientos o cualidades que son absolutamente contrarias a las que en realidad se sienten, se tienen o piensan...
Actitud de fingir determinadas ideas, sentimientos o cualidades que son absolutamente contrarias a las que en realidad se sienten, se tienen o piensan...
El sacerdote contaba a sus alumnos lo
triste de la hipocresía. Era vivir dividido, llevando diversas máscaras a
conveniencia de las circunstancias. Con unos, los hipócritas, se ponen
una máscara de apariencia, con otros, otra.
A Gabriel esto le rebotaba. A él le gustaba aparentar, engañar, quedar
bien con todos a toda costa, aunque tuviera que mentir a sus padres o a
sus mejores amigos. Lo importante era su imagen y la apariencia.
El sacerdote lo sabía porque, a pesar de las diversas máscaras, lograba
penetrar, en cada una de ellas, en el interior del alma de Gabriel.
Quiso ayudarle, advertirle, aconsejarle; pero todo fue inútil.
Gabriel seguía con sus juegos; tenía éxito, todo le salía como él
quería. Muchos le aplaudían sus hazañas y sus gracias.
Un día sucedió lo que no tenía que haber
sucedido. Gabriel cogió el coche de su padre sin permiso y se llevó a
los amigos a una diversión por todo lo alto. Se sentía omnipotente,
derrochador, el líder: con un magnífico coche “robado”, con abundantes
copas “mágicas” y unos simpáticos amigos “comprados”.
Pero fueron demasiadas las copas y, en la noche, el accidente fue
mortal para dos de ellos. Otro, quedó parapléjico (un vegetal) para toda
su vida.
El sacerdote fue al día siguiente, un
sábado frío de invierno, a la capilla ardiente donde los familiares de
Gabriel, como drogados, velaban junto a su negro ataúd.
Fue terrible la impresión que el sacerdote se llevó al ver, en el ataúd
abierto, el rostro de Gabriel.
Su rostro brillaba, era artificial. El golpe había destrozado la cara
de Gabriel y se la tuvieron que recomponer con cera. Era horrible lo que
se veía: parecía que tenía una máscara, como las que se usan en
carnaval.
Gabriel había vivido con muchas máscaras y, ahora, moría... con una de
ellas, con la más dramática. Nunca nadie conoció el auténtico rostro de
Gabriel, solamente un buen hombre que intentó ayudarle en vano.
¿Dónde vamos con
máscaras por la vida? ¿A quién engañamos? Querer engañar a Dios o a
otras personas es engañarse a sí mismo... y fracasar en el intento.
Porque la verdad, antes o después, sale a la luz.
Cada mentira es un ladrillo con el que construimos nuestra propia
cárcel. Cada máscara que nos ponemos es un golpe duro contra nuestra
personalidad, contra la salud de nuestra propia psicología. Y contra la
grandeza de nuestro espíritu.
¡Qué grande es ser auténtico y sincero a
pesar de nuestras debilidades!
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