¿DE QUÉ LE SIRVE AL HOMBRE GANAR EL MUNDO ENTERO SI ARRUINA SU VIDA?
Jn. 16,20-23a
Hoy el Evangelio nos
habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es
decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.
Nos ponemos de pie para
escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús
nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir "el
gusto de los caprichos" —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas
engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas
mortificaciones que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello
la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid
verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo
corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un
labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí,
queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar
para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida
eterna.
San Ignacio guiaba a
san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el
patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código
de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las
almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la
famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio
popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la
suya segura». La invitación es evidente. María, la Madre de la
Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este
camino.
Rev. D. Joaquim FONT i
Gassol (Igualada, Barcelona, España)
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