Hermanos y amigos muy queridos: Consideradlo una y otra vez: Dios, al
principio de los tiempos, dispuso el cielo y la tierra y todo lo que existe, meditad
luego por qué y con qué finalidad creó de modo especial al hombre a su imagen y
semejanza.
Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no reconociéramos al
Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni continuar aún vivos.
Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y también por la gracia
de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en la Iglesia, y,
convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre glorioso, ¿de qué nos
serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la realidad? Si así
fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar parte de la
Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su gracia. Mejor
sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar contra él.
Considerad al agricultor cuando siembra en su campo: a su debido tiempo
ara la tierra, luego la abona con estiércol y, sometiéndose de buen grado al
trabajo y al calor, cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el tiempo de la
siega, si las espigas están bien llenas, su corazón se alegra y salta de
felicidad, olvidándose del trabajo y del sudor. Pero si las espigas resultan
vacías y no encuentra en ellas más que paja y cáscara, el agricultor se acuerda
del duro trabajo y del sudor y abandona aquel campo en el que tanto había
trabajado.
De manera semejante el Señor hace de la tierra su campo, de nosotros,
los hombres, el arroz, de la gracia el abono, y por la encarnación y la
redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y llegar a la madurez.
Cuando en el día del juicio llegue el momento de la siega, el que haya madurado
por la gracia se alegrará en el reino de los cielos como hijo adoptivo de Dios,
pero el que no haya madurado se convertirá en enemigo, a pesar de que él
también ya había sido hijo adoptivo de Dios, y sufrirá el castigo eterno
merecido.
Hermanos muy amados, tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar
a este mundo, soportó innumerables padecimientos, con su pasión fundó la santa
Iglesia y la hace crecer con los sufrimientos de los fieles. Por más que los
poderes del mundo la opriman y la ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de
la ascensión de Jesús, desde el tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia
santa va creciendo por todas partes en medio de tribulaciones.
También ahora, durante cincuenta o sesenta años, desde que la santa
Iglesia penetró en nuestra Corea, los fieles han sufrido persecución, y aun hoy
mismo la persecución se recrudece, de tal manera que muchos compañeros en la
fe, entre los cuales yo mismo, están encarcelados, como también vosotros os
halláis en plena tribulación. Si todos formamos un solo cuerpo, ¿cómo no
sentiremos una profunda tristeza? ¿Cómo dejaremos de experimentar el dolor, tan
humano, de la separación?
No obstante, como dice la Escritura, Dios se preocupa del más pequeño
cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo por tanto,
esta gran persecución podría ser considerada de otro modo que como una decisión
del Señor, o como un premio o castigo suyo?
Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo corazón por Jesús, el
jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha sido ya vencido por
Cristo.
Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y
perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la
tribulación.
Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos todos bien. Si alguno es
ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia. Me quedan muchas cosas
por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por escrito? Doy fin a esta carta.
Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os mantengáis
en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en el cielo.
Recibid el beso de mi amor.
Extracto de la última
exhortación de
san Andrés Kim Taegon, presbítero y mártir.
(Cf. Pro Corea Documenta. ed. Mission Catholique
(Cf. Pro Corea Documenta. ed. Mission Catholique
Séoul, Seul/París 1938, vol.
I, 74- 75)
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