Hoy, el Evangelio nos propone la parábola de las minas: una cantidad de
dinero que aquel noble repartió entre sus siervos, antes de marchar de
viaje. Primero, fijémonos en la ocasión que provoca la parábola de
Jesús. Él iba “subiendo” a Jerusalén, donde le esperaba la pasión y la
consiguiente resurrección. Los discípulos «creían que el Reino de Dios
aparecería de un momento a otro» (Lc 19,11). Es en estas circunstancias
cuando Jesús propone esta parábola. Con ella, Jesús nos enseña que hemos
de hacer rendir los dones y cualidades que Él nos ha dado, mejor dicho,
que nos ha dejado a cada uno. No son “nuestros” de manera que podamos
hacer con ellos lo que queramos. Él nos los ha dejado para que los
hagamos rendir. Quienes han hecho rendir las minas —más o menos— son
alabados y premiados por su Señor. Es el siervo perezoso, que guardó el
dinero en un pañuelo sin hacerlo rendir, el que es reprendido y
condenado.
El cristiano, pues, ha de esperar —¡claro está!— el regreso de su Señor, Jesús. Pero con dos condiciones, si se quiere que el encuentro sea amistoso. La primera es que aleje la curiosidad malsana de querer saber la hora de la solemne y victoriosa vuelta del Señor. Vendrá, dice en otro lugar, cuando menos lo pensemos. ¡Fuera, por tanto, especulaciones sobre esto! Esperamos con esperanza, pero en una espera confiada sin malsana curiosidad. La segunda es que no perdamos el tiempo. La espera del encuentro y del final gozoso no puede ser excusa para no tomarnos en serio el momento presente. Precisamente, porque la alegría y el gozo del encuentro final será tanto mejor cuanto mayor sea la aportación que cada uno haya hecho por la causa del reino en la vida presente.
No falta, tampoco aquí, la grave advertencia de Jesús a los que se rebelan contra Él: «Aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19,27).
P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España)
El cristiano, pues, ha de esperar —¡claro está!— el regreso de su Señor, Jesús. Pero con dos condiciones, si se quiere que el encuentro sea amistoso. La primera es que aleje la curiosidad malsana de querer saber la hora de la solemne y victoriosa vuelta del Señor. Vendrá, dice en otro lugar, cuando menos lo pensemos. ¡Fuera, por tanto, especulaciones sobre esto! Esperamos con esperanza, pero en una espera confiada sin malsana curiosidad. La segunda es que no perdamos el tiempo. La espera del encuentro y del final gozoso no puede ser excusa para no tomarnos en serio el momento presente. Precisamente, porque la alegría y el gozo del encuentro final será tanto mejor cuanto mayor sea la aportación que cada uno haya hecho por la causa del reino en la vida presente.
No falta, tampoco aquí, la grave advertencia de Jesús a los que se rebelan contra Él: «Aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19,27).
P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España)
No dudemos en poner a trabajar
nuestras capacidades para construir un Reino en donde haya más paz, más
justicia y más amor.
Dios está con nosotros para hacer la parte
difícil. ¡Ánimo!
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