Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del
Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de
interiorización nos puede llevar la relación con él.
La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en
Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración
puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor,
hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino
Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el
corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: « El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn. 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que
encuentra también dolorosas purificaciones (la « noche oscura »), pero
que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los
místicos como « unión esponsal ». ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos
testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa
Teresa de Jesús?
Juan Pablo II
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