TUVISTE
SOBRE MÍ DESIGNIOS DE PAZ Y NO DE AFLICCIÓN
Del libro de las Insinuaciones de la divina piedad,
de santa Gertrudis, virgen
Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador,
que mi alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabe por
tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu
bondad.
Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu
inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad,
la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi
adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiséis años, ya
que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y
obrando, siempre que podía, según me venía en gana –ahora me doy
cuenta e ello–, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte
en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación
del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que
me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca
hubiera comprendido
que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello
a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad
de cinco años, me elegiste para entrar a formar
parte de tus íntimos en la vida religiosa.
Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito,
desde el momento en que, enviado desde el trono celestial,
hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó,
ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad
vencedora.
Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.
Mas aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.
que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello
a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad
de cinco años, me elegiste para entrar a formar
parte de tus íntimos en la vida religiosa.
Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito,
desde el momento en que, enviado desde el trono celestial,
hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó,
ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad
vencedora.
Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.
Mas aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.
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