Curiosamente, como los saduceos, también nosotros no nos cansamos de
formular preguntas inútiles y fuera de lugar. Queremos solucionar las
cosas del más allá con los criterios de aquí abajo, cuando en el mundo
que está por venir todo será diferente: «Los que alcancen a ser dignos
de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos,
ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (Lc 20,35). Partiendo de
criterios equivocados llegamos a conclusiones erróneas.
Si nos amáramos más y mejor, no se nos antojaría extraño que en el cielo
no haya el exclusivismo del amor que vivimos en la tierra, totalmente
comprensible a causa de nuestra limitación, que nos dificulta el poder
salir de nuestros círculos más próximos. Pero en el cielo nos amaremos
todos y con un corazón puro, sin envidias ni recelos, y no solamente al
esposo o a la esposa, a los hijos o a los de nuestra sangre, sino a todo
el mundo, sin excepciones ni discriminaciones de lengua, nación, raza o
cultura, ya que el «amor verdadero alcanza una gran fuerza» (San
Paulino de Nola).
Nos hace un gran bien escuchar estas palabras de la Escritura que salen
de los labios de Jesús. Nos hace bien, porque nos podría ocurrir que,
agitados por tantas cosas que no nos dejan ni tiempo para pensar e
influidos por una cultura ambiental que parece negar la vida eterna,
llegáramos a estar tocados por la duda respecto a la resurrección de los
muertos. Sí, nos hace un gran bien que el Señor mismo sea el que nos
diga que hay un futuro más allá de la destrucción de nuestro cuerpo y de
este mundo que pasa: «Y que los muertos resucitan lo ha indicado
también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de
Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos,
sino de vivos, porque para Él todos viven» (Lc 20,37-38).
Rev. D. Ramon CORTS i Blay (Barcelona, España)
"No saben ni el día ni la hora en que el Hijo del hombre regresará".
Vive en gracia
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