Mirad, oh amado y buen
Jesús, un pecador, postrado lleno de confianza a vuestros
pies. Mis pecados me llenan de temor y no encuentro otro refugio
que vuestro amantísimo Corazón. A la vista de ese
divino Corazón, la confianza vuelve otra vez a mi alma.
Soy, en verdad, oh Señor, el más ingrato de vuestros
hijos, que tan mal ha correspondido a vuestro amor, ofendiéndoos
a Vos, que sois mi Padre bondadosísimo. Ya no soy digno
de ser llamado hijo vuestro. Pero mi pobre corazón no
puede vivir sin Vos. Merezco un juez severo; pero en vez de esto,
encuentro un Dios, lleno de ternura y amor, clavado en la cruz,
por mi bien, y con los brazos abiertos, dispuesto a recibirme,
cual Padre amoroso.
Vuestras cinco
llagas son como otras tantas lenguas que me invitan al arrepentimiento
y hablan a mi pobre corazón: vuélvete, hijo mío,
vuélvete a Mi, arrepiéntete y no dudes de mi amor
y de mi perdón.
Acabad, oh
dulce Maestro la obra que en vuestra infinita caridad habéis
comenzado. Concededme un poco de aquel conocimiento y de aquel
dolor que Vos teníais de mis pecados, cuando en el huerto
de los Olivos sudasteis sangre a la vista de ellos, y caísteis
como muerto sobre vuestro sagrado rostro, para que yo comprenda
el peso y la malicia del pecado y conciba un verdadero dolor.
Iluminad mi entendimiento para que conozca claramente mis pecados.
Fortaleced mi voluntad para aborrecer mis pecados y arrepentirme
de todos ellos.
Oh María,
Madre de los dolores, ayudadme en esta grande tribulación
de mi alma.
Angel de mi
guarda, Patronos míos, rogad por mí, para que haga
una buena confesión. Así sea.
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