Una forma de faltar a este mandamiento es decir cosas contra la Religión, y el
blasfemar. Blasfemia es toda expresión insultante contra Dios, la Virgen, los
santos o cosas sagradas: ya sea con palabras, gestos, signos, dibujos, etc. Es
el absurdo deseo de injuriar o deshonrar el nombre de Dios.
Otros pecados pueden hacerse por debilidad o por sacar algún provecho; por
ejemplo, robar. Pero el que dice blasfemias no saca nada. La blasfemia es un
pecado que va directamente contra la majestad de Dios. Por eso a Dios le duele
tanto y lo castiga con gran rigor. La blasfemia es un pecado diabólico. Si crees
en Dios, comprenderás que es un disparate insultarle. Y si no crees, ¿a quién
insultas?
O.A.E.
A veces consideramos el nombre como algo secundario, banal; sin embargo, nombrar
una cosa o persona es «hacer presente» lo nombrado. En este sentido el nombre
tiene un peso simbólico y psicológico. Por lo tanto, tomar a la ligera o con
poco respeto el nombre de una persona es una forma de atentar contra su
dignidad. Desde esta perspectiva podemos entender la lógica del segundo
mandamiento.
Existen muchas formas de atentar contra la reverencia debida al nombre de Dios.
La más corriente es el simple pecado de falta de respeto: usar su santo nombre
como excusa para dar salida a nuestras emociones. «¡Sí, por Dios!»; «Te aseguro,
por Dios, que me la vas a pagar». O a veces, por utilizarlo como protagonista
para chistes o ironías que, por el sólo empleo del nombre de Dios, o de
Jesucristo, o de los santos, resultan de muy escaso buen gusto. Todos conocemos
a personas que usan el nombre de Dios con la misma actitud con que mencionarían
ajos y cebollas. Es una forma de inconsciencia sobre lo que implica la
sacralidad del nombre; da testimonio cierto de lo pobre de su amor a Él.
Por lo general, esta clase de irreverencia es falta leve, porque no se tiene la
intención deliberada de deshonrar a Dios o despreciar su nombre; si esta
intención existiera, se convertiría en pecado mortal, pero, de ordinario, es una
forma de hablar debida a la ligereza y al descuido más que a la malicia.
Este tipo de irreverencia puede hacerse grave, sin embargo, en caso de ser
ocasión de escándalo: por ejemplo, si con ella el profesor menoscabara en sus
alumnos el respeto que al nombre de Dios se le debe.
Cada vez es más común escuchar chistes o frases que pretenden ser cómicos,
denigrando o ridiculizando el nombre de Dios. Esto es una señal del respeto que
Le estamos perdiendo.
Por tanto, debemos ser cuidadosos en el uso de la palabra «Dios». No podemos
usarla de cualquier forma, así como no nos gustaría que nuestro nombre o el de
los seres queridos fuera usado de manera ligera u ofensiva.
José Luis alardeaba ante sus amigos del desliz sexual que había tenido en su
reciente viaje, es decir, de cómo había engañado a su esposa; éstos lo
celebraban entre risas. Sin embargo, Genaro estaba serio; se preocupaba por su
amigo. Como buen católico, sabía que no sólo había cometido una falta contra su
esposa, sino también contra Dios.
Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Hay alguna relación entre el matrimonio y el segundo mandamiento? Aunque en un primer momento nos pueda parecer extraña la cuestión, no es tan disparatado plantearnos esto.
En efecto, una de las formas de honrar el nombre de Dios es ser fieles a las promesas en donde lo ponemos por testigo. Cundo un hombre y una mujer realizan el sacramento del matrimonio, se hacen una serie de promesas poniendo a Dios como testigo de ellas. De esta forma Dios entra en la historia de esta pareja y se le hace partícipe de las alegrías, dolores y gozos.
José Luis rompió las promesas de fidelidad perpetua, de amor eterno y de respeto mutuo. Faltó al compromiso hecho con su pareja y tomó el nombre de Dios en vano al violentarlas, pues le puso como testigo.
Pero en la vida matrimonial no se tiene que llegar a un desliz sexual para romper estas promesas. En las pequeñas cosas y en el día a día es donde se refrendan o se olvidan estos juramentos. Situaciones como el pedir las cosas con amabilidad, exponer las ideas propias con delicadeza, estar abiertos a escuchar a mi pareja. O en lo negativo, como manejar la publicidad con las connotaciones sexuales que hay a mi alrededor, manejar astutamente los conflictos inevitables en cualquier convivencia humana. En estos ámbitos puedo consolidar o destruir las promesas hechas, revelar si considero a mi pareja como una persona o un mero objeto.
El matrimonio es una batalla de todos los días. No sólo está en juego la dignidad del hombre y la mujer implicados, así como el sano desarrollo de los hijos; también cuenta el nombre de Dios que se puso como testigo de esa promesa de amor.
Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Hay alguna relación entre el matrimonio y el segundo mandamiento? Aunque en un primer momento nos pueda parecer extraña la cuestión, no es tan disparatado plantearnos esto.
En efecto, una de las formas de honrar el nombre de Dios es ser fieles a las promesas en donde lo ponemos por testigo. Cundo un hombre y una mujer realizan el sacramento del matrimonio, se hacen una serie de promesas poniendo a Dios como testigo de ellas. De esta forma Dios entra en la historia de esta pareja y se le hace partícipe de las alegrías, dolores y gozos.
José Luis rompió las promesas de fidelidad perpetua, de amor eterno y de respeto mutuo. Faltó al compromiso hecho con su pareja y tomó el nombre de Dios en vano al violentarlas, pues le puso como testigo.
Pero en la vida matrimonial no se tiene que llegar a un desliz sexual para romper estas promesas. En las pequeñas cosas y en el día a día es donde se refrendan o se olvidan estos juramentos. Situaciones como el pedir las cosas con amabilidad, exponer las ideas propias con delicadeza, estar abiertos a escuchar a mi pareja. O en lo negativo, como manejar la publicidad con las connotaciones sexuales que hay a mi alrededor, manejar astutamente los conflictos inevitables en cualquier convivencia humana. En estos ámbitos puedo consolidar o destruir las promesas hechas, revelar si considero a mi pareja como una persona o un mero objeto.
El matrimonio es una batalla de todos los días. No sólo está en juego la dignidad del hombre y la mujer implicados, así como el sano desarrollo de los hijos; también cuenta el nombre de Dios que se puso como testigo de esa promesa de amor.
Del latín vanus, significa sin efecto, sin resultados, sin fundamento, frívolo, fútil, tonto. En vano, inútilmente. Dice el segundo Mandamiento: No nombrarás el nombre de Dios en vano. ¿Por qué sería que Dios lo puso, y por qué en segundo lugar?
La blasfemia admite distintos grados. A veces es la reacción instantánea ante la
contrariedad, el dolor o la impaciencia: «Si Dios me ama, ¿cómo permite que esto
ocurra?», «Si Dios fuera bueno no me dejaría sufrir tanto». Otras veces se
blasfema por insensatez: «Ése sabe más que Dios», «A fulano, ya ni Dios lo
detiene». Pero también puede ser claramente antirreligiosa e, incluso, proceder
del odio a Dios: «Los Evangelios son un mito oriental», «La Misa es un engaño»,
«Dios es un invento, una fábula». En este último tipo de blasfemia hay, además,
un pecado de infidelidad. Cada vez que una expresión blasfema implica negación
de una determinada verdad de fe como, por ejemplo, la virginidad de María o la
existencia de los ángeles, además del pecado de blasfemia hay un pecado de
herejía.
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