martes, 29 de junio de 2010

LA MUERTE DESDE LA FE EN LA RESURRECCION...

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LA MUERTE DESDE LA FE EN LA RESURRECCIÓN
Por: José María Diez-Alegría
 1911-1999
Nacido en Gijón el 22 de octubre de 1911. Había sido jesuita, teólogo, uno de los pensadores religiosos más influyentes de España en el siglo XX. En el Diccionario de Pensadores Cristianos, había escrito esta semblanza: 
 
Dada mi provecta edad (tengo 88 años cumplidos ) y dado que vivo (hoy por hoy, Dios me la conserve) con una gran paz ante la perspectiva de la muerte, que no puede estar muy lejana para mí, y cuya realidad no eludo, sino que la tengo presente todos los días, me parece que lo mejor será no escribir un artículo teórico sobre "la muerte desde la fe en la resurrección, sino más bien intentar una reflexión fenomenológico-existencial sobre lo que para mí es mi (ya próxima) muerte, desde mi fe en la resurrección. Por tanto no pretendo dar una receta que cualquier otro se pueda encasquetar, como si fuera un traje hecho, sino ofrezco una humilde vivencia mía, que trato de explicar a los demás. con la esperanza de que pueda serles de alguna ayuda, para lograr ellos mismos una vivencia personal positiva (propia suya) ante la indeclinable perspectiva. concreta y realísima, de nuestra mortalidad.

Hablo desde mi fe en la resurrección y, por tanto, primariamente a los que tienen una fe en la resurrección, pero quizá mis confidencias puedan prestar alguna ayuda a quienes no creen en la resurrección ni en un "más allá" de esta vida para cada uno de nosotros. Porque yo tengo una fe profunda (a la vez que humilde y temblorosa), pero no una seguridad fanática de la “Resurrección" en general, y menos aún de mi propia resurrección.

Trataré, pues, de explicar cómo vivo yo (creyente en Jesús de Nazaret y en el Dios en que él creía y a quien llamaba “Padre querido”) cómo vivo yo -repito- la cercanía de mí muerte, ante la que no quiero cerrar los ojos.

Y, en primer lugar, quiero decir que creo en la resurrección de Jesús de Nazaret con mucha mayor fuerza y firmeza de lo que creo en mi propia (futura) resurrección. Y además me parece que soy sincero cuando digo (y creo experimentar) que la resurrección de Jesús me importa mucho más que mi propia resurrección. Tengo en esta última una humilde y modesta esperanza que me da paz y gozo, pero no un afán angustioso de que tenga lugar.

Una perspectiva de la muerte como desarparición del yo autoconsciente, que se extinguiría plácidamente, como una gota de agua que cae en el río y desaparece anegada en el agua del río, no me angustia como le angustiaba locamente al bueno y admirable Don Miguel de Unamuno.
Me gusta mucho un pequeño y admirable poema del poeta Manuel Machado:

Morir, dormir ...
-Hijo, para descansar
es necesario dormir,
no pensar,
no sentir,
no soñar,
-Madre, para descansar, 
morir.

La muerte como descanso (sueño profundo sin sueños) no me parece de ningún modo un horror a mí, que he vivido una vida tan larga y con tantas cosas positivas, de las que me acuerdo mucho más que de las cosas desagradables. Estas, desde la altura de mis años, las contemplo bastante difuminadamente y con una tranquila benevolencia. Quizá a esta especie de apacible optimismo contribuya que (por lo menos desde hace muchos años) he afrontado la vida sin tener pretensiones (algo que recomendaba en una de sus últimas cartas el gran cristiano luterano Dietrich Bonhoeffer). 

Por tanto yo (pobre hombre, tan lejano de la espiritualidad seráfica de Francisco de Asís) me siento muy cerca de él en mi modo de contemplar mi próxima muerte. Cuando estaba ya muy cercano a este trance cantó él su salmodia deliciosa en la incipiente lengua italiana: “Laudato si, Missignore, per sora nostra morte corporal, de la_qualle nullu homo vivente po skappare" (Alabado seáis, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar). Nada de tétrico esqueleto con guadaña. Para mí la muerte es una hermana.

Es más, pretender que nuestra vida humana corporal y temporal fuera indefinida (un tiempo sin fin) sería horroroso. Aquí podríamos acudir a la sabiduría del bíblico Qohelet (Eclesiastés): "Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer y tiempo de morir" (3,1-2).

Pero lo que plantea un problema, desde este punto de vista, son los que mueren sin haber tenido una vida mínimamente digna de este nombre. Y aquí es muy importante recordar el modo como en la Biblia surge aquella fe en la resurrección, de la que en vida de Jesús participaron él y sus discípulos.

Durante la mayor parte de los siglos en que se va escribiendo la Biblia (que los cristianos llamamos Antiguo Testamento), los judíos no tuvieron la perspectiva de una vida más allá de la muerte, en que el ser humano podría alcanzar una plenitud nueva y definitiva.

Los judíos compartían con otros pueblos la idea de una “morada de los muertos” donde éstos tenían una existencia fantasmal, que no resolvía ninguno de los problemas que hubieran quedado sin solución en la vida presente.

Pero no tenían ningún afán angustioso de inmortalidad. Para ellos, morir en paz después de una vida buena y colmada de frutos, es decir, de bendiciones de Dios, se concebía como algo natural, deseable y que pertenecía también al don de Dios. Así, en el contexto de una manifestación a Abraham, en que Yahweh (Dios) le revela la elección que ha hecho de é1 y la alianza que establece con él, hablándole de su descendencia que sería numerosa como las estrellas del cielo, le dice: “Tú, en tanto vendrás en paz con tus padres, serás sepultado en buena ancianidad” (Gen 15,15).

No tenían el exacerbado individualismo y la actitud posesiva con que muchas veces el hombre moderno dice “yo no quiero perder mi vida”, considerando a ésta como una posesión, que no se quiere soltar.

E1 israelita tenía un sentido de sus límites individuales y una vivencia profundísima de su dimensión social: familia (descendencia), pueblo. Por eso, después de cumplir su tarea (y muy especialmente para ellos, de haber visto sus hijos y sus nietos), la muerte no era, un problema, sino el término de una función, la culminación de una realización, que para él terminaba en paz, pero continuaba en sus descendientes y en su pueblo.

Yo creo que sería bueno para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, reconquistar esta serenidad, esta modestia, este sentido no solipsista, sino comunitario, ampliando la solidaridad de progenie y de pueblo con la de universalidad humana.

Deberíamos, pues, reconquistar esa serenidad ante la muerte del antiguo Israel.

Pero lo que a los hebreos bíblicos les plantea problema es la muerte prematura e impensada, sobre todo la muerte de los justos a manos de los impíos, de los pequeños a manos de los poderosos opresores, como acción de éstos y fruto de la organización impía e injusta de la sociedad. Esto está expresado con fuerza incontenible en el Qohelet (Eclesiastés), sin ver solución al problema, pero sin renegar de Dios, a pesar de la rotundidad de las apelaciones de Job. Este incluso, en medio de su perplejidad parece vislumbrar en un texto oscuro (19,25), alguna posibilidad más allá de la muerte.

En el seno de este tema inquietante donde, hacia la época del libro de Daniel (entre 167 y 164 antes de JC.), surge la perspectiva (confianza, fe) de la resurrección de los justos, porque Dios lucha por ellos y con ellos, y el triunfo de los impíos no puede ser definitivo. Esta fe aparece expresada con vigor en el segundo libro de los Macabeos (7,9.11.14.23.29.36) y, un siglo más tarde, en el libro de la Sabiduría (1,16-2,20), escrito en un ambiente cultural helénico y con una antropología de cuño platónico (no semítico).

En este fondo de fe en la resurrecci6n, como revancha de Dios en favor de los pobres e inocentes injustamente oprimidos, surge nuestra fe en la resurreci6n de Jesús y en la resurrección de los asesinados por causa de la justicia (Mt. 5,10-12; Lc. 6, 20-22).

Jesús es el prototipo (en mi fe) del pobre y el justo inicuamente atropellado. Por eso mi fe en su resurrección es de máxima firmeza. Y, en segundo lugar, la de los pobres oprimidos que no han tenido nada en esta vida (pienso aquí en la parábola de Lázaro y el rico, y en lo que en ella le dice a éste el padre Abraham: ”Lázaro en vida recibió desgracias y ahora es consolado”, Lc. 16,25). Y también, en tercer lugar, la de aquellos que se identifican vitalmente con los pobres, como dice con frase certera el obispo brasileño (nacido en Cataluña) Pedro Casaldáliga (Cfr. Mt. 25, 31-40).

Lo que yo en cambio no creo es que haya una resurrección o pervivencia para un castigo dolorosísimo y eterno, de que serían víctimas aquellos que hayan sido “condenados’ en el juicio de Dios. Esta idea de la condenación eterna de la que tanto se ha abusado en la tradición cristiana para aterrorizar a los fieles e inducirlos así (con muy escasos resultados) a que no pequen, creo yo que es lo que ha creado entre nosotros el horror visceral a la muerte, y el intento infantiloide de excluirla de nuestro horizonte existencial, siendo así que es el único dato enteramente cierto de nuestro porvenir en este mundo.

Pienso que la creencia en el “infierno eterno” no pertenece a la sustancia de la fe cristiana.

Es verdad que en los evangelios se habla de fuego y castigo eterno (Mt 25,41.46), de abismo de fuego (Mt5,22; 18, 19) y de fuego que no se apaga (Mc 9, 43). Estas expresiones podrían remontarse al mismo Jesús. Responden a un modo de hablar apocalíptico, propio de la época, y su imaginería es simbólica. Significan la ruina y desastre total.

Pero ¿hay alguien que incurra en esa perdición total?
En todo caso, parece que no se puede pensar en que Dios 'castiga' a los impíos (se venga de ellos) con una “acción" vindicativa eterna (¡haciendo un milagro para atormentar!). En esto parecen estar ya de acuerdo todos los teólogos cristianos (frente a los tremendismos de antaño).

Pero algunos, a base de que el ser humano tendría un alma espiritual, inmortal por naturaleza, sugieren que Dios no hace nada, sino que el juego de la naturaleza y libertad del hombre haría que el alma del que muere con una opción radical de rechazo del bien verdadero quedaría cristalizada de manera definitiva en lo que es su mal y su frustración absoluta.

Esta explicación (ya en sí llena de problemas) supone un tipo de antropología metafísica que no tiene nada que ver con la fe, y que resulta cada vez menos sostenible frente a los datos científicos. Yo pienso que no hay una sustancia espiritual en el ser humano, que sea naturalmente inmortal. Esto fue un postulado filosófico, tomado del platonismo. La fe cristiana no espera la inmortalidad del alma, sino la misteriosa resurrección (reconstrucción) del ser humano, por una acci6n inmediata y radicalmente fundante de Dios. Una "nueva creación".

Por eso, bastantes teólogos de los que piensan que hay que admitir el riesgo de perdición final de los llamados a optar por o contra Jesús (por aquello o contra aquello que Jesús representa), para explicar esto, escogen hoy otro camino. La "perdición" no sería permanencia eterna en un estado de frustración radical. La "condenación" consistiría en no tener parte en la resurrección con Jesucristo. No siendo el ser humano naturalmente inmortal (es el supuesto), si ha rechazado uno a Jesús radicalmente (de modo explícito o tácticamente equivalente: los valores del Reino que él proclamó), éste queda entregado a su. temporalidad finita.. Se disuelve, acaba en la muerte. Si en vida hubiera hecho el bien (al prójimo, especialmente a los pobres, necesitados, oprimidos...), su acabamiento en la muerte no sería "frustración", porque su existencia limitada habría estado llena de sentido. Pero Dios, por el Espíritu, le dará la resurrección con Jesucristo. Pero si su vida ha estado vacía de buenas obras, y termina en la nada, su existencia, es un fracaso deplorable (con algo de “absoluto”, irreparable), pero no una permanencia eterna en la contracción dolorosa de sentirse frustrado. Esta explicación teológica (según el excelente teólogo Andrés Tornos) no encuentra dificultades bíblicas insalvables. 

En el Nuevo Testamento, la resurrección con Cristo de los que son suyos se presenta de modo muy distinto a como aparece la resurrección de los impíos, para ser juzgados. La afirmación de la primera respondería a una experiencia fundamental de fe. Los otros textos se mueven mucho más en la tradición del lenguaje de la apocalíptica judía, y se pueden y deben interpretar de manera fluida y oscilante, como corresponde al género literario a que pertenecen.

Un documento tardío del Nuevo Testamento, que llamamos primera carta a Timoteo, contiene esta hermosa exhortación: “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todas las personas humanas. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los seres humanos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad"(l Tim 2,1.3-4).

A mí me parece que no es contrario a mi fe mantener, como los grandes teólogos orientales Orígenes (siglo III) y Gregorio de Nisa (siglo IV), en actitud de humildad y religioso respeto a la magnitud del misterio del Amor divino, la apertura a una esperanza sin medida.

Después de todo lo dicho, reafirmo que mi fe en la resurrección se refiere con máxima firmeza y con íntimo gozo a Jesús. Se refiere también con fuerza a los pobres y marginados injustamente oprimidos. Abarca a los que han tenido una identificación vital y efectiva con la causa de éstos. Por otra parte, no desespero definitivamente de la posibilidad de salvación de nadie.
Pero para mí mismo ¿hasta qué punto espero la resurrecci6n?¿Con qué firmeza la espero?.

Me parece que con sincera firmeza. Desde hace mucho tiempo, empiezo el día pronunciando dos admirables versos de los salmos bíblicos: “¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”( 42,3b).”Yo al despertar me saciaré de tu semblante” ( 17,15b). Pero la esperanza serenamente firme que tengo es humilde y muy ajena a cualquier tipo de exigencia o de afán perentorio. Pienso que Dios ya me ha dado de sobra y yo, en cambio, he sido muy poquita cosa en mi empeño por la causa del Reinado de Dios que Jesús anunció. Aunque me parece que he procurado sinceramente orientar mi vida en ese sentido. Y estoy contento de ello y de haber vivido en el amor y confianza del Dios Padre de quien Jesús nos habló y a quien él de alguna manera me ha hecho sentir tan dulce e íntimamente.

A mí me parece que si mi subjetualidad autoconsciente (mi personeidad humana) desapareciese, como la gota de agua en la corriente del gran río, yo seguiría presente en la mente y en el corazón de Dios. Ya sé que éste es un lenguaje radicalmente analógico, en que apenas capto lo que digo. Pero algo vislumbro, algo “me dice” esto a mí. Y lo siento con un gozo profundo.

Esto me lleva a formularme una última cuestión. 

¿Qué me cabe a mí esperar cuando digo “creo en mi resurrección”? 

Desde luego la resurrección no es que el muerto se levante para seguir viviendo en el espacio y en el tiempo cósmicos. Más bien la entrevemos como salida del espacio-tiempo y entrada en la eternidad (viviente y dinámica) de Dios.

San Pablo mismo se pregunta: “¿cómo resucitan los muertos?, ¿con qué cuerpo salen?”( 1 Cor l5,35). E indica que el cuerpo resucitado es algo completamente distinto del cuerpo cósmico (cuerpo psíquico): es un cuerpo espiritual ( 1Cor15,44). “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios" (1 Cor 15,50). La existencia del resucitado será real en una identidad con la vida de Dios, un modo de ser inimaginable para nosotros. Entonces “Dios será todo en todas” (1 Cor 15,28).

Este "panenteísmo" al que apunta balbucientemente San Pablo, nos orienta a algo completamente distinto de la resurrección por la que ansiaba agónicamente Unamuno, para que siguiera su yo (aunque las vivencias unamunianas son complejas y no se reducen a este aspecto). Más bien nuestra vida de resucitados consistirá en salir yo de "mi yo". A esto apuntan los grandes y más auténticos místicos, como San Juan de la Cruz:

"¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
dejando ya mi casa sosegada."

Yo pienso que el vislumbre cristiano de la resurrección conserva el sujeto personal más de aquello a lo que apuntan las intuiciones místicas orientales (tan dignas de aprecio). Pero también los místicos cristianos apuntan a un retorno a Dios, en que sigue existiendo un sujeto, pero fuera de sí. Jesús nos enseñó que amarás a tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus_fuerzas y amarás al prójimo como a ti mismo son los mayores mandamientos (Mc. 12,29-31). Jesús nos introduce aquí en un misterio.

¿Es posible en esta vida terrena de la persona humana realizar completamente lo que postula este doble precepto?

El filósofo griego Aristóteles, por ejemplo, pensaba que no. Dios (Motor Inmóvil) no puede amar. Tampoco el hombre puede amar a Dios, porque entre ellos hay demasiada distancia y no puede haber amistad. Y respecto al prójimo tampoco cabría amarlo como a sí mismo. Para Aristóteles el fin último del deseo humano es el bien propio de cada uno. Por eso le parece inadmisible que alguien pueda desear de hecho el bien de otra persona por amor a ella misma. El hombre bueno hará muchas cosas por el bien de sus amigos; pero cualquier sacrificio que haga en dinero, en honor y aun en la vida misma, en último término será por su bien propio; lo hará porque prefiere un breve período de placer intenso a un largo tiempo de disfrute modesto; elige ejecutar una acción grande y excelente en vez de muchas pequeñas; en último término lo hace por el bien suyo; pero es laudable porque elige lo que es excelente a costa de todo lo demás. Esto pensaba el filósofo griego. Hay una nobleza en esta concepción, pero el pensamiento (y, sobre todo el “sentimiento") cristiano se mueve en otra órbita.

No sólo los grandes místicos, sino muchos cristianos (especialmente los humildes) viven verdaderamente el "amor filial" a Dios. Y respecto al amor al prójimo, yo estoy convencido de que (entre los cristianos y entre los no cristianos) hay afectos y actos de amor al prójimo (incluso dando la vida) que no se reducen en último término a un egoísmo nobilísimo, sino a una "comunión” amorosa verdaderamente desinteresada.Pero, dicho esto, también me parece que los dos máximos mandamientos propuestos por Jesús son no una "norma" que deba cumplirse. Si no más bien una meta hacia la que queremos caminar incesantemente (y yo creo imposible hacerlo sin el influjo del Espíritu Santo, que no es monopolio de los cristianos). Porque efectivamente un amor de amistad de verdad gratuito es difícil para el ser humano en esta vida mortal. Es más, una especie de deseo desenfrenado de llegar a la perfección del “puro amor” ha podido llevar a cavilaciones insanas. a turbios masoquismos o, por el otro extremo, a pasividades deshumanizantes o engañosas.

Mientras estamos en esta vida, en el amor sincero de amistad (en el inefable referido a Dios y en el "interpersonal" humano, tampoco exento de misterio) hay, precisamente una nostalgia de que quedara abatido el muro del "yo", que todavía lo separa de la total identidad con el "tú" (humano) y con el Tú divino. Cuando San Pablo dice que en la resurrección Dios lo será todo en todo, alude a la caída de ese muro aislante de nuestra "individualidad" ¿Cómo será esto, sin que yo desaparezca? No lo sabemos. No cabe hoy por hoy, como dice San Pablo, ni en nuestra comprensión ni en nuestra imaginación.

Yo deseo llegar a vivir eso, pero es tan misterioso, que mi deseo es humilde y trémulo, no ardiente y ansioso.
Sobre la base de esta esperanza, y a la vez lúcidamente consciente de la magnitud del misterio de la resurrección, no me acerco a la muerte con la tranquilidad banal de quien va a cambiarse de casa, sino con el temor y temblor de quien se enfrenta a un abismo, que presumo luminoso, pero que me resulta impenetrable.

La muerte es para mí como un acantilado cortado a pico sobre el océano. Hay que tirarse con los ojos cerrados. 

¿Qué hay abajo?

¿Está (para mi espiritualidad personal) la nada, que es olvido bien hecho y descanso eterno? Esto pensaba Epicuro, que era un filósofo griego profundamente humano, con una ética ajena al libertinaje, limitada, pero llena de buen sentido.

¿Está el Dios del perdón y del amor misericordioso, en que todo amor humano digno de este nombre se encontrará sublimado? Yo espero que sí con una fe firme, pero a la vez muy humilde y exenta de presunción.

En último termino mí actitud ante la muerte es la de ponerme una vez más a cierra ojos en las manos de Dios. Ojalá pueda mantenerla al final de mi vida con la misma paz que siento en este momento. Espero en Dios.

Quiero terminar estas "confesiones" con dos poemas, uno de Manuel Machado y otro de San Juan de la Cruz. El primero más agnóstico. El segundo profundamente místico.

Los dos me resultan a mí significativos. Pero más el segundo. Para San Juan de la Cruz expresaba una experiencia vivida. Para mí es una expectación humilde, misteriosa y serena, profundamente sentida.

A. Machado:
Ocaso
Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde ... el día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.

Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.

Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mí triste alma lacerada,
para mí yerto corazón herido,
para mi amarga vida fatigada
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar el mar, y no pensar en nada! ...

Juan de la Cruz:

Canciones del alma que se goza de haber llegado a la unión con Dios por el camino de la negación espiritual.

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada. 5

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada. 10

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía. 15

Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía. 20

¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada! 25

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba. 30

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía. 35

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado. 

-José María Díez Alegría.-

 Fuente: Pikasa.-

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