MARIA REINA Y MADRE PARA SIEMPRE... visitanos: http://mariamcontigo.ning.com/ TRAS LOS PASOS DE UN SANTO... http://mariamjuanpbloii.blogspot.com/
Nota aclaratoria
Casi todos los personajes que desfilan por este libro han pasado realmente por este mundo. Algunos de ellos hicieron bastante más o algo menos de lo que aquí se cuenta; es el avispado lector a quien corresponde diferenciar lo auténtico de lo verosímil o probable.
Aunque algunos de ellos no sean muy conocidos, si que corresponden a documentos históricos los textos escritos en bastardilla y mayor margen del corriente (por ejemplo los referidos a Marx joven o las cartas de Leonor Marx (Tussy) a Frederick Demuth).
DEDICATORIA
A todos los que echan en falta algo muy substancial en el llamado humanismo marxista.
INDICE
Primera Parte: AL SERVICIO DE UNA FAMILIA SINGULAR
1.- Lenchen, el Oso, Marta y yo,
2.- Tussy, entrañable amiga,
3.- El doctor Marx, padre de Tussy,
4.- Un picnic en familia,
5.- La Asociación Internacional de los Trabajadores,
6.- Laura Marx y el médico revolucionario,
7.- Mi primer traje nuevo,
8.- La boda de Laura Marx y Pablo Lafargue,
2.- Tussy, entrañable amiga,
3.- El doctor Marx, padre de Tussy,
4.- Un picnic en familia,
5.- La Asociación Internacional de los Trabajadores,
6.- Laura Marx y el médico revolucionario,
7.- Mi primer traje nuevo,
8.- La boda de Laura Marx y Pablo Lafargue,
Segunda Parte: EMPIEZO A SABOREAR MI LIBERTAD
1.- Tréveris, ciudad mágica,
2.- El violinista rebelde,
3.- La lección de un cura católico,
4.- Bonita, devota y esquiva Mary,
5.- El secreto de mi madre,
6.- Mi primer almuerzo con herr Engels,
7.- Tristán, Isolda, Mary y yo,
8.- A la salida de la Fábrica,
9.- Las flores de la estupidez,
2.- El violinista rebelde,
3.- La lección de un cura católico,
4.- Bonita, devota y esquiva Mary,
5.- El secreto de mi madre,
6.- Mi primer almuerzo con herr Engels,
7.- Tristán, Isolda, Mary y yo,
8.- A la salida de la Fábrica,
9.- Las flores de la estupidez,
Tercera Parte: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
1.- El misionario oweniano,
2.- La lección comunista de mi madre,
3.- Aprendices de revolucioario,
4.- Jennychen Marx,
5.- Guerra y revolución en el Continente,
6.- La Commune, Lissagaray y Tussy Marx,
7.- El doctor Marx y los periodistas,
8.- Jennychen Marx y Charles Longuet,
9.- En la atmósfera de una singular familia,
10.- Bakunin y el doctor Marx,
11.- Final de la Internacional,
12.- Mi buen amigo Germán,
13.- La generosidad de mi madre,
Cuarta Parte: AMOR, TEATRO Y POLITICA
1.- Luisa, Tréveris y yo,
2.- El regreso a Londres,
3.- El burgués comunista,
4.- La felicitación del doctor Marx,
5.- Tussy Marx, Lissagaray y el Teatro,
6.- Tiempos de amor y de preguntas,
7.- La Materia y la Especie,
8.- Mis nuevas amistades revolucionarias,
Quinta Parte: FRACASADA BÚSQUEDA DE CLARAS RESPUESTAS
1.- Luz, más luz,
2.- Reiterada visita de la Muerte,
3.- El testamento político del doctor Marx,
4.- El "Derecho a la Pereza", de Pablo Lafargue,
5.- El compulsivo amor de Pablo y Laura,
6.- La "Lucha de las especies" y el Socialismo,
7.- La "Secular Society" londinense,
8.- El nuevo amante de Tussy Marx,
9.- Teatro, amor y socialismo,
10.- Los dineros del "General",
11.- El humanismo de mi mujer frente al socialismo inglés,
12.- En la sombra del Patriarca,
Sexta Parte: REVULSIVA Y ALECCIONADORA ETAPA
1.- La muerte de Lenchen, mi madre,
2.- El agitado y cerrado mundo de Tussy Marx,
3.- Laura, Pablo y el general "Revancha",
4.- Un memorable cumpleaños,
5.- El adios del "General",
6.- La decepción de Tussy Marx, querida hermana,
7.- ¡Pobre amor sin libertad!,
8.- La invitación de una gran amigo ruso,
9.- Gorki, Lenin y la Revolución pendiente,
10.- La Escuela de Capri,
11.- Los "constructores de Dios",
12.- Laura y Pablo, unidos en una estúpida muerte,
13.- Guerra, revolución y .... ¿Paz?,
14.- Puerta abierta hacia la Libertad,
Gris, mi buen amigo, es toda
teoría y verde es el precioso árbol
de la Vida.
Göethe
teoría y verde es el precioso árbol
de la Vida.
Göethe
Primera Parte: AL SERVICIO DE UNA FAMILIA SINGULAR
1
LENCHEN, EL OSO, MARTA Y YO..
Dice mi madre que, aunque luego he ido viendo las cosas de otra forma, nací con la ilusión de destruir o volver al revés todo lo que no me gustara. Claro que siempre, añadía ella, lo supe disimular muy bien salvo lo de mi primera hazaña recién venido al mundo.
Vivía mi madre en un rincón con puerta que había servido de cuarto trastero en el apartamento de dos habitaciones que tenía alquilada la familia Marx en el número 64 de Dean Street. Era un habitáculo pintado de verde y ventilado gracias a un ventanuco que daba a la calle. Mi madre había logrado aprovechar muy bien el espacio: en sus doce metros cabía un gran colchón sobre un baúl y varias cajas de madera, dos sillas, una mesa de cocina, un perchero resguardado del polvo por una funda de tela roja y una desvencijada estantería con libros y carpetas llenas de papeles manuscritos y recortes de periódicos. No menos de cincuenta libros de todos los tamaños, manoseados y amarillentos.
Presumía mi madre de haber leído más de cinco veces algunos de ellos. El más leído era uno de tapas de hule, papel amarillento y renegrido en las esquinas: es mi libro de cabecera, me repetía cada vez que hubo ocasión, siempre con el mismo comentario: no se pueden decir tantas cosas en tan pocas páginas.
En la pared, sobre la cabecera de la cama, en el lugar en el que otros cuelgan una estampa o un Cricifijo había un hueco en el que cabría un niño recién nacido y que servía de guarida a un oso negro que, dice mi madre, era la viva imagen de la ferocidad con su boca roja siempre abierta.
Estuve sin salir de la habitación de mi madre durante mis primeros cuatro meses de vida que debieron estar llenos de malos olores, pesado aire, obscuridad y lloros, todos los lloros de que fui capaz. El final de los cuatro meses fue también el final del oso: en brazos de mi madre tuve, según ella, el primer gesto inteligente puesto que, cuando estuve a la altura de la hornacina que servía de guarida al oso, de un manotazo, hice caer al feo animal que se estrelló contra el suelo.
Dice ella que fue cosa mía, no por que ella se descuidara, pero que fue como una liberación: Lo había traído el doctor Marx de Holanda como regalo para la baronesa; creo que por poco, ésta no le estrelló contra la cabeza de su marido; mi madre intervino para apaciguar la trifulca, quédate con él, dijo a mi madre el doctor Marx y, como en una especie de trono que había de presidir todo lo que ocurriera en su cuartucho, en esa hornacina estuvo hasta mi genial intervención.
Mi madre ríe a rabiar siempre que recuerda el incidente. No sé cómo pudo arreglárselas mi madre en el difícil trance de traerme al mundo; pero ella misma me ha asegurado que el doctor Marx y sus hijas habían ido de Pic-nic y que, en el momento crítico, la baronesa Jenny pretextó un recado urgente y salió de estampida.
Quedamos solos, ella con la angustia de la que no sabe lo que la espera y yo resistiéndome a salir de lo que había sido muy confortable residencia durante nueve meses. Mi madre sufrió y trabajó lo indecible por sacarme de ella y poderme ver la cara. Magnífica mi madre en ése su desamparo ¿no os parece?
Según me cuenta mi madre, la baronesa Jenny volvió a las tres horas del parto, entreabrió la puerta, dijo “veo que te has arreglado sola” y se fue a sus cosas. El doctor Marx, que, volvió del pic-nic con Juennychen y Laura ya entrada la noche, obró como si no se hubiera enterado. Las que sí quisieron conocerme fueron las niñas: a la mañana siguiente, entraron en tropel, me vieron y salieron diciendo “qué mal huele”. Dos horas más tarde fue a visitarla Marta.
Me cuenta mi madre que, entre la baronesa y el doctor Marx, hablaron de llevarme a un asilo de niños huérfanos en el que solamente los niños que se mueren enseguida o unos pocos que son adoptados por su pinta de angelito están de paso. Los demás, entre los cuales pude ser incluido yo, durante años y años, lloran, berrean, trastean, crecen y se amargan. No es buena cosa pasar mucho tiempo en un asilo de niños.
Yo tuve suerte porque mi madre plantó cara al matrimonio Marx y no aceptó eso del asilo; me retuvo con ella los cuatro meses de que he hablado. Eran tiempos en que la economía de la familia Marx (seis personas incluida mi madre y yo) iba de mal en peor y mi madre, además de llevar todas las labores de la casa, trabajaba cinco horas en una fábrica de cerillas por seis peniques que entregaba íntegros a la baronesa. Eran horas en las que yo no hacía más que dormir y berrear por suciedad o por hambre.
Durante las horas que mi madre pasaba en la fábrica de cerillas, la única que se preocupaba de mis berridos era Jennychen, ocho años, que me introducía su dedo índice en la boca o me zarandeaba con suavidad hasta hacerme callar; pero no me limpiaba, que eso era lo primero que hacía mi madre nada más venir de ganar sus seis peniques.
Marta, compañera de mi madre en la fábrica, acababa de perder un hijo y se pasaba todo el tiempo gimoteando por los rincones. Supo de mi vida y de todo lo demás. Vino a visitarme y se empeñó en rivalizar con mi madre en darme el pecho y cuidarme.
Es Marta quien me lo ha contado: Era ya entrado junio cuando propuso a mi madre el llevarme con ella. –No, respondió mi madre: es mi hijo y seguirá siendo mi hijo siempre; claro que a la empingorotada baronesa le molestan los olores y ruidos de mi pequeño. Pues que se aguante; muchas más cosas la he aguantado
y la sigo aguantando yo a ella.
-Escucha, Lenchen (a Elena Demuth, mi madre, la llaman todos Lenchen por eso de ser alemana), tú no tienes por que renunciar a tu bebé. Tendrá dos madres y estará muy bien cuidado. Sabes que vivo con mi suegra; ella le atenderá mientras trabajamos en la fábrica. Después le cuidaré yo; tú también podrás hacerlo siempre que le robes tiempo a esa dichosa fami-lia. Será hijo nuestro a partes iguales... Bueno, un poco más tuyo, lo admito. Y también de Roberto, mi marido, que lleva muy mal nuestra desgracia.
Hablaron con su jefe y éste habilitó para mí, en la misma fábrica, un rincón al que no llegaba polvo ni aserrín. Mi último acto en aquella habitación fue lo del manotazo al oso, cosa de que, en absoluto, me arrepiento.
Marta me llevó a vivir con ella en una casa limpia, blanca por dentro y con mucha luz, muy distinta de aquella horrible habitación que tantos recuerdos le traía a mi madre.
Yo me crié hermosote y sano: es como si hubiera tenido dos madres. Mamá Lenchen y mamá Marta salían juntas de la fábrica conmigo en el medio, dentro de una canasta. Yo había sido registrado como Enrique (¿fue en recuerdo del poeta Enrique Heine a quien mi madre consideraba el más brillante de los poetas
alemanes y que, por ser amigo del doctor Marx, visitaba Dean Street con frecuencia?) y Enrique Demuth me llamé hasta que Herr Engels, para que la gente no sospechase inconveniencias (así me lo explicó papá Roberto), propuso a mi madre lo completara con su propio nombre, el de Federico. Estuviera o no de acuerdo mi madre, lo cierto es que todos dejaron de llamarme Enrique, mi madre también se dejó llevar y, para ella y todos los demás, yo soy Freddy desde entonces. Y Freddý me llamó herr Engels, cuando, años más tarde, llegué a conocerle Marta y Roberto Lewis eran generosos y entrañables. Siempre he estado orgulloso de haber pertenecido a esa familia. Roberto era zapatero remendón, Marta costurera y obrera en la fábrica de cerillas. También recuerdo a la abuela Margarita sin dientes y el pelo muy ralo y muy blanco.
La abuela Margarita pasaba horas y horas conmigo; me daba la papilla, me hacía dormir y me limpiaba. Apenas cumplí los tres años, me enseñó las primeras letras. Murió sentada en una silla, sin decir nada. Yo tenía entonces cinco años y, cuando noté que se la habían llevado de casa, me escapé para ir a buscarla. El bobby del barrio me trajo a casa tirando de una oreja.
Pasaron cinco años más hasta que Roberto me presentó al intendente de Hard Steel y empecé a trabajar como aprendiz en la sección de moldes.
Yo tuve suerte porque mi madre plantó cara al matrimonio Marx y no aceptó eso del asilo; me retuvo con ella los cuatro meses de que he hablado. Eran tiempos en que la economía de la familia Marx (seis personas incluida mi madre y yo) iba de mal en peor y mi madre, además de llevar todas las labores de la casa, trabajaba cinco horas en una fábrica de cerillas por seis peniques que entregaba íntegros a la baronesa. Eran horas en las que yo no hacía más que dormir y berrear por suciedad o por hambre.
Durante las horas que mi madre pasaba en la fábrica de cerillas, la única que se preocupaba de mis berridos era Jennychen, ocho años, que me introducía su dedo índice en la boca o me zarandeaba con suavidad hasta hacerme callar; pero no me limpiaba, que eso era lo primero que hacía mi madre nada más venir de ganar sus seis peniques.
Marta, compañera de mi madre en la fábrica, acababa de perder un hijo y se pasaba todo el tiempo gimoteando por los rincones. Supo de mi vida y de todo lo demás. Vino a visitarme y se empeñó en rivalizar con mi madre en darme el pecho y cuidarme.
Es Marta quien me lo ha contado: Era ya entrado junio cuando propuso a mi madre el llevarme con ella. –No, respondió mi madre: es mi hijo y seguirá siendo mi hijo siempre; claro que a la empingorotada baronesa le molestan los olores y ruidos de mi pequeño. Pues que se aguante; muchas más cosas la he aguantado
y la sigo aguantando yo a ella.
-Escucha, Lenchen (a Elena Demuth, mi madre, la llaman todos Lenchen por eso de ser alemana), tú no tienes por que renunciar a tu bebé. Tendrá dos madres y estará muy bien cuidado. Sabes que vivo con mi suegra; ella le atenderá mientras trabajamos en la fábrica. Después le cuidaré yo; tú también podrás hacerlo siempre que le robes tiempo a esa dichosa fami-lia. Será hijo nuestro a partes iguales... Bueno, un poco más tuyo, lo admito. Y también de Roberto, mi marido, que lleva muy mal nuestra desgracia.
Hablaron con su jefe y éste habilitó para mí, en la misma fábrica, un rincón al que no llegaba polvo ni aserrín. Mi último acto en aquella habitación fue lo del manotazo al oso, cosa de que, en absoluto, me arrepiento.
Marta me llevó a vivir con ella en una casa limpia, blanca por dentro y con mucha luz, muy distinta de aquella horrible habitación que tantos recuerdos le traía a mi madre.
Yo me crié hermosote y sano: es como si hubiera tenido dos madres. Mamá Lenchen y mamá Marta salían juntas de la fábrica conmigo en el medio, dentro de una canasta. Yo había sido registrado como Enrique (¿fue en recuerdo del poeta Enrique Heine a quien mi madre consideraba el más brillante de los poetas
alemanes y que, por ser amigo del doctor Marx, visitaba Dean Street con frecuencia?) y Enrique Demuth me llamé hasta que Herr Engels, para que la gente no sospechase inconveniencias (así me lo explicó papá Roberto), propuso a mi madre lo completara con su propio nombre, el de Federico. Estuviera o no de acuerdo mi madre, lo cierto es que todos dejaron de llamarme Enrique, mi madre también se dejó llevar y, para ella y todos los demás, yo soy Freddy desde entonces. Y Freddý me llamó herr Engels, cuando, años más tarde, llegué a conocerle Marta y Roberto Lewis eran generosos y entrañables. Siempre he estado orgulloso de haber pertenecido a esa familia. Roberto era zapatero remendón, Marta costurera y obrera en la fábrica de cerillas. También recuerdo a la abuela Margarita sin dientes y el pelo muy ralo y muy blanco.
La abuela Margarita pasaba horas y horas conmigo; me daba la papilla, me hacía dormir y me limpiaba. Apenas cumplí los tres años, me enseñó las primeras letras. Murió sentada en una silla, sin decir nada. Yo tenía entonces cinco años y, cuando noté que se la habían llevado de casa, me escapé para ir a buscarla. El bobby del barrio me trajo a casa tirando de una oreja.
Pasaron cinco años más hasta que Roberto me presentó al intendente de Hard Steel y empecé a trabajar como aprendiz en la sección de moldes.
Desde antes de que yo diera los primeros pasos, mamá Lenchen me sacaba a pasear los domingos. Aveces, me llevaba hasta la casa en que ella servía sin dejarme a penas ver aquella horrible habitación en que descansaba, leía y seguro que soñaba con las cosas que yo podría hacer. Y conocí, uno a uno, a todos de la familia: al doctor Marx, a sus hijas y a la baronesa Jenny, que nunca me dirigió un simple hola. También conocí al más íntimo de los amigos del doctor Marx, al que llaman el General y que no es otro que mi tocayo, herr. Federico Engels.
El recuerdo más vivo de toda esa familia corresponde a Leonor, la menor de las tres hijas del doctor Marx. Tussy, todos la llamamos así, es cinco años más joven que yo. Fue una preciosidad de niña convertida a sus diecisiete años en espléndida mujer. Tenía infinitos admiradores pero ella, durante no menos de veinte años, se dejaba engatusar por extrañas experiencias hasta caer en las redes del horrible Aveling.
Cuando Tussy era muy pequeña, mi madre venía a buscarme y luego, los tres, nos íbamos a pasear por el parque. Es mucho el tiempo e infinitos los juegos infantiles que hemos compartido. Ya mayores, seguíamos siendo incondicionales amigos hasta que ocurrió algo de lo que hablaré más tarde.
Durante unos muy difíciles años, Tussy, espontánea y sin prejuicios a la par que muy cultivada y bonita, ha vivido su personal tragedia entre el lejos y el cerca de Eduardo Aveling, un feo petimetre, cazador de coristas, que la enamoró con su desparpajo y descuidada forma de vestir, la mantuvo ilusionada con arrebatos y ficciones para luego martirizarla con humillaciones, mentiras e infidelidades. Yo he sido su confidente y
amigo incondicional. Releo su última carta con fecha 1 de marzo de 1898:
Mi queridísimo Freddy,
Te ruego no me consideres perezosa porque llevo tanto tiempo sin escribirte. No puedo expresarte cuánto me alegra que no me juzgues con severidad, porque te considero uno de los mejores hombres que he conocido. Estoy pasando muy malos momentos y me quedan pocas esperanzas de que cambien las cosas. Estoy dispuesta a irme y con gusto lo haría si Eduardo no me necesitara.. Lo único que me consuela son las pruebas de afecto que me llegan de todas partes. La gente es muy buena conmigo, ignoro porqué.
Querido Freddy, cuánto me gustaría hablar contigo. Pero sé que en estos días no puede ser.
Siempre tuya, Tussy.
Tussy y yo hemos sido incondicionales amigos. Ya os contaré cómo se desarrolló todo.
2
TUSSY, ENTRAÑABLE AMIGA
El recuerdo más vivo de toda esa familia corresponde a Leonor, la menor de las tres hijas del doctor Marx. Tussy, todos la llamamos así, es cinco años más joven que yo. Fue una preciosidad de niña convertida a sus diecisiete años en espléndida mujer. Tenía infinitos admiradores pero ella, durante no menos de veinte años, se dejaba engatusar por extrañas experiencias hasta caer en las redes del horrible Aveling.
Cuando Tussy era muy pequeña, mi madre venía a buscarme y luego, los tres, nos íbamos a pasear por el parque. Es mucho el tiempo e infinitos los juegos infantiles que hemos compartido. Ya mayores, seguíamos siendo incondicionales amigos hasta que ocurrió algo de lo que hablaré más tarde.
Durante unos muy difíciles años, Tussy, espontánea y sin prejuicios a la par que muy cultivada y bonita, ha vivido su personal tragedia entre el lejos y el cerca de Eduardo Aveling, un feo petimetre, cazador de coristas, que la enamoró con su desparpajo y descuidada forma de vestir, la mantuvo ilusionada con arrebatos y ficciones para luego martirizarla con humillaciones, mentiras e infidelidades. Yo he sido su confidente y
amigo incondicional. Releo su última carta con fecha 1 de marzo de 1898:
Mi queridísimo Freddy,
Te ruego no me consideres perezosa porque llevo tanto tiempo sin escribirte. No puedo expresarte cuánto me alegra que no me juzgues con severidad, porque te considero uno de los mejores hombres que he conocido. Estoy pasando muy malos momentos y me quedan pocas esperanzas de que cambien las cosas. Estoy dispuesta a irme y con gusto lo haría si Eduardo no me necesitara.. Lo único que me consuela son las pruebas de afecto que me llegan de todas partes. La gente es muy buena conmigo, ignoro porqué.
Querido Freddy, cuánto me gustaría hablar contigo. Pero sé que en estos días no puede ser.
Siempre tuya, Tussy.
Tussy y yo hemos sido incondicionales amigos. Ya os contaré cómo se desarrolló todo.
3
EL DOCTOR MARX, PADRE DE TUSSY
EL DOCTOR MARX, PADRE DE TUSSY
–De todos los que se llaman socialistas, el doctor Marx es el único que, sin ser obrero, más habla y escribe sobre la clase trabajadora. Es un lobo solitario que por su familia hace lo que sea menos trabajar de forma regular. Es sensible como un niño y también déspota y gruñón como el oso que tú rompiste... Son juicios que, más de una vez, he oído a mi madre.
El doctor Marx ha muerto hace ya más de quince años y todo el mundo sigue hablando de él y de su libro principal, el Capital, que muy pocos han leído. Por no disgustar ami madre que vivía obsesionada por eso de los proletarios que no tienen otra cosa que perder que sus cadenas, del poder determinante de los medios y modos de producción, de las plus-valías y demás, yo soy uno de los pocos que han leído ese libro. Me lo había regalado herr Engels en una comida de la que os hablaré más adelante. Y ¿qué queréis que os diga? El libro, más que un tratado de economía, me pareció entonces y sigue pareciéndome ahora un alegato romántico o, si queréis, un relato dramático capaz de eclipsar a Los Miserables de Victor Hugo, puedo hablaros del doctor Marx de sus tiempos difíciles, con mucha miseria en la familia y, también, de cuando vivió en tres lujosas casas, una detrás de otra, y comunistas de todos los países venían a visitarle para copiarce por be sus consignas de cambiar el mundo y él, según expresión de la baronesa Jenny, su mujer, había encontrado su propio sitio en el paraíso de los filisteos.
El caso es que, primero a través de mi madre y después a través de la adorable, inteligente y algo atolondrada Tussy, Herr Karl Marx ha sembrado en mí muchas dudas y, de alguna forma, ha marcado mi vida.
Es la vida de un ingeniero metalúrgico que, en estos días, está obligado a guardar reposo por tener una pierna entablillada: quise coger en volandas a un aprendiz que caía de un andamio y ambos rodamos por el suelo hasta que mi pierna tropezó con un amasijo de hierros. Es la razón por la que ahora tengo tiempo para hilvanar viejos recuerdos.
4
UN PICNIC EN FAMILIA
UN PICNIC EN FAMILIA
La excepción venía siempre de las intervenciones del doctor Marx y de su incondicional amigo y colaborador, mi tocayo herr Engels. Pero éstos, más aun que los otros, ignoraban olímpicamente cualquier cosa que yo pudiera decir. Desde la distancia, me gusta recordar algunos incidentes y hablar de ciertos encuentros con los más destacados de los revolucionarios de entonces y de ahora. Les he visto generosos, pero, también, zánganos, aprovechados y traidores. Lo que no sé es si todos ellos eran sinceros.
Confieso que me persigue la sombra del doctor Marx y, cuando no tengo otra cosa que hacer, me siento obligado a repasar mis recuerdos, entre los que, sobre todos ellos, destaca el ceño fruncido del propio doctor Marx, la tozudez de mi madre sobre eso de la revolución proletaria y la amistad con la atormentada y entrañable Tussy.
Ya he dicho que Tussy tiene cinco años menos que yo. Fue la única de la familia Marx que, en vida de Herr Karl (mi madre le llama así o Doctor Marx), me regaló su amistad. Los otros, en todas las ocasiones, han procurado dejar muy claro que yo no era más que el hijo de su ama de llaves: Un hola, muchacho, es lo más cordial que recuerdo haberle arrancado al imponente teórico del comunismo. De su esposa, la baronesa Jenny, ni una sola palabra. Jenny y Laura, las dos hijas mayores, siempre han procurado mantenerse por encima de mi nivel aunque, en algunas ocasiones, se han mostrado conmigo cordiales y confiadas.
Claro que esa cordialidad era mucho más evidente en los años de mucha miseria para ellos y mucho trabajo para mi madre, años en los que yo estaba aprendiendo las primeras letras y ellas se veían obligadas a llevar el mismo vestido durante toda una temporada.
Hoy recuerdo un día de pic-nic, en familia. Ya para ellos eran tiempos de vida cómoda, en la tierra de los filisteos, como decía la baronesa Jenny. Mi madre necesitaba de alguien que cargase con las provisiones y ése fui yo. Iba yo con la ilusión de intercambiar ideas con el doctor Marx, del que tanto y tanto hablaba mi madre y que pude ver en directo en un meeting que, según mi madre, sería el principio de la gran revolución proletaria: me refiero, claro está, al famoso acto inaugural de la que se llamó entonces Asociación Internacional de los Trabajadores. Pero, entonces, el doctor Marx no se acercó a mí ni siquiera para saludarme. La baronesa Jenny tampoco pareció darse cuenta de mi presencia.
Jenny y Laura sí que me saludaron: con un guiño la mayor y Laura con un muy cortés hola, Frederik. El día del Pic-nic, durante todo el trayecto, desde casa de los Marx hasta el parque, había cargado yo con la enorme cesta de mimbre que contenía la merienda de toda la familia. Ellos se acomodaron en uno de los muchos castilletes de troncos y enredaderas con mesa y bancos de madera al uso exclusivo de los burgueses; mi madre les dispuso la merienda con mantel y cubiertos al completo sin que ninguno de ellos hiciera ademán de ayudar. Yo seguía la escena a unos veinte metros sentado a la sombra de un árbol.
Hasta donde yo estaba vino la más pequeña de las hermanas, mi amiga Tussy, nueve preciosos años. Hola, Freddy, tenía ganas de verte; con Nimmy hablo mucho de ti. Tussy y sus dos hermanas llaman Nimmy a mi madre; para herr Engels mi madre es Nimmchen; para la familia en la que servía, incluidos la baronesa Jenny y el doctor Marx, es Lenchen, frau Helen para todos los demás porque mi madre fue una señora que se supo hacer respetar
Tussy era una preciosidad de cría, toda energía y alegría de vivir. Me citó, una por una, a todas las amiguitas del Liceo, y habló, habló, de los libros que escribía su padre y que ella se estaba aprendiendo de memoria, de unos cuantos malos que le odiaban a ella y a toda la familia, de que su mamá iba a contratar a una irlandesa con bigote para asistirla como doncella particular cuando lo que ella quería es no separarse de su adorada y gruñona Nimmy... Me habló también de que, muy pronto, iba a sentirse muy aburrida... ¿sabes? Oí a mamá que decía al Moro: ahora sí podremos dejar esta casucha e irnos a vivir a un palacio.
-¿El Moro? ¿Quién es el Moro? -Tonto, ¿quién va a ser? Old Nick o el gruñón Daddy, papá y nadie más que papá ¿es que no te parece un moro con esa barba tan revuelta y esos ojos que parece que te van a devorar viva? A lo que iba: yo no quiero vivir en un palacio, que es la cosa más estúpida y aburrida del mundo.
Yo quiero revolucionar a todas las mujeres para que no sueñen con vivir en un palacio como muñecas de porcelana. Tussy correteaba por el campo con idas y venidas desde el cenador campestre que ocupaba su familia hasta el sombrajo en que descansábamos mi madre y yo.
Entre ida y venida de la pequeña, mi madre se esforzaba en lo que ella llamaba ilustrarme: Como sabes, me decía, el mundo se divide en ricos y pobres; pero ni los unos ni los otros son culpables de ser como son. Es la gran mentira de la historia eso de amarse los unos a los otros y tiene razón el doctor Marx cuando dice que la Religión es el opio del pueblo. Es el sistema de producción el que obliga a los ricos, los burgueses, que dice siempre el doctor Marx, a hacerse los dueños absolutos del valor del trabajo de los pobres o proletarios. Yo soy una proletaria, tú eres un proletario... Si quieres dejar de ser proletario lo único que tienes que hacer es sumergirte en la corriente revolucionaria que empezará lo más seguro aquí en Inglaterra. Yo procuraré que el doctor Marx te dé un puesto de mucha responsabilidad y ya verás cómo el mundo cambia: no tiene más remedio que cambiar.
Confieso que me aburría el rutinario discurso de mi madre y no veía muy claro lo que yo podía pintar como satélite del barbudo señor que, ni siquiera, se dignaba mirarme; tampoco me convencía eso de que el amor no es una fuerza progresista: algún día, pensé yo, encontraré a la mujer ideal y verá el mundo de lo que soy capaz.
-Ya me has dicho eso muchas veces, respondí entonces a mi madre; pero hay muchos obreros que no piensan lo mismo; por no hablar de Roberto que no está en nada de acuerdo con eso de la revolución caiga quien caiga.
Y no dije más porque Tussy correteó de nuevo hasta nosotros: ¿Sabes, Freddy? Voy a ser actriz y tendré el novio más guapo del mundo. Pero tú no, tú eres mi amigo y, además, no me gusta tu pelo.
Me reí con ganas y mi madre también. Un grito del doctor Marx seguido del refunfuño de la baronesa Jenny nos volvió a la realidad.
-Vamos hasta allá, pequeña Tussy. Mi madre se levantó con gesto agrio que enseguida suavizó ante la mirada de la baronesa. Tomó de la mano a la pequeña y la llevó hasta el lado de sus padres. Luego recogió manteles y cubiertos sin que ninguno dela familia hiciese ademán de la menor ayuda.
Pero sí que oí cómo mi madre refunfuñaba dirigiéndose al doctor Marx: es hora de volver a casa; tiene usted mil trabajos atrasados.
–Cierto, Lenchen, cierto; haces muy bien en recordármelo, respondió el doctor Marx en un tono que me pareció más sumiso que irónico o molesto.
–Sí, claro, Moro fiero: de esos trabajos, ahora que ya eres célebre
en todo el mundo, depende el porvenir de nuestras hijas, terció la baronesa.
–Claro, claro... ¿sabes, baronesa? Con lo años te vas pareciendo a mi madre: ya sabes lo que me viene diciendo desde que estudio economía política: más te valiera hacer capital que escribir tanto sobre él.
-Su señora madre todavía no ha entendido lo que el mundo espera de usted, doctor Marx, dijo mi madre, que no reparó lo más mínimo en el fruncido ceño de la baronesa.
-Déjate de divagaciones y recógelo todo para volver casa, gruñona de los demonios
Confieso que me sorprendió tanto el aire socarrón del doctor Marx como el tono tranquilo y severo de la intervención de mi madre, quién no pareció darse cuenta de la mueca de desaprobación de la baronesa.
-¿Qué está escribiendo ahora el doctor Marx? Pregunté luego a mi madre.
-El libro más importante que se haya escrito jamás sobre el verdadero meollo de la Historia. Ya le falta muy poco para terminarlo.
Tú serás uno de los primeros en leerlo.
Ya en casa, comenté la escena con Roberto. Hablo mucho con él, casi siempre con Marta por delante. Sé que me quiere como a un hijo y yo veo en él al mejor de los amigos.
–Mira, chico, sentenció luego de escucharme pacientemente: Muy pocas veces he tropezado con Herr Marx; pero te puedo asegurar que a mí no me parece tan sabio como dice tu madre.
Creo que se aferra a tres o cuatro ideas, las mismas que barajan todo los revolucionarios, y luego selecciona de aquí y de allá frases de unos y de otros, mete por el medio alguna indemostrable teoría de propia cosecha, aliña todo con el lenguaje que se aprende en las academias y ya tienes ahí lo que la gente espera oir.
Creo que dice que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, algo así como un continuo enfrentamiento entre odios y más odios. No niego que eso puede parecer a simple vista; pero si profundizas un poco, verás que lo verdaderamente positivo de la historia nace deuna providencial ola de generosidad o de un utilísimo invento... algo que no tiene nada que ver ni con los odios ni con las clases, de las cuales una sería la buena y otra la mala.
No creo que la historia sea tan simple como él dice y que no haya malos y buenos en todas las clases sociales; mezclados, eso sí, pero con responsabilidad personal cada uno de ello.
Cuando Herr. Marx se refiere a lo de las clases sociales y no ve más que dos ¿qué quieres que te diga? Son muchas las clases en las que se divide la sociedad: la de los que viven de las viejas glorias, la de los muy ricos que han heredado lo que disfrutan, no mueven un dedo por nadie, se creen con todos los derechos y miran a todo el mundo por encima del hombro, la corte de los zalameros que les envidian y cortejan, la de los emprendedores que utilizan su saber hacer y el dinero como herramienta, la de los que trabajan y creen que de su trabajo depende el propio porvenir y el de los suyos, la de los que trabajan en la más absoluta desesperación por que no aciertan a encontrar vías de liberación personal; la de los que aman, la de los que odian, la de los que ni aman, ni odian...
Si quieres simplificar, a poco que discurras, verás, por lo menos tres:¿Qué quieres que te diga? Cuando son tantas las clases de personas en que se divide la sociedad no acabo de entender esa radical división en dos clases de que habla ese señor. Yo diría que, al menos, entre los de arriba y los de abajo cabe una tercera clase: entre muchos ricos, gente inútil y siempre ávida de acumular y no pocos pobres que, pendientes de las soflamas de tanto charlatán, derrochan energías maldiciendo esto y aquello o, lo que es peor, se dejan arrastrar hacia la violencia y la envidia, cabe una tercera clase de personas que entienden cuál es el verdadero papel que les toca desempeñar: es la de los trabajadores por que sí. Son ricos o pobres con la principal preocupación de justificar sus vidas. Proporcionan la salud de los estados, mantienen el buen orden social mirando siempre hacia delante y trabajando en el día a día por mejorar la parcela en que se desenvuelve su vida. En ésos es en los que yo creo y a esa clase me gusta pertenecer.
-¿Quieres decir que, entre los ricos, hay también gente generosa?
-Puede que sí ¿por qué no? Y también los hay que tienen alma de esclavo, aunque presuman de poder hacer lo que quieren.
-Para esclavos, esclavos... los que sufren sin rechistar. Y yo no quiero ser de ésos.
-No está mal el rebelarse contra la injusticia..., me respondió papá Roberto. El problema está en la dificultad de acertar en el cuándo, en el cómo y con quién.
No con el doctor Marx, pensé para mis adentros. No soporto el que me ignore.
Roberto siguió hablando; a Roberto le gusta mucho hablar y no dice cosas que no se comprendan a la primera; Marta, en cambio, habla poco: escucha y sonríe. Roberto sabe mucho porque reflexiona sobre todo lo que lee y lee mucho en su pequeño cuarto de zapatero remendón. Yo no sé qué pensar ante muchas de las cosas de que habla Roberto. Creo que Marta, mamá Marta, sí que sabe lo que pensar.
Fue la conversación con Roberto lo que me ayudó a dormir bien la noche de ese ajetreado domingo.
-¿Qué está escribiendo ahora el doctor Marx? Pregunté luego a mi madre.
-El libro más importante que se haya escrito jamás sobre el verdadero meollo de la Historia. Ya le falta muy poco para terminarlo.
Tú serás uno de los primeros en leerlo.
Ya en casa, comenté la escena con Roberto. Hablo mucho con él, casi siempre con Marta por delante. Sé que me quiere como a un hijo y yo veo en él al mejor de los amigos.
–Mira, chico, sentenció luego de escucharme pacientemente: Muy pocas veces he tropezado con Herr Marx; pero te puedo asegurar que a mí no me parece tan sabio como dice tu madre.
Creo que se aferra a tres o cuatro ideas, las mismas que barajan todo los revolucionarios, y luego selecciona de aquí y de allá frases de unos y de otros, mete por el medio alguna indemostrable teoría de propia cosecha, aliña todo con el lenguaje que se aprende en las academias y ya tienes ahí lo que la gente espera oir.
Creo que dice que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, algo así como un continuo enfrentamiento entre odios y más odios. No niego que eso puede parecer a simple vista; pero si profundizas un poco, verás que lo verdaderamente positivo de la historia nace deuna providencial ola de generosidad o de un utilísimo invento... algo que no tiene nada que ver ni con los odios ni con las clases, de las cuales una sería la buena y otra la mala.
No creo que la historia sea tan simple como él dice y que no haya malos y buenos en todas las clases sociales; mezclados, eso sí, pero con responsabilidad personal cada uno de ello.
Cuando Herr. Marx se refiere a lo de las clases sociales y no ve más que dos ¿qué quieres que te diga? Son muchas las clases en las que se divide la sociedad: la de los que viven de las viejas glorias, la de los muy ricos que han heredado lo que disfrutan, no mueven un dedo por nadie, se creen con todos los derechos y miran a todo el mundo por encima del hombro, la corte de los zalameros que les envidian y cortejan, la de los emprendedores que utilizan su saber hacer y el dinero como herramienta, la de los que trabajan y creen que de su trabajo depende el propio porvenir y el de los suyos, la de los que trabajan en la más absoluta desesperación por que no aciertan a encontrar vías de liberación personal; la de los que aman, la de los que odian, la de los que ni aman, ni odian...
Si quieres simplificar, a poco que discurras, verás, por lo menos tres:¿Qué quieres que te diga? Cuando son tantas las clases de personas en que se divide la sociedad no acabo de entender esa radical división en dos clases de que habla ese señor. Yo diría que, al menos, entre los de arriba y los de abajo cabe una tercera clase: entre muchos ricos, gente inútil y siempre ávida de acumular y no pocos pobres que, pendientes de las soflamas de tanto charlatán, derrochan energías maldiciendo esto y aquello o, lo que es peor, se dejan arrastrar hacia la violencia y la envidia, cabe una tercera clase de personas que entienden cuál es el verdadero papel que les toca desempeñar: es la de los trabajadores por que sí. Son ricos o pobres con la principal preocupación de justificar sus vidas. Proporcionan la salud de los estados, mantienen el buen orden social mirando siempre hacia delante y trabajando en el día a día por mejorar la parcela en que se desenvuelve su vida. En ésos es en los que yo creo y a esa clase me gusta pertenecer.
-¿Quieres decir que, entre los ricos, hay también gente generosa?
-Puede que sí ¿por qué no? Y también los hay que tienen alma de esclavo, aunque presuman de poder hacer lo que quieren.
-Para esclavos, esclavos... los que sufren sin rechistar. Y yo no quiero ser de ésos.
-No está mal el rebelarse contra la injusticia..., me respondió papá Roberto. El problema está en la dificultad de acertar en el cuándo, en el cómo y con quién.
No con el doctor Marx, pensé para mis adentros. No soporto el que me ignore.
Roberto siguió hablando; a Roberto le gusta mucho hablar y no dice cosas que no se comprendan a la primera; Marta, en cambio, habla poco: escucha y sonríe. Roberto sabe mucho porque reflexiona sobre todo lo que lee y lee mucho en su pequeño cuarto de zapatero remendón. Yo no sé qué pensar ante muchas de las cosas de que habla Roberto. Creo que Marta, mamá Marta, sí que sabe lo que pensar.
Fue la conversación con Roberto lo que me ayudó a dormir bien la noche de ese ajetreado domingo.
5
LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS
TRABAJADORES
Sé que han ocurrido cosas mucho más importantes en el mundo; pero a mí, obrero metalúrgico en aquel tiempo, hoy ingeniero industrial, testigo directo de todo lo que se trabaja y se sufre en las fábricas, de lo mucho que a unos sobra y a otros falta... hijo de una madre soltera que es sirvienta de un famoso personaje al que algunos llaman el doctor terrorista, lo que más me interesaba entonces y sigue interesándome todavía hoy es lo de los odios entre unos y otros de los de arriba, unos y otros de los de abajo, entre los de arriba y los de abajo..., que decía papá Roberto, para quien lo de la lucha de clases, tal como lo explica el doctor Marx por boca de mi madre, es una burda simplificación.
–Que cada uno siga a su propia conciencia y cambiarán muchas cosas.
Recuerdo ahora lo ocurrido en el otoño de 1864, dos años más tarde de la Gran Exposición de la Industria Moderna. Ya llevaba yo cuatro años trabajando en la Hard Steel como limpiador de moldes. Era domingo y yo estaba ya preparado para el paseo prometido por mi madre: traje recién planchado, camisa limpia y la gorra que me había regalado Roberto, mi padre adoptivo. De Marta, su esposa, yo diría que tiene celos de mi madre. Me da un beso y mira a mi madre como diciéndola: él también me quiere.
Mi madre, ya os lo he dicho, es Elena Demuth, el ama de llaves del doctor Marx.
-Date prisa, Freddy, que llegamos tarde. Cogidos del brazo, atravesamos el parque que lleva hasta Saint Martin’s Hall. Tenía yo trece años y ya me gustaba detenerme a admirar a las chicas, todas muy bonitas, todas muy estiradas.
Me dolía el que no reparasen en mí y recuerdo que refunfuñaba con la boca cerrada: lamentaréis esto cuando yo sea ingeniero. En el trabajo son muy pocos los que, a mi edad, han llegado al puesto que ya tengo: preparador de moldes para la fundición.
-Hoy vas a poder hablar con él, me dice mi madre.
-¿Con quién?, le pregunto,
-Con el doctor Marx, naturalmente. Habrás de saber que los amigos de los obreros de toda Europa le han invitado a una importantísima reunión en la que se hablará de la independencia de Polonia y de muchas más cosas. Falta hace que se reúnan y lleguen a algún acuerdo para la revolución que se avecina.
Odio a los burgueses, Freddy, les odio no veas cómo.
-Madre, pregunté con aires de intelectual, ¿tú crees que existirían
las fábricas si no las hubiesen levantado los burgueses?
-Claro que sí ¿acaso no pueden levantar una fábrica unos pocos obreros unidos en cooperativa? Ahora los burgueses levantan fábricas para hacerse más ricos a costa de lo que no pagan a los obreros; pero llegará un día en que los obreros seréis libres y las fábricas seguirán existiendo aunque hayan desaparecido los burgueses.
-¿Cómo?
-Con la revolución, claro está,
Ni siquiera entonces yo creía en la revolución, pero no repliqué a mi madre. Era recia de carnes, muy enérgica y capaz de soltarme un bofetón.
No hablamos más hasta llegar a la sala de conferencias.
Allí estaban Jennychen y Laura, las dos hijas mayores del doctor Marx, ambas con vestidos nuevos de seda, muy bien arregladas, perfumadas y muy hermosas, veinte y dieciocho años. Jennychen mucho más abierta, dicharachera y alegre; Laura taciturna y retraída, como si quisiera guardar distancias.
Jennychen me besó, Laura solamente me extendió la mano. Me senté entre mi madre y Jennychen.
-Mira a mis padres, Freddy. Fíjate, mi madre, con su vestido de cien libras, ya parece lo que es, la baronesa von Westphalen, descendiente de los ilustrísimos duques de Argill. Y del Moro, ¿qué me dices del Moro? Papá está impresionante con su levita azul recién estrenada y hecha a la medida por uno de los mejores sastres de Londres. Ves que ahora lleva monóculo y parece todo un lord. La de cosas buenas que nos han ocurrido estos dos últimos años: parecía que todo se iba a venir abajo cuando el New York Tribune cortó las relaciones con mi padre y una buena parte de los socialistas alemanes nos retiraron sus subvenciones, el tío Philiph de Holanda, que nos había ayudado tantas veces, se hace el remolón; entra en casa la negra miseria hasta que nuestro gran amigo, el bueno de Willy Wolf, se muere y nos deja un legado de un montón de libras; pocos meses más tarde, muere también la abuela Enriqueta con el regalito de una buena herencia y... ¡hala! con nueva casa y todo lo que ves a entrar en el mundo de los filisteos, como dice mamá: lo bien que se vive con mucho dinero, sobre todo, si la sangre azul corre por las venas de uno.
-No hablas más que tonterías, la cortó Laura.
-Tonterías dirás tú, bicho. ¿Es verdad o no es verdad que mamá es baronesa, la baronesa von Westphalen, descendiente, nada menos que de los condes de Arguill, una de las más nobles familias escocesas?
-Sí, pero no es el momento de sacar a colación los títulos y antiguallas que tanto combatimos en los otros.
-Chica, estamos en familia y hablo con el hijo de nuestra querida Lenchen. ¿Qué pasa, tonta? ¿No quieres que disfrutemos de las pocas cosas que nos diferencian de los simples proletarios?
- Siguió la discusión en murmullos inaudibles; hablan y hablan casi siempre discutiendo.
Yo fijé mi atención en los padres de estas dos hermanas, tan guapas y tan distintas ellas. Están situados dos filas más adelante; no nos han dirigido ningún gesto de saludo, creo que por mantener las formas. Ella, la baronesa Jenny, no disimula ni en el porte ni en la forma de vestir su ascendencia nobiliaria: vestido de terciopelo rojo con amplio polisón, creo que se llama, y un echarpe de seda azul y sombrero de amplio vuelo, justamente, como si pretendiera repetir la imagen de la reina; él también muy elegante con levita y monóculo, cabellos largos, barba hirsuta y abundante. Tardo en verle la cara en que destaca la amplia frente, los ojos como escondidos en las órbitas y el entrecejo como un puente sobre una nariz gruesa y no muy recta: es de baja estatura, pero de complexión muy fuerte; siempre lo vi andar estirado y con la cabeza inclinada hacia atrás.
Así, de pronto, me pareció la imagen de un rey asirio imponente y cruel ¿por qué? No lo sé ciertamente ¿no dicen de él algunos de mis compañeros de trabajo que se desvive por los proletarios hasta el punto de arruinarse por haber financiado campañas de los más audaces revolucionarios? (mi madre dice que esto ocurrió allá por los follones del 48). Si es así ¿porqué es tan diferente de los obreros y de los amigos de los obreros que llenan la sala?
-¿Ves a ese gentleman alto y elegante sentado al lado de mi padre?, me dice Jennychen: Es el tío Fred, Herr Frederik Engels (¡qué casualidad!, yo también me llamo Frederik, pensé para mi coleto), el mejor amigo de la familia: nuestro padre y él se llevan de maravilla y hasta escriben libros en comandita. Es un solterón empedernido al que nunca han faltado líos de faldas ni parte activa en cualquier revuelta o revolución: no se pierde ningún fregado en cualquier rincón de Europa aunque ello sea a las órdenes del primer aventurero irreflexivo. Nos repite una y otra vez sus experiencias entre soldados y rebeldes y a todos nos quiere dar lecciones de estrategia. Por eso le llamamos el General.
Por demás, puntualizó Jennychen, es una gran economista que se ha ilustrado casi tanto como mi padre sobre la filosofía y también sobre los nuevos descubrimientos de la Biología.
No me cayó bien este tal General y eso que luego se acercó a mí y sin esperar a que mi madre nos presentara, prácticamente, me abrazó, al contrario que el doctor Marx que me ignoró olímpicamente con no menos falta de disimulo que su esposa, la baronesa Jenny.
La sala resultó pequeña para toda aquella gente dividida en grupos a cual más numeroso. Fue Jennychen la que me habló de unos y de otros mientras esperábamos al profesor Beesly, de la universidad de Londres, a quien, al parecer, correspondía abrir la sesión.
-Los de las primeras filas de la izquierda, me explicó Jennychen, son italianos, seguidores de Mazzini ¿qué no sabes quién es Mazzini? Es un loco aventurero que quiere hacer de Italia la primera potencia de Europa: como idealista puro, asegura la vuelta al paraíso en cuanto Italia sea una república no menos grande en extensión que la República Romana de los primeros tiempos. Los italianos odian a los franceses y éstos dividen sus fobias entre los propios italianos y los prusianos (¿sabías que yo fui engendrada en Prusia?), mientras que admiran, y no sabes cómo, a los ingleses. Entre los franceses, situados en el centro, hay unos cuantos que son proudhonianos, quees tanto como decir socialistas reaccionarios. Más al fondo, verás a los pobres polacos: pobres por que todos ellos huyen del hambre sin acertar a ponerse de acuerdo sobre quienes son sus enemigos, si los prusianos o los rusos, ni tampoco parecen saber quiénes sus amigos, si los franceses o los italianos. Ala derecha están situados los sindicalistas ingleses, que presumen de haber avanzado más que ninguno en la cuestión de horarios y de sanidad en las fábricas: owenianos, fabianos y qué sé yo cuántas cosas más; pero todos ellos admiradores de papá. ¿Te has dado cuenta de que aquí no hay más mujeres que mamá y nosotras?
Me resultaba muy divertida y confusa una información que no encajaba muy bien con mis preocupaciones de entonces. La guapa Jennychen Marx siguió hablándome sin tratar de entrar en profundidades.
-Detrás de mi padre están situados los emigrantes alemanes. En su mayor parte aceptan a Old Nick (así llamo yo a mi padre para hacerle rabiar, me explicó Jennychen) como indiscutible maestro; claro que algunos de ellos parecen embobados por el recuerdo del tonto de Lasalle. ¿Qué quién era Lasalle? Una especie de abogado de causas imposibles, un oportunista, que como dice mi padre, vivió obsesionado por la cuadratura del círculo, que eso era casar las satrapías de Bismark con el socialismo.
Copiando las principales ideas de mi padre, él solito se presentaba como la encarnación de la verdad socialista reducida a su mínima expresión de forma que la puedan abrazar los tirios y los troyanos, los partidarios del libre comercio y los nacionalistas, los opresores y los oprimidos: cuantos más mejor, aunque no tengan nada en común.
-Fernando Lasalle, terció Laura, se batió en duelo por defender el buen nombre, me río yo, de una de sus muchas amigas. Le conocimos muy bien porque pasó una temporada en nuestra vieja casa de Dean Street justo unos meses antes de nacer tú.
-El señor Lasalle ha muerto recientemente compitiendo con un mequetrefe por los favores de una coquetuela de tres al cuarto, apuntó mi madre con lo que me pareció un retintín de rabia.
Ha sido el gran falsificador de las ideas del doctor Marx.
-Claro que era tan moreno, tan estirado y tan guapo... fue Laura la que apuntó esta frivolidad mirando con sorna a mi madre, que bajó los ojos no sé si por la humildad de su oficio o por algo relacionado con algún secreto recuerdo. Me guardo el detalle para, cuando llegue la ocasión y a solas con mi madre, tratar de saber si tuvo algo que ver con ese tal Lasalle y luego... ¿sería así? nací yo. La verdad es que si algo me reconcomía entonces era el misterio de los viejos amores de mi madre.
Nos trajo a la realidad del momento un aplauso con el que se recibía al primer orador. Los cinco de la presidencia le hicieron un hueco en el centro de la mesa que ocupaban.
-Es el profesor Beesly, de la universidad de Londres, me cuchicheó Jenny Marx.
-Son nuestros amigos, habló el profesor, los proletarios franceses, los queme pidieron que organizase esta reunión, sin duda alguna, representativa de los intereses de los trabajadores de las naciones más civilizadas. Aunque el motivo principal de la reunión es aunar protestas contra la infamante ocupación de Polonia por Rusia, poco podemos hacer además de protestar. Vamos, pues a hablar de más cosas. En Francia, como sabéis, la situación está cambiando desde que allí gobierna Napoleón el Chico; no ha tenido más remedio que aflojar la presión de unos años atrás y ya podéis reuniros y viajar para intercambiar ideas y experiencias; pero habéis de aprovechar el tiempo: no es necesario ser un gran profeta para adivinar que se avecinan tiempos difíciles para el Continente: este Napoleón de poca monta parece que quiere emular al fantasma de su tío y no pierde la ocasión de una guerra allá a adonde le lleve su ambición. No caigáis en la trampa de romper fronteras a base de tiros y bayonetazos: las fronteras deben desvanecerse ante el interés común de todos los trabajadores. Recordad la inolvidable proclama del doctor Marx, aquí presente: Proletarios de todos los países, unios.
-Todos, menos el doctor Marx, rompimos a aplaudir. Este se levantó, durante unos instantes rodeó la sala con una mirada, que pasó velozmente por nuestro grupo, y, en un inglés, deliberadamente (eso me pareció) germanizado, dijo: “Gracias, muchas gracias; he pasado mi vida estudiando lo que nos dicen la Naturaleza y la Historia y aquí estoy para poner todo mi saber al servicio de la causa proletaria. Que hablen los que tengan buenas cosas que decir”.
Ahora no aplaudió nadie a la espera de la siguiente intervención.
Uno tras otro hablaron los cinco que, junto con el profesor Beesly, ocupaban la mesa de la presidencia. Discursos largos y monótonos, todos expresados en un pésimo inglés con el peculiar acento de la nacionalidad del orador. Cinco oradores, cinco nacionalidades además de la inglesa representada por el profesor presidente: italiana, francesa, alemana, polaca y húngara.
Vi que a mi madre le costaba dominar el sueño y que Jenny y Laura estaban entregadas a sus cosas en risitas y cuchicheos. A mí me divertían los cambios de acento en las peroratas de unos y de otros: era ésa la única diferencia que yo veía en sus dichos.
Me pareció que todos decían lo mismo.
Algo muy distinto fue lo del doctor Marx: habló en inglés con fuerte acento deliberadamente germanizado. Era su voz un tanto gangosa pero firme y con recia musicalidad. Eran sus ademanes los de un personaje acostumbrado a imponer su criterio.
Su estampa es la de un ser escapado de las ilustraciones de una novela romántica: ojos penetrantes, piel obscura como de haber pasado varios años en el trópico, cabellera leonada y rebelde, barba abundante e hirsuta con amplias zonas blancas.
Hablaba como obsesionado por convertir en dogma cada una de sus contundentes frases.
-Lo que queremos y debemos decir es que las circunstancias nos obligan a fundar una organización internacional de trabajadores, comprometida no con la reforma, sino con la destrucción del actual sistema económico hasta reemplazarlo por uno nuevo en que los obreros tomen posesión de los medios de producción, lo que hará que desaparezca la propiedad privada en cualquiera de sus formas y, consecuentemente, todo sistema de explotación de los unos sobre los otros.
-Todos, menos el doctor Marx, rompimos a aplaudir. Este se levantó, durante unos instantes rodeó la sala con una mirada, que pasó velozmente por nuestro grupo, y, en un inglés, deliberadamente (eso me pareció) germanizado, dijo: “Gracias, muchas gracias; he pasado mi vida estudiando lo que nos dicen la Naturaleza y la Historia y aquí estoy para poner todo mi saber al servicio de la causa proletaria. Que hablen los que tengan buenas cosas que decir”.
Ahora no aplaudió nadie a la espera de la siguiente intervención.
Uno tras otro hablaron los cinco que, junto con el profesor Beesly, ocupaban la mesa de la presidencia. Discursos largos y monótonos, todos expresados en un pésimo inglés con el peculiar acento de la nacionalidad del orador. Cinco oradores, cinco nacionalidades además de la inglesa representada por el profesor presidente: italiana, francesa, alemana, polaca y húngara.
Vi que a mi madre le costaba dominar el sueño y que Jenny y Laura estaban entregadas a sus cosas en risitas y cuchicheos. A mí me divertían los cambios de acento en las peroratas de unos y de otros: era ésa la única diferencia que yo veía en sus dichos.
Me pareció que todos decían lo mismo.
Algo muy distinto fue lo del doctor Marx: habló en inglés con fuerte acento deliberadamente germanizado. Era su voz un tanto gangosa pero firme y con recia musicalidad. Eran sus ademanes los de un personaje acostumbrado a imponer su criterio.
Su estampa es la de un ser escapado de las ilustraciones de una novela romántica: ojos penetrantes, piel obscura como de haber pasado varios años en el trópico, cabellera leonada y rebelde, barba abundante e hirsuta con amplias zonas blancas.
Hablaba como obsesionado por convertir en dogma cada una de sus contundentes frases.
-Lo que queremos y debemos decir es que las circunstancias nos obligan a fundar una organización internacional de trabajadores, comprometida no con la reforma, sino con la destrucción del actual sistema económico hasta reemplazarlo por uno nuevo en que los obreros tomen posesión de los medios de producción, lo que hará que desaparezca la propiedad privada en cualquiera de sus formas y, consecuentemente, todo sistema de explotación de los unos sobre los otros.
Ya, sin equívocos, declaramos que la emancipación de la clase obrera será obra de los obreros mismos y que la lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y monopolios de clase, sino una inevitable consecuencia de la evolución de los medios y modos de producción.
Sabemos que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de producción, es decir de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus formas, de toda miseria social, degradación intelectual y dependencia política; que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio; que todos los esfuerzos dirigidos a este gran fin han fracasado hasta ahora por que no ha llegado aún el momento de la gran revolución y han surgido como hongos los líderes de opereta, esos mismos que disfrazan su ignorancia con propuestas fuera de tiempo y lugar y actúan por simples impulsos sentimentales. Los socialistas científicos sabemos que la emancipación de los proletarios, que no tienen otra cosa que perder que sus cadenas, es el necesario resultado de la lucha de clases, que habrá una definitiva revolución iniciada por los países más industrializados y culminada por la dictadura de ese mismo proletariado, lo que ya hará imposible la lucha de clases. Sabemos que son los nuevos medios y modos de producción los que marcan la forma de vivir y el destino de la humanidad, de toda la Humanidad.
No es tiempo de lamentaciones ni de blandengues sentimentalismos.
La unión de los socialistas obedece a una necesidad histórica no a lo que los burgueses llaman criterios morales, ética o justicia, cosas que siempre interpretan a su conveniencia.
Nosotros sabemos que no existe otro valor más contundente que la correcta interpretación de la marcha de la historia. Ello quiere decir que el movimiento que estamos estructurando y que afecta a los obreros de los países más industriales de Europa, a la vez que despierta nuevas esperanzas, da una solemne advertencia para no recaer en viejos errores, sobre todo, para marcar distancias entre el socialismo científico y esa legión de predicadores de pacotilla.
Como colofón de todo ello, permitidme repetir lo recordado por el ilustre profesor Beesly y que Federico Engels y yo pusimos al final del Manifiesto Comunista que, seguramente, todos vosotros conocéis: Proletarios de todos los países, uníos.
-Algo así ya nos ha enseñado el maestro Proudhon, exclamó el delegado francés.
-Que estudie más economía ese pretendido maestro y realmentepodrá enseñarnos algo.
La réplica del doctor Marx recibió un murmullo de aprobación por parte de la asistencia, no así del delegado francés quien esperó a que se restableciese el silencio para gritarle al doctor Marx: es usted un pedante incorregible.
-Modere su lenguaje, señor delegado, o tendré que pedirle que abandone su puesto en esta mesa presidencial, reconvino el profesor Beesly sin alterar su suave forma de hablar.
Ostensiblemente alterado, el delegado francés se levantó de su asiento y abandonó la sala sin despedirse de nadie. Los otros franceses, desperdigados entre la concurrencia, ni siquiera se levantaron de sus asientos. A los pocos minutos, continuó la reunión como si no hubiera ocurrido nada. En intervenciones cortas, hablaron uno tras otro, hasta no menos de diez. El último vestía corbata de seda y levita a la medida, como un burgués de la City: era su voz áspera, como inapropiada para su refinado aspecto: es el sastre Weitlhing, me susurró Jenny.
-El doctor Marx ha apelado a la unión de los proletarios de todo el mundo y de eso es de lo que se trata.
-Claro que sí, señor Weithling, pero de una unión por necesidad, no por simpatía, de eso es de lo que se trata: lo dicho: Proletarios de todos los países, uníos. No tenéis otra cosa que perder que vuestras cadenas.
Todos aplaudieron la rotunda proclama del doctor Marx. El meeting había terminado; siguió lo que llamaron una reunión de trabajo entre los delegados a los que se incorporó el doctor Marx.
-¿Te has dado cuenta de cómo ha dominado mi padre a todos los demás? Me comentó Jenny, realmente entusiasmada.
Ya a la salida, oímos al señor Engels, que gritaba: Lenchen, espera, mi madre saludó a Herr Engels con afectuosa naturalidad.
-Este es Freddy, claro. Hola, muchacho. Tienes en tu cara un reflejo de la inteligencia y bondad natural de tu madre, dijo el señor Engels y, dirigiéndose a mi madre, -Lenchen, el doctor Marx quiere que te incorpores a la reunión. Ambos volvieron rápidamente al interior de la sala.
Mi madre me dio un beso de despedida cuando las dos hermanas ya me daban la espalda. Yo seguí tras ellas durante unos cincuenta metros retrasando el paso hasta perderlas de vista.
Años más tarde, pude darme cuenta de la importancia de aquel meeting del día 28 de septiembre de 1864 en el Saint Martin’s Hall de Londres. Allí quedó fundada la Asociación Internacional
de los Trabajadores. Me contó mi madre que, en Asamblea con participación exclusiva de los delegados, los señores Besley, Marx, Engels y ella misma, se eligió un Consejo General provisional, con residencia en Londres. Necesitaban una declaración inaugural y unos estatutos y fue el doctor Marx el elegido para darles la forma definitiva. Presumía mi madre de una personal participación: Me aseguró que fue de ella un párrafo en el que se decía “que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a la Siciedad Internacional de los Trabajadores reconocerán la verdad, la justicia y la moral como bases de sus relaciones y de su conducta hacia todos los hombre sin distinción de color, de creencias o de nacionalidad".
Se decían muchas mas cosas en lo que sigue llamándese los "Estatutos generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores": que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos; que la lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y monopolios de clase, sino por el establecimiento de derechos y deberes iguales y por la abolición de todo privilegio de clase; que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de trabajo, es decir de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus formas, de toda miseria social, degradación intelectual y dependencia política; que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio; que todos los esfuerzos dirigidos a este gran fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad entre los obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y de una unión fraternal entre las clases obreras de los diversos países; que la emancipación del trabajo no es un problema nacional o local, sino un problema social que comprende a todos los países en los que existe la sociedad moderna y necesita para su solución el concurso teórico y práctico de los países más avanzados; que el movimiento que acaba de renacer entre los obreros de los países más industriales de Europa, a la vez que despierta nuevas esperanzas, da una solemne advertencia para no recaer en los viejos errores y combinar inmediatamente los movimientos todavía aislados para alcanzar esos objetivos la Asociación se marcó la línea de acción, que reflejan unas disposiciones de las que recuerdo:
- La Asociación es establecida para crear un centro de comunicación y de cooperación entre las sociedades obreras de los diferentes países y que aspiren a un mismo fin, a saber: la defensa, el progreso y la completa emancipación de la clase.
- El Congreso General se compondrá de trabajadores pertenecientes a las diferentes naciones representadas en la Asociación Internacional. Escogerá de su seno la gestión de sus asuntos, como un tesorero, un secretario general, secretarios correspondientes para los diferentes países, etc.
- El Consejo General funcionará como agencia de enlace internaiconal entre los diferentes grupos nacionales y locales de la Asociación, con el fin de que los obreros de cada país estén constantemente al corriente de los movimientos de su clase en los demás países; de que se haga simultáneamente y bajo una misma dirección una encuesta sobre las condiciones sociales en los diferentes países de Europa; de que las cuestiones de interés general propuestas por una sociedad sean examinadas por todas las demás y de que, una vez reclamada la acción inmediata, como en el caso de conflictos internacionales, todos los grupos de la Asociación puedan obrar simultáneamente y de una manera uniforme.
Si el Consejo General lo juzga oportuno, tomará la iniciativa de las proposiciones a someter a las sociedades locales y nacionales. Para facilitar sus relaciones, publicará informes periódicos.
Esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la Revolución social y de su fin supremo: la abolición de clases.
La coalición de las fuerzas de la clase obrera, lograda ya por la lucha económica debe servirle asimismo de palanca en su lucha contra el Poder político de sus explotadores.
Puesto que los señores de la tierra y del capital se sirven siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos y para sojuzgar al trabajo, la conquista del Poder político se ha convertido en el gran deber del proletariado.
- Puesto que el éxito del movimiento obrero en cada país no puede ser asegurado más que por la fuerza resultante de la unión y de la organización, que, por otra parte, la utilidad del Consejo General será mayor si en lugar de tratar con una multitud de pequeñas sociedades locales, aisladas unas de otras, puede hacerlo con unos pocos centros nacionales de las sociedades locales, aisladas unas de otras, puede hacerlo con unos pocos centros nacionales de las sociedades obreras, los miembros de la Asociación Internacional deberán hacer todo lo posible por reunir a las sociedades obreras, todavía aisladas, de sus respectivos países, en organizaciones nacionales representadas por órganos centrales de carácter nacional. Es claro que la aplicación de este artículo está subordinada a las leyes particulares de cada país, y que, prescindiendo de los obstáculos legales, toda sociedad local independiente tendrá el derecho de corresponder directamente con el Consejo General.
Esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la Revolución social y de su fin supremo: la abolición de clases.
La coalición de las fuerzas de la clase obrera, lograda ya por la lucha económica debe servirle asimismo de palanca en su lucha contra el Poder político de sus explotadores.
Puesto que los señores de la tierra y del capital se sirven siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos y para sojuzgar al trabajo, la conquista del Poder político se ha convertido en el gran deber del proletariado.
Recordando lo que se dice en esos estatutos sobre reparto de responsabilidades y funciones, debo señalar que la realidad se ajustó muy poco a la teoría. De hecho, fueron muy pocos los proletarios que participaron en las funciones de dirección y la unión entre ellos dejó mucho que desear. Sin duda que el doctor Marx, Herr Engels y, por supuesto, mi madre fueron los que se tomaron más en serio eso de la Asociación Internacional de los Trabajadores...
6
LAURA MARX Y EL MEDICO
REVOLUCIONARIO
LAURA MARX Y EL MEDICO
REVOLUCIONARIO
En muchas ocasiones, mi madre me pedía que la acompañara por eso de la respetabilidad; yo lo hacía gustosamente, siempre que me lo permitía el trabajo en la fábrica.
-¿Saben ustedes? Advertía mi madre a todos y a cada uno de ellos, el doctor Marx tiene muy medido su tiempo porque lo necesita para sus grandes trabajos de economía política. No pueden ustedes hacerle perder el tiempo. Ahora bien: Si tienen ustedes alguna información que pueda interesarle o alguna consulta que hacerle, yo procuraré ayudarles.
La primera reunión tenía lugar al aire libre en el Hampstead Heath. Venían en grupo y, a veces, en solitario. Es así como conocí a no pocos socialistas de todos los matices, razas y nacionalidades.
El de aquel domingo de octubre de 1865 se presentó como un “médico cubano, amigo de los revolucionarios franceses”, fervoroso socialista, que renegaba, dijo, de la predicamenta evangélica.
Supe después que era hijo de una bella haitiana y de un ilustrado francés; tenía entonces unos 26 años y, por su aspecto y forma de vestir, diríase que había copiado el retrato que Göethe hace de Werter. Era de mediana estatura, muy moreno, algo encorvado de espaldas y se expresaba en un inglés muy titubeante.
-Puede usted hablar en francés, le invitó mi madre. En casa del doctor Marx todos somos políglotas.
Como punto de referencia sobre sus ideas, el criollo recordó a mi madre la Filosofía de la Miseria; la genial obra del maestro Proudhon, señaló con énfasis.
-No creo que ésa sea una buena carta de presentación para el doctor Marx. El señor Proudhon no es más que un diletante.
-Le pido respeto para él, ciudadana. Murió hace poco más de un año, en plena madurez. Entre los franceses ha sido y sigue siendo el principal maestro socialista: él nos ha enseñado que son la Religión, el Capital y el Poder Político los tres abismos en que se hunde el Progreso, los tres grandes enemigos de la Justicia y de la Libertad.
-Eso lo sabe todo el mundo, señor francés de Ultramar. Pero lo que interesa realmente, es la solución.
-También el señor Proudhon la propone: frente a esa trinidad fatal están la Revolución, la Autogestión y la Anarquía. Revolución porque, “las revoluciones son sucesivas manifestaciones de justicia en la humanidad”, Autogestión “porque la historia de los hombres ha de ser obra de los hombres mismos” y Anarquía “porque el ideal humano está en la libertad sin límites”.
-Lo suyo y de ese tal señor Proudhon son palabras y nada más que palabras que, como hojarasca seca o disfraces de conveniencia ocultan la auténtica realidad. Son hombres como el doctor Marx los que, gracias a sus esfuerzos y a su ciencia, hacen que las ideas sean sustituidas por la práctica revolucionaria, esa incontenible fuerza que unirá a los proletarios de todo el mundo hasta que desaparezca toda explotación del hombre por el hombre.
-Veo, ciudadana, que se expresa usted muy bien.
Supe después que era hijo de una bella haitiana y de un ilustrado francés; tenía entonces unos 26 años y, por su aspecto y forma de vestir, diríase que había copiado el retrato que Göethe hace de Werter. Era de mediana estatura, muy moreno, algo encorvado de espaldas y se expresaba en un inglés muy titubeante.
-Puede usted hablar en francés, le invitó mi madre. En casa del doctor Marx todos somos políglotas.
Como punto de referencia sobre sus ideas, el criollo recordó a mi madre la Filosofía de la Miseria; la genial obra del maestro Proudhon, señaló con énfasis.
-No creo que ésa sea una buena carta de presentación para el doctor Marx. El señor Proudhon no es más que un diletante.
-Le pido respeto para él, ciudadana. Murió hace poco más de un año, en plena madurez. Entre los franceses ha sido y sigue siendo el principal maestro socialista: él nos ha enseñado que son la Religión, el Capital y el Poder Político los tres abismos en que se hunde el Progreso, los tres grandes enemigos de la Justicia y de la Libertad.
-Eso lo sabe todo el mundo, señor francés de Ultramar. Pero lo que interesa realmente, es la solución.
-También el señor Proudhon la propone: frente a esa trinidad fatal están la Revolución, la Autogestión y la Anarquía. Revolución porque, “las revoluciones son sucesivas manifestaciones de justicia en la humanidad”, Autogestión “porque la historia de los hombres ha de ser obra de los hombres mismos” y Anarquía “porque el ideal humano está en la libertad sin límites”.
-Lo suyo y de ese tal señor Proudhon son palabras y nada más que palabras que, como hojarasca seca o disfraces de conveniencia ocultan la auténtica realidad. Son hombres como el doctor Marx los que, gracias a sus esfuerzos y a su ciencia, hacen que las ideas sean sustituidas por la práctica revolucionaria, esa incontenible fuerza que unirá a los proletarios de todo el mundo hasta que desaparezca toda explotación del hombre por el hombre.
-Veo, ciudadana, que se expresa usted muy bien.
-No me diga, señor francés, que es usted de los que cree que un ama de llaves está condenada de por vida a no pensar.
-Por favor, ciudadana, no tome por descortesía lo que es una constatación de su valía personal.
El francés usaba de oportuna palabrería, de una discreta sonrisa y de ademanes un tanto ceremoniosos. Pienso que a mi madre todo ello le pareció muestra de respeto y se dio por convencida para facilitar a Pablo Lafargue su primera entrevista con el doctor Marx. Adoptó mi madre un tono conciliador para decir.
-Transmitiré al doctor Marx sus deseos, quien, con toda seguridad,
me preguntará sobre la predisposición de usted hacia el Socialismo Científico, el único capaz de dar la adecuada respuesta
a los problemas del momento y al que el doctor Marx y su incondicional colaborador, Herr. Federico Engels, dedican todo su saber hacer y toda su inmensa capacidad de trabajo..
-Admiro a monsieur Marx por lo que de él se dice; confieso que no he leído más que el Manifiesto Comunista; pero tengo inmejorables referencias sobre su dedicación a la clase trabajadora y sobre sus excepcionales conocimientos de la economía moderna, base de toda la ciencia actual.
-Es un hombre extraordinario, se lo aseguro a usted, respondió mi madre. Pero dígame que es exactamente lo que usted pretende.
-Conocerle y colaborar con él, si él y usted me lo permiten.
Rió mi madre por el añadido de “y usted”. Lo tomó por una simple galantería.
-Ha ganado usted, señor...
-Lafargue, me llamo Pablo Lafargue.
-El doctor Marx le espera a usted mañana, a las cinco y media de la tarde en su propio despacho.
Desde aquel día hasta su muerte, un 26 de noviembre de 1911, tuve un trato relativamente frecuente con Pablo Lafargue. Era uno de esos médicos que dicen preferir la cura de almas a la de los cuerpos, lo que a mí siempre me pareció una coartada para no ensuciarse las manos.
-Por favor, ciudadana, no tome por descortesía lo que es una constatación de su valía personal.
El francés usaba de oportuna palabrería, de una discreta sonrisa y de ademanes un tanto ceremoniosos. Pienso que a mi madre todo ello le pareció muestra de respeto y se dio por convencida para facilitar a Pablo Lafargue su primera entrevista con el doctor Marx. Adoptó mi madre un tono conciliador para decir.
-Transmitiré al doctor Marx sus deseos, quien, con toda seguridad,
me preguntará sobre la predisposición de usted hacia el Socialismo Científico, el único capaz de dar la adecuada respuesta
a los problemas del momento y al que el doctor Marx y su incondicional colaborador, Herr. Federico Engels, dedican todo su saber hacer y toda su inmensa capacidad de trabajo..
-Admiro a monsieur Marx por lo que de él se dice; confieso que no he leído más que el Manifiesto Comunista; pero tengo inmejorables referencias sobre su dedicación a la clase trabajadora y sobre sus excepcionales conocimientos de la economía moderna, base de toda la ciencia actual.
-Es un hombre extraordinario, se lo aseguro a usted, respondió mi madre. Pero dígame que es exactamente lo que usted pretende.
-Conocerle y colaborar con él, si él y usted me lo permiten.
Rió mi madre por el añadido de “y usted”. Lo tomó por una simple galantería.
-Ha ganado usted, señor...
-Lafargue, me llamo Pablo Lafargue.
-El doctor Marx le espera a usted mañana, a las cinco y media de la tarde en su propio despacho.
Desde aquel día hasta su muerte, un 26 de noviembre de 1911, tuve un trato relativamente frecuente con Pablo Lafargue. Era uno de esos médicos que dicen preferir la cura de almas a la de los cuerpos, lo que a mí siempre me pareció una coartada para no ensuciarse las manos.
Muy moreno, galante aunque basto y poco atractivo, creo que impresionó a Laura desde el primer momento. Laura se parecía enormemente a su madre, cuyo retrato de joven presidía el vestíbulo de la nueva y lujosa casa de la familia Marx. Ambas muy bonitas, siempre bien vestidas y un tanto estiradas, al estilo de los filisteos, que es como, según mi madre, la baronesa califica el mundo al que perteneció y añoró toda su vida.
Laura, contrariamente a su hermana Jennychen que devora todo lo que escribe su padre y desde muy joven envía incendiarios artículos a los periódicos con el masculino seudónimo de Williams, no lee otros libros que los de Schiller, Göethe, George Sand, Alfredo de Musset y, sobre todos ellos, de Enrique Heine, gran amigo de la familia en los tiempos difíciles y al que, muy probablemente, deba su vida Jenny: tenía ésta muy pocos meses, sufrió una especie de ataque con vómitos y convulsiones, sus jóvenes padres no sabían qué hacer; afortunadamente, tenían de invitado a Heine, quien, sin dudarlo un instante, preparó un baño de agua caliente y sumergió en él a la niña, que reaccionó al momento. Desde entonces, Heine es la principal referencia romántica de toda la familia y Germania, un cuento de invierno, el libro más leído.
Creo que, desde el primer momento, Laura vio en el médico criollo, cuatro años mayor que ella, la savia revolucionaria que le exigía el ser hija de tan ilustre e inconformista padre.
Pablo Lafargue y el doctor Marx hicieron buenas migas hasta que éste se dio cuenta de lo que sucedía entre su hija y el recién llegado. El otro había aparcado sus ideas de la revolución a cualquier precio, ya se confesaba incondicional adicto al Socialismo Científico y se ofreció para traducir al francés e, incluso, al español todos los recientes trabajos sobre economía y demás; pero el doctor Marx lo siguió considerando muy poca cosa para su hija y le habría echado de su casa con cajas destempladas si la enamorada Laura no le hubiera amenazado con fugarse y desligarse totalmente de la familia a la mínima proposición del criollo.
Entretanto, la baronesa, hojeando ciertos anales de la Gran Revolución, había encontrado el nombre de un tal Jean Lafargue, vizconde de Roubaix, en la lista de los guillotinados en Lille en la época del Terror. De ahí dedujo la ascendencia aristocrática del pretendiente a la mano de su hija y se puso de parte de los jóvenes.
Como no podía ser menos, el doctor Marx cedió y dio el parabién a su hija.
Laura, contrariamente a su hermana Jennychen que devora todo lo que escribe su padre y desde muy joven envía incendiarios artículos a los periódicos con el masculino seudónimo de Williams, no lee otros libros que los de Schiller, Göethe, George Sand, Alfredo de Musset y, sobre todos ellos, de Enrique Heine, gran amigo de la familia en los tiempos difíciles y al que, muy probablemente, deba su vida Jenny: tenía ésta muy pocos meses, sufrió una especie de ataque con vómitos y convulsiones, sus jóvenes padres no sabían qué hacer; afortunadamente, tenían de invitado a Heine, quien, sin dudarlo un instante, preparó un baño de agua caliente y sumergió en él a la niña, que reaccionó al momento. Desde entonces, Heine es la principal referencia romántica de toda la familia y Germania, un cuento de invierno, el libro más leído.
Creo que, desde el primer momento, Laura vio en el médico criollo, cuatro años mayor que ella, la savia revolucionaria que le exigía el ser hija de tan ilustre e inconformista padre.
Pablo Lafargue y el doctor Marx hicieron buenas migas hasta que éste se dio cuenta de lo que sucedía entre su hija y el recién llegado. El otro había aparcado sus ideas de la revolución a cualquier precio, ya se confesaba incondicional adicto al Socialismo Científico y se ofreció para traducir al francés e, incluso, al español todos los recientes trabajos sobre economía y demás; pero el doctor Marx lo siguió considerando muy poca cosa para su hija y le habría echado de su casa con cajas destempladas si la enamorada Laura no le hubiera amenazado con fugarse y desligarse totalmente de la familia a la mínima proposición del criollo.
Entretanto, la baronesa, hojeando ciertos anales de la Gran Revolución, había encontrado el nombre de un tal Jean Lafargue, vizconde de Roubaix, en la lista de los guillotinados en Lille en la época del Terror. De ahí dedujo la ascendencia aristocrática del pretendiente a la mano de su hija y se puso de parte de los jóvenes.
Como no podía ser menos, el doctor Marx cedió y dio el parabién a su hija.
7
MI PRIMER TRAJE NUEVO
MI PRIMER TRAJE NUEVO
Mi madre se había tomado especial interés en que acudiera a la celebración de la boda de Laura. No puedes acudir con esa ropa, me había dicho y ella misma se encargó de alquilarme un conjunto de chaqué con pantalón a rayas, camisa blanca de seda, lazo azul para el cuello y bombín.
-Pareces todo un ingeniero en la inauguración de un puente;estás hecho para ese traje, se admiró mamá Marta al verme así disfrazado...
-Lo malo es que se acostumbre a vestir así, comentó papá Roberto.
-Pronto verás que gana para eso y para mucho más.
-Con que sea para pagaros lo que os debo...
-Tú no nos debes nada; gracias tenemos que dar a tu madre por haber pensado en nosotros para cuidarte desde que naciste.
-Queréis mucho a Elena ¿verdad?
-Se lo merece, puedes creerlo... No sé lo que habría sido de toda esa casa sin ella; por que el que tú llamas doctor Marx puede que sepa mucho, pero es incapaz de ganar una libra con un empleo regular como de profesor, empleado de banca o algo así. Si el doctor Marx no hubiera logrado una bonita fortuna a la muerte de su madre en el 63, todavía estaríamos viéndole acudir al prestamista cada dos por tres. Evidentemente, Roberto Lewis no le tiene mucha simpatía al doctor Marx.
-Cállate ya, querido, y reconoce que el señor Marx trabaja lo suyo tratando de arreglar el mundo. Claro que como tú lees lo que lees, tampoco sabes nada de socialismo científico y todo eso.
-Socialismo científico que llaman ellos... yo no le veo la ciencia por ninguna parte; acudí una vez a una de esas peroratas en el parque y no sabían hablar de otra cosa que si el capital es como una sanguijuela, que si los patronos nos odian y nosotros tenemos que corresponder con odio a muerte, que si ellos saben lo que nos conviene a todos y tenemos que seguirles no se sabe hacia donde.
Yo no me fío mucho de las promesas de esa gente, sobre todo, cuando veo que tienen las manos de no haber cogido una herramienta en su vida. Siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá.
-Y tú tan tranquilo.
-Te equivocas, mujer, no estoy tranquilo. Lo que pasa es que no me fío de tanta palabrería.
A mí me gusta oír a Roberto hablar así, pero, por mi parte, quiero pensar que algo o mucho de razón tiene la gente que, como el doctor Marx, se afanan por descubrir caminos para una vida mejor. Pero, en esos momentos, me interesaba más sonsacar a mis padres adoptivos sobre lo que más me preocupa.
-Ahora que estamos así de comunicativos..., insinué mientras que, con un cariñoso pellizco en la mejilla, trataba de soltar la lengua de mamá Marta ¿por qué no me habláis de mi padre? ¿fue un antiguo novio de mi madre que habéis conocido vosotros? ¿Ha muerto y, por eso, no quiere saber nada de mi madre ni tampoco de mí? No me lo imagino vivo y sin quererse enterar de nada. Mi madre se merece lo mejor de lo mejor.
-Claro que sí, pero, bribonzuelo, no te puedo decir nada, porque nada sé -de seguro nada.
-Absolutamente seguro tienes que estar. Ese es un secreto que tu madre guarda en la memoria con siete llaves. Pero sí te puedo decir que nunca he visto a tu madre con novio o amante: seguro que fue un momento tonto de esos que nos entran a las mujeres cuando estamos agobiadas por los trabajos sin descanso, desplantes y trajines. En esa familia siempre fue al revés de lo que suele ocurrir con el servicio: la criada, tu madre, era la que se preocupaba de que no faltara lo necesario para sus amos y los hijos de sus amos: tenías que ver a la baronesa cómo, a la desesperada, solo se fiaba de tu madre para sacar un penique debajo de las piedras. Con tanto agobio las mujeres buscamos el refugio de cualquier sueño y, por muy fuerte que sea una, todo se viene abajo si, en un momento difícil, crees encontrar apoyo en alguien que no busca otra cosa que una momentánea, rastrera y vil satisfacción. Quiere mucho a tu madre, no la defraudes; ella se merece lo mejor de lo mejor y tú vales para ser algo más que un andrajoso obrero ¿ves? Esta blusa de sarga y este pantalón tieso por el uso y la mugre no me lo ponía yo si tuviera la décima parte del talento tuyo, lo decía Marta señalando la ropa que acababa de quitarme.
-No atosigues al chico, que lo que tenga que venir, vendrá.
Hale, te acompaño hasta pasar el parque.
Me despedí con un ruidoso beso de mamá Marta, papá Roberto me cogió del brazo y, mientras atravesábamos los jardines de Kensington no paró de hablar de su mujer.
-No sé lo que haría yo sin ella.
Algo más que remendar zapatos, pensé para mis adentros y mascullé sin que él me oyera: Yo cubriré esa laguna, pese a quién pese.
-¿Decías algo?
Que sois maravillosos y que yo tendré que hacer algo por vosotros dos y también por mamá Lenchen, claro está.
-Socialismo científico que llaman ellos... yo no le veo la ciencia por ninguna parte; acudí una vez a una de esas peroratas en el parque y no sabían hablar de otra cosa que si el capital es como una sanguijuela, que si los patronos nos odian y nosotros tenemos que corresponder con odio a muerte, que si ellos saben lo que nos conviene a todos y tenemos que seguirles no se sabe hacia donde.
Yo no me fío mucho de las promesas de esa gente, sobre todo, cuando veo que tienen las manos de no haber cogido una herramienta en su vida. Siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá.
-Y tú tan tranquilo.
-Te equivocas, mujer, no estoy tranquilo. Lo que pasa es que no me fío de tanta palabrería.
A mí me gusta oír a Roberto hablar así, pero, por mi parte, quiero pensar que algo o mucho de razón tiene la gente que, como el doctor Marx, se afanan por descubrir caminos para una vida mejor. Pero, en esos momentos, me interesaba más sonsacar a mis padres adoptivos sobre lo que más me preocupa.
-Ahora que estamos así de comunicativos..., insinué mientras que, con un cariñoso pellizco en la mejilla, trataba de soltar la lengua de mamá Marta ¿por qué no me habláis de mi padre? ¿fue un antiguo novio de mi madre que habéis conocido vosotros? ¿Ha muerto y, por eso, no quiere saber nada de mi madre ni tampoco de mí? No me lo imagino vivo y sin quererse enterar de nada. Mi madre se merece lo mejor de lo mejor.
-Claro que sí, pero, bribonzuelo, no te puedo decir nada, porque nada sé -de seguro nada.
-Absolutamente seguro tienes que estar. Ese es un secreto que tu madre guarda en la memoria con siete llaves. Pero sí te puedo decir que nunca he visto a tu madre con novio o amante: seguro que fue un momento tonto de esos que nos entran a las mujeres cuando estamos agobiadas por los trabajos sin descanso, desplantes y trajines. En esa familia siempre fue al revés de lo que suele ocurrir con el servicio: la criada, tu madre, era la que se preocupaba de que no faltara lo necesario para sus amos y los hijos de sus amos: tenías que ver a la baronesa cómo, a la desesperada, solo se fiaba de tu madre para sacar un penique debajo de las piedras. Con tanto agobio las mujeres buscamos el refugio de cualquier sueño y, por muy fuerte que sea una, todo se viene abajo si, en un momento difícil, crees encontrar apoyo en alguien que no busca otra cosa que una momentánea, rastrera y vil satisfacción. Quiere mucho a tu madre, no la defraudes; ella se merece lo mejor de lo mejor y tú vales para ser algo más que un andrajoso obrero ¿ves? Esta blusa de sarga y este pantalón tieso por el uso y la mugre no me lo ponía yo si tuviera la décima parte del talento tuyo, lo decía Marta señalando la ropa que acababa de quitarme.
-No atosigues al chico, que lo que tenga que venir, vendrá.
Hale, te acompaño hasta pasar el parque.
Me despedí con un ruidoso beso de mamá Marta, papá Roberto me cogió del brazo y, mientras atravesábamos los jardines de Kensington no paró de hablar de su mujer.
-No sé lo que haría yo sin ella.
Algo más que remendar zapatos, pensé para mis adentros y mascullé sin que él me oyera: Yo cubriré esa laguna, pese a quién pese.
-¿Decías algo?
Que sois maravillosos y que yo tendré que hacer algo por vosotros dos y también por mamá Lenchen, claro está.
8
LA BODA DE LAURA MARX Y PABLO
LAFARGUE
LA BODA DE LAURA MARX Y PABLO
LAFARGUE
Mi madre se sonrojó y todos los demás, menos el doctor Marx, miraron a herr Engels como sorprendidos y en silencio.
En aquel momento, no comprendí el por qué de esas actitudes.
Yo seguía sentado al lado de herr Engels cuando el doctor Marx, muy ceremonioso, desdobló un billete que llevaba preparado para la ocasión.
-Me gusta recordar, comentó el doctor Marx como pronunciando un discurso, que esto lo parió mi amigo Enrique Heine en una primaveral velada de vino y rosas que compartió con nosotros:
¡Es el mundo tan hermoso,
y es tan azulado el cielo...!
Y exhalan tan suavemente
su hálito puro los céfiros!
Y señas se hacen las flores
del valle, de flores lleno;
y en el matinal rocío
quiebran cambiantes reflejos!
Y gozan las criaturas
do quiera mis ojos vuelvo...
y es tan azulado el cielo...!
Y exhalan tan suavemente
su hálito puro los céfiros!
Y señas se hacen las flores
del valle, de flores lleno;
y en el matinal rocío
quiebran cambiantes reflejos!
Y gozan las criaturas
do quiera mis ojos vuelvo...
Y yo, con todo, quisiera
yacer de la tumba dentro,
de la tumba, y replegarme
contra un amorcito muerto.
yacer de la tumba dentro,
de la tumba, y replegarme
contra un amorcito muerto.
-Laura para Pablo, Pablo para Laura.
Todos aplaudimos la simplicísima fórmula de compromiso de un doctor Marx exultante que, en estridente carcajada y abrazo de oso a la nueva pareja, sentenció:
-Lo poco que me gustas como francés queda compensado con el amor que sientes por mi hija.
-Ciudadano del mundo y revolucionario enamorado es lo que quiero ser hasta mi muerte, respondió el nuevo yerno.
-Calla, tonto, tú no vas a morir nunca, tú serás eterno como eterna será mi madre, eterno mi padre y seremos todos nosotros, fue el cumplido de la joven esposa.
-La eternidad, ¿qué es la eternidad? Es la risotada de un dios indiferente a las luchas y caprichos de los hombres. Era ella, la baronesa Jenny, altiva e impecablemente vestida como una reina.
-No, la eternidad es este beso de amor, replicó Laura a sumadre al tiempo que actuaba en perfecta enamorada. Largo, muy largo y apasionado fue el beso aquel, que a todos despertó un Ho.... casi místico.
Esto ocurrió en la boda de Laura con Pablo Lafargue. Fue una ceremonia al margen de Dios y de la Ley, oficiada por el doctor Marx, muy natural él en su papel de patriarca. Ya he dicho que yo no fui invitado pero falló el pinche de cocina y, puesto que era domingo y cerraba la fábrica, mi madre protegió mi traje alquilado con un delantal y me puso en el lugar del pinche; pelé patatas, serví las bebidas y soporté las humillaciones de todos hasta que herr Engels me sentó a su lado con esa presentación que hizo sonrojar a mi madre y fue recibida con el silencio de todos los demás.
INICIE POR ESTE LIBRO COMO UN TRIBUTO A MI AMIGO LUIS ALFONSO A QUIEN SEGURO LE VA A INTERESAR MUCHO ESTA PRIMERA PARTE DEL LIBRO...
ResponderEliminarCON AMOR, MARIAM...