viernes, 8 de octubre de 2010

SINOPSIS - LA VIDA COTIDIANA DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS...


MARIAMCONTIGO.-

La Vida cotidiana de
Los Primeros Cristianos
Adalbert G. Hamman
4ª. Edición Julio 1989
Editorial: Ediciones Palabra
Paginas: 293

 

Introducción

En el siglo III la situación cambiará tanto para la iglesia como para el Imperio. Las comunidades cristianas, que ya son florecientes, dejarán impresionantes vestigios. Es una época de grandes obras cristianas, de grandes figuras cristianas, incluso de genios: Cartago, Alejandría son los lugares privilegiados en esta floración.

Nada semejante encontramos  en el siglo II. Los apóstoles han desaparecido uno tras otro; Juan ha sido el último. 

Quienes toman el relevo cristiano, impregnados de recuerdos apostólicos, entrelazan la fidelidad con la audacia, hacen fructificar el patrimonio y abren amplios horizontes en provecho de nuevas generaciones.

Geográficamente, la Iglesia es Mediterránea; prácticamente no llega mas allá de las fronteras del Imperio, Aprovecha los medios de comunicación – carreteras y navegación – saneados por la pax romana. 
Dado a que la industria y el comercio prosperan, se ven favorecidos los viajes e intercambios.

Tanto para la iglesia como para el imperio, el mediterráneo es el gran regulador de las comunicaciones y de los intercambios, ya sean comerciales, culturales o religiosos.

Los cristianos llevan la misma vida cotidiana que las demás personas de su tiempo. Habitan las mismas ciudades, se pasean por los mismos jardines y frecuentan los mismos lugares públicos. Utilizan las mismas carreteras, son pasajeros en los mismos navíos. Multiplican sus relaciones, siempre dispuestos a prestar un servicio, ejerciendo todos los trabajos salvo aquellos que no se armonizan con su fe. Se casan como los demás, preferentemente con correligionarios, a fin de compartir las mismas preocupaciones de la vida moral y de fidelidad reciproca.

Primera Parte: El Entorno

Capítulo I
El Marco Geográfico

Jerusalén – Roma: primera etapa de la progresión cristiana. Nacida en la ciudad santa de los judíos, la Iglesia planta la cruz, mientras aún vivían Pedro y Pablo, en la capital del Imperio, hacia la que convergen todas las rutas terrestres y marítimas.

Han bastado un apóstol genial y una sola generación de hombres para surcar todo el Mediterráneo, para evangelizar Efeso, Filipos, Corinto, Atenas y llegar mas allá de Roma, “a los limites de occidente”.

Esta nueva religión se va implantando con tal vigor que llega a inquietar en el año 64 al emperador Nerón, y provoca la primera persecución, la cual le termina costando la vida a Pedro, el primer obispo de Roma quien es decapitado aproximadamente en el año 67. “Solo se ataca a lo que molesta y es una amenaza”.

Se puede observar claramente en la sucesión de los 14 obispos que precedieron al apóstol Pedro hasta finales del siglo II, que el cristianismo se había extendido por varios territorios, ya que 4 fueron Romanos, 3 Italianos, 5 Griegos, 1 de Emesa y 1 Siriaco.

La geografía cristiana, hasta el siglo II, fue Mediterránea y marítima, las Iglesias se distribuían formando un collar, alrededor de la costa, de puerto en puerto, desde Azoto a Antioquía, pasando por Jope, Sebasta, Cesarea de Palestina, Ptolomea, Tiro y Sidón. Bastaba una embarcación pequeña de cabotaje para ir de un puerto a otro o a una ciudad de la costa oriental.  

La Iglesia toma un segundo impulso y penetra hacia el interior en Siria y en Asia Menor. 

Plinio, un joven procurador de Roma, relata en una carta al emperador Trajano, el progreso en el avance del cristianismo hacia el año 112, (apenas iniciado el siglo II,  y a tan solo 80 años de la muerte del Señor), informando, que ya en la región de Bitina, a mil Km. de Jerusalén, y a dos mil cuatrocientos Km. de Roma, la Buena Nueva no solo es predicada, sino que la comunidad cristiana es tan viva que provoca envidias y coloca al legado romano en una situación difícil, generando un entorno peligroso para las instituciones religiosas y sociales oficiales. 

Por lo general, la evangelización empezaba por la metrópoli y las ciudades, y se limitaba a las grandes arterias y a las grandes vías de comunicación. Teniendo que esperar hasta fines del siglo IV o inicios del siglo V, para que la evangelización llegue al campo, tanto en Siria y en Grecia como en Italia y en la Galia.

Ya en época de Trajano, el centro de difusión del cristianismo en Asia no era Jerusalén, sino Antioquía, punto neurálgico del cual se irradian rutas en todas direcciones, al este hacia Palmira, el Eufrates y Babilonia, al norte hacia Samosata y Zeugma, y mediante el puerto de Seléucida, se hacia fácil llegar a Sidón, Cesarea y Jerusalén. 

En el año 180, a causa de su vitalidad, se genera una persecución que pone a prueba a esta joven iglesia en África donde mueren los primeros 12 mártires de Scili. Pero esto no fue motivo para evitar que el cristianismo penetrara de una forma profunda en todas las ciudades de la costa y hasta en el desierto.

Capítulo II
Vía y Medios de Penetración

Los viajeros

La prosperidad y la paz, al mismo tiempo que facilitaban los intercambios, también agudizaban los apetitos. El Imperio del siglo II hacia gala de un lujo y un refinamiento en la exquisitez de tejidos y de toda clase de materiales que justificaban el impulso de la industria y además las transacciones se veían cada vez mas favorecidas, ya que contaban con una moneda común.

Había otros que viajaban para satisfacer su curiosidad o ampliar su cultura, los estudiantes frecuentaban las escuelas o los maestros celebres de Atenas, de Alejandría, de Roma, de Marsella o de Lyon. En Atenas, los estudiantes eran tan numerosos que la pureza de la lengua griega peligraba.

Las grandes fiestas religiosas, los juegos de Roma o de Olimpia, los misterios de Eluisis y los centros de medicina como Pérgamo atraen a la muchedumbre y a los artistas. Los judíos movilizan barcos (charters) para celebrar la Pascua en Jerusalén. Finalmente algunos viajan por placer y otros tan solo por ser peregrinos.

Las hostelerias

A lo largo de las grandes arterias se encontraban relevos de postas para caballos y mulos, lugares donde pasar la noche, también donde comer y beber. Los Hechos de los Apóstoles, mencionan las Tres Tabernas, unas postas en la ruta de Puzzuol a Roma, a 47 Km. de la ciudad. Las postas no tenían ni la calidad ni la comodidad de los hoteles situados al borde de las playas o de las ciudades.

Las tabernas tenían mala reputación. El derecho romano reconoce que en ellas se practicaba la prostitución, y que los dueños tenían fama de avaros, granujas y rufianes; sus mujeres tenían fama de brujas y sus criadas de rameras. Se les reprochaba el rebajar el vino con agua y la falta de higiene. Uno no debía ser ni muy exigente ni muy formalista para alojarse en estos lugares.

La hospitalidad

Toda la antigüedad ha considerado que la hospitalidad tiene un carácter en cierto modo sagrado. El extraño que atraviesa el umbral de la puerta es una especie de enviado de los dioses o de Dios.

El judaísmo tenia en alta estima el recuerdo de sus padres y maestros que habían dado acogida a quienes iban de camino: Abrahám, Lot, Rebeca, Job, y por ultimo Rahab la cortesana.

La disponibilidad con que las comunidades recibían a los hermanos que estaban de paso es algo que llena de admiración a los mismos paganos.

La carga de esta acogida recae sobre toda la comunidad, especialmente sobre los obispos, los diáconos y las viudas. Desde mediados del siglo II existe en Roma y en Cartago una caja, que se alimenta con la recaudación de los domingos, destinada a la recepción de los extranjeros. Por regla general el huésped de paso llevaba una carta de recomendación para evitar los oportunistas.

Aquellos que desembarcaban en Corinto o en Antioquia, debían llevar también una carta de recomendación de la comunidad madre, otros es posible que se manejaran con contraseñas o con un objeto – un carnero o un pez – del que cada uno poseía una parte y al juntarlos coincidían perfectamente.

El huésped podía prolongar su estadía 2 o 3 días como es la costumbre aún hoy en día entre los árabes. Más allá de ese tiempo, el extranjero debe ponerse a trabajar y a ganar su pan. Quien no quiere trabajar o dice que no tiene oficio se comporta como un “traficante de Cristo” dice la Didaché.

La Didaché fundamenta estas reglas en motivos evangélicos. Para un cristiano, acoger al extraño es acoger a Cristo y manifestar la fraternidad que une a todos los que llevan su nombre. Fraternidad y hospitalidad van unidas, como lo dice ya la carta a los Hebreos. Los tiempos de denuncias y de persecuciones, que provocan la huida o el desplazamiento de numerosos cristianos, ofrecen un nuevo motivo para dar hospitalidad. El extraño ya no era solo un hermano, sino un confesor de la fe a quien la comunidad ofrece una acogida especial.

Las cartas que estrechan lazos

La  carta que viaja de comunidad en comunidad, de país en país, es ante todo un lazo que une a los hermanos dispersos y ansiosos siempre de estar juntos. Se escriben, se consultan, se ayudan entre si. Los visitantes llevan casi siempre un mensaje de la comunidad de que proceden. 

Además de las epístolas canónicas, las cartas cristianas son con frecuencia mensajes de exhortación, especie de homilías que las comunidades acostumbraban a leer durante la celebración eucarística, para la edificación de todos. Las actas y las pasiones de los mártires forman parte de estos escritos y su utilización en la liturgia es manifiesta.

Esto ofrecía a los falsarios una oportunidad demasiado buena, y las cartas apócrifas empiezan a proliferar.

Las cartas permiten a Roma informar y estar informada y, ya desde el año 97, ejercer un papel moderador.

Desde el siglo II los obispos se escriben, se consultan, dan noticia de sus nombramientos, solicitan ayuda económica, ponen a los demás al corriente de las dificultades doctrinales o simplemente disciplinares.

Capítulo III
El Ambiente Social

La Procedencia Social

En una carta escrita por Plinio al emperador Trajano, detalla que las comunidades cristianas en Bitinia, se encuentran fieles de todas las edades, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, esclavos y ciudadanos romanos, habitantes del campo y de las ciudades. Señala su gran número y la diversidad en su procedencia social

Con respecto a las ciudades contemporáneas de Cartago, Alejandría, Roma y Lyon, se observan grupos igualmente abigarrados, La fe nivela las clases sociales y elimina las distinciones sociales, cuando la sociedad romana lo que hacia era dividirse en comportamientos estancos y levantar barreras. Amos y esclavos, ricos y pobres, patricios y filósofos se agrupan y se funden en una comunión mas profunda que la de la sangre o la cultura. Todos se aúnan y los lleva a llamarse con toda razón hermano y hermana. Lo que produce una especie de trauma en los paganos, Esclavos o ciudadanos libres, todos tienen un alma de hombre libre, y la conciencia de esa igualdad es tan fuerte que casi nunca se hace alusión a la condición servil en los epitafios cristianos.

El rostro de la comunidad romana ha cambiado mucho desde la muerte de Pedro y Pablo. Ahora son numerosas las familias acomodadas y con fortuna que proveen de fondos para subvenir las muchas necesidades de los hermanos de Roma y del Imperio. La generosidad romana llega muy lejos, sostiene principalmente a los pobres y viudas de su propia comunidad. Ricos y desheredados se complementan. La lengua griega es la que se utiliza en la liturgia hasta el siglo III, cuando se impone el latín.

La comunidad de Lyon, mucho menos importante numéricamente que la de Roma, nos ofrece un cuadro social mas matizado. Esta compuesta de extranjeros venidos sobre todo de Asia y de indígenas de todas clases. Al parecer la Iglesia ha reclutado mucha gente entre la burguesía. La clase acomodada parece haber propagado el Evangelio entre empleados y esclavos. La mayoría de los escritos encontrados de esa época se encuentran en griego, que es la lengua de la mayoría de los cristianos y de la liturgia.

Los oficios

El valor humanitario de la medicina que parecía inspirado por Jesús mismo, estimulaba a los cristianos para ejercer esa profesión. 

La Iglesia del siglo II trataba de apartar a los fieles de profesión militar aunque implícitamente no lo prohibía.

En el siglo II los filósofos y sofistas son adulados por las ciudades y los príncipes. Cansados de una religión sin poesía y sin alma, los romanos se dirigen desde hace mucho tiempo hacia los maestros del pensamiento. La filosofía se convierte una escuela de espiritualidad y el filósofo se convierte en un director de conciencias y en un maestro de vida interior.

En cambio, la Iglesia desaconseja todos los oficios que tienen relación con la magia y la astrología, los que tienen que ver con los juegos del circo, yóqueis, gladiadores o simples empleados en la organización de los juegos. Los oficios del teatro y la danza no eran mejor tratados; comediantes, mimos, pantomimas, danzantes y danzarinas eran con frecuencia reclutados en un ambiente mediocre.

La simple moral excluía a los prostituidos de uno y otro sexo, y con mayor razón a quienes negociaban con el más antiguo oficio del mundo.

Condición  de la mujer

Ciertamente juegan un papel activo en las comunidades cristianas. Tanto en Oriente como en Roma, y tanto en la Iglesia como en las sectas disidentes, mujeres con frecuencia ricas de fortuna, contribuyen a la expansión cristiana, hasta tal punto que podemos preguntarnos si la Iglesia, en sus orígenes, no era de predominancia femenina, como lo fue en la sociedad burguesa del siglo XIX.

Al mismo tiempo que la dignidad de la mujer crece, el cristianismo exige el respeto a la vida, en una época en que el aborto es moneda corriente en todas las clases de la sociedad, tanto en Egipto como en Roma.

Las jóvenes viudas, a las que Pablo ya recomendaba que se casaran para evitar convertirse en victimas de la ociosidad, son tomadas a cargo de la caja común. Y las más fervorosas se agrupan en comunidades

En ningún sitio la dignidad y la igualdad de la mujer con el hombre resaltan mejor que en la gesta del martirio. El número de mujeres que encontramos en el martirio está en función de su heroísmo. Casi no existe relato que no mencione la presencia de mujeres o de muchachas. Los paganos parece que con sadismo se ensañan especialmente en ellas, como si personificaran la victoria del cristianismo.

Segunda Parte: La Presencia en el Mundo

Capítulo I
La Contaminación de la Fe.

La rápida expansión del cristianismo, en contraste con la decadencia de las religiones paganas, sorprendió y a veces aterró a los paganos. El mundo greco – romano no se convirtió al culto de Mitra ni de Cibeles, no se convirtió al judaísmo, a pesar de la propaganda desplegada, pero se convirtió al Evangelio. Menos de dos siglos después de la muerte de Jesucristo, los cristianos ocupan en el imperio una posición arraigada. Próxima ya la paz constantiana, el número de cristianos se estima en un 5% e incluso en un 10% de la población del Imperio.

¿Cómo explicar el éxito del cristianismo cuando todas las demás religiones venidas de Oriente habían fracasado?

La forma de ser del Occidental, casi no puede concebir una reevangelización si no es por medio de una estrategia bien planeada.

La penetración evangélica en el transcurso de los dos primeros siglos, en los que la Iglesia, lejos de tener el favor del Estado, se encuentra frente a la suspicacia y a la hostilidad de la población, se debe mas a la vida misma que a la estrategia.

El clima es muy diferente en tiempos de Tertuliano y de Orígenes. Algo del impulso primero se ha desvanecido. La Iglesia ha pasado por sus primeras expansiones, ha conocido defecciones; esta magullada por las herejías y tiene el aliento cortado por las persecuciones. Esta despertando a lo cotidiano.

Con respecto a la Iglesia apostólica, el periodo que sigue a la desaparición de los Doce consuma la ruptura con la Sinagoga, que favoreció la primera etapa de la expansión cristiana, pero podía comprometer la siguiente.


La salvación viene de los Judíos

            En el primer tiempo, que puede abarcar el siglo I, el desarrollo del cristianismo aprovecho la organización de las juderías dispersas por el mundo entero, desde el Ebro hasta el Eufrates. Pablo y sus colaboradores, procedentes del judaísmo, tenían la seguridad de encontrar acogida entre sus correligionarios en las principales ciudades del Imperio. Sus huéspedes fueron quienes primero escucharon “la buena nueva” que llegaba desde el país de sus antepasados.

            Judíos convertidos en Jerusalén o en el transcurso de sus viajes de negocios, pudieron llevar a casa, a Alejandría o a Cartago, la “buena nueva” y propagar la religión de Cristo. Los numerosos “fieles” – hombres y mujeres- que Pablo saluda al final de su Carta a los Romanos, antes de ir a verlos, pudieron en parte haber sido convertidos de esa manera. 

            Durante el primer siglo, la vida cristiana estaba tan mezclada con el judaísmo que el Estado romano no distinguía una de otro todavía, sino que los confundía hasta tal punto que les reconocía los mismos privilegios: libre ejercicio de culto, dispensa del ejercicio militar, extensión de todos los cargos, obligaciones y funciones incompatibles con el monoteísmo. La dispensa de culto al emperador se suplía con una oración por él. Los cristianos permanecerán fieles a esta práctica. 

            Las cosas cambian a comienzos del siglo II, cuando la distinción se puede hacer con nitidez. El Estado reconoce como lo muestra la carta a Plinio, la originalidad de la autonomía del movimiento cristiano. Cuando la tempestad se desata sobre el judaísmo, en el año 135, los cristianos no son molestados en absoluto, viven en paz y prosperan.

            La autonomía de la Iglesia con respecto de la Sinagoga no significa que exista una ruptura, el dialogo entre una y otra prosigue durante todo el siglo II. 

El método de la reevangelización

            El Evangelio se beneficia de lo que es a la vez movimiento y cohesión del mundo mediterráneo. La facilidad de las comunicaciones, la importancia de los intercambios comerciales y culturales provocan la migración. 

            La Iglesia es mediterránea y habla el griego la lengua de las relaciones literarias y de las transacciones comerciales. Esta lengua que era comprendida en todas las ciudades del imperio, favorece la progresión, permite los intercambios y mantiene la cohesión entre las comunidades evangelizadas. La lengua es siempre un poderoso factor de unidad: dejamos de entendernos cuando dejamos de comprendernos.

            El hecho de haber abandonado el arameo para sustituirlo por el griego fue una intuición genial. Con eso la Iglesia tomó una opción misionera, escogiendo la lengua de todo el mundo. El griego jugaba el papel que hoy juega el inglés, permitía que se circulara y hacerse comprender en todas las metrópolis y centros urbanos del mundo. 

            El primer impulso a la expansión misionera fue dado por Pablo y los demás Apóstoles. Cuando los Apóstoles desaparecieron, las comunidades en vez de llorarlos los imitaron. El patrimonio esta ahora fiado a sus manos. La responsabilidad descansa sobre la comunidad entera. Convertirse significa misión, fe significa compartir.
            El cristianismo es como una mancha de aceite, se extiende por las mallas de la familia, del trabajo, de las relaciones. Es una predicación modesta, que “no se hacia bajo la luz de los focos, públicamente en plazas y mercados, sino sin ruido, a la oreja, por medio de palabras dichas en voz baja y al amparo del hogar domestico”. Los primeros evangelizadores son los miembros de la familia propia. No son raros los casos en que el evangelio se extiende a todo el hogar, al cónyuge y a los hijos.

            Desde San Pablo conocemos familias en las que los padres se convierten junto con sus hijos y con los domésticos; a este conjunto, judíos y paganos lo designaban con el nombre de “casa”. Esta “contaminación” familiar es lo que explica la asombrosa difusión del Evangelio en Bitina, según lo describe Plinio en su informe al decir que el cristianismo ya había alcanzado a gran cantidad de jóvenes y adultos.

            Los amos cristianos convencen a sus esclavos o a sus sirvientas y a los hijos, si los tienen, para que se hagan cristianos, y así se aseguran su amistad, y cuando se han hecho cristianos los llaman “hermanos”, sin discriminación, pues ya están unidos en una misma comunidad.

El ejército romano no es impermeable al evangelio. Se encuentran cristianos en las legiones romanas, al menos desde el siglo II. Es posible que los primeros soldados hayan sido evangelizados, como insinúa Celso, por misioneros itinerantes, que “recorrían las ciudades y los campamentos”. Pablo ya predico a las cohortes pretorianas. Hay pretorianos cristianos en tiempo de Nerón. Y el mismo Tertuliano reconoce que, en su época, los cristianos llenaban el ejército. 

            En este compartir la vida cotidiana es donde se preparan las conversiones. ¿Cómo habrían podido los cristianos ser la sal de la tierra, si no hubieran estado en contacto con ella, sino hubieran sido el alma del mundo, sin mezclarse con él?

Capítulo II
El Enfrentamiento con la Ciudad.
           
El encuentro con la ciudad antigua

Al contrario que los judíos, los cristianos se integran en la ciudad. Se niegan a ser una raza a parte o a vivir como emigrados. Nada los distingue de sus conciudadanos, ni su lengua ni su manera de vestir, ni sus costumbres. No hay ghetto. El pagano puede notar la sencillez de su comportamiento y, en cuanto a la mujer cristiana, la ausencia de perifollos, la simplicidad de sus ropas y la discreción de su arreglo personal.

Los cristianos se encuentran cara a cara con el Imperio. Su monoteísmo impermeable a todo sincretismo, no limitado a una raza como el judaísmo, pretendía extenderse hasta alcanzar las dimensiones del mundo habitado, como la religión romana. ¿Cómo instalarse en una ciudad en la que el sitio estaba ocupado por una religión de Estado? ¿Como limitar a las fronteras del Imperio y a sus instituciones un Evangelio que por su misma naturaleza las desborda? 

El cristianismo se presenta como un fermento perturbador y refractario. Hacer frente a la religión era hacer frente al Estado y, por consiguiente, era ser revolucionario.

Los problemas surgen en todo momento, en la casa, en las calles, en el mercado, donde se venden carnes sacrificadas a los ídolos, en la asamblea. El nacimiento de un hijo, la imposición de la toga blanca, el noviazgo, las bodas, todo esto lleva consigo gestos de culto.

            El maestro y el alumno no pueden esquivar la mitología. La enseñanza de la literatura es una continua tortura para la conciencia del maestro cristiano, sobre todo si es un recién convertido. El fiel obedece cuando la Iglesia le permite estudiar los autores paganos, pero tiende a desobedecer cuando le prohíbe enseñarlos. La Iglesia oscila entre la tolerancia y la repulsa.

            Si se trata de un cristiano comerciante y pide un préstamo de dinero, el pretor le exige un juramento en nombre de los dioses. ¿Puede, decir que no?

            Si es escultor o dorador, ¿Cómo no sacar provecho de su oficio o de su arte, que es como se gana la vida, fabricando ídolos o trabajando para un templo? Si acepta un cargo público, es de rigor hacer un sacrificio. Si se enrola en el ejército, ¿Cómo sustraerse al juramento y a los ritos que lleva consigo el servicio militar?

            En Roma en tiempos de Trajano, existía un día laborable por cada 2 días festivos. Esta era la forma en que Roma dominaba a la masa. Pero cada día festivo aislaba al cristiano y le hacia sentirse como desplazado.

            Las fiestas estaban presentes en todo el imperio. Los juegos eran la marca esencial de la fiesta; los juegos de circo proliferaban en apuestas como las quinielas de hoy. El teatro era una mezcla vodevil y de music – hall; ponía en escena a maridos engañados y menages à trois. Las actrices hacían strip-tease hasta el desnudo integral.  

            Los juegos del anfiteatro ofrecían a la masa desencadenada el pasto de matanzas feroces y de sacrificios humanos que nos estremecen. El hombre se saciaba con sangre de hombre. Y allí, entre condenados de derecho común, hermanos y hermanas: Ignacio en Roma, Potino, Atala, Blandina en Lyon, Felicidad, Perpetua en Cartago, son arrojados como pasto a los leones y a la ferocidad de una muchedumbre antropófaga. El heroísmo de los mártires servia de espectáculo en las celebraciones paganas.

            La persecución sangrienta de un emperador sádico, Nerón, pone al descubierto un enfrentamiento entre el Imperio y la Iglesia, dificultándose las relaciones y dando lugar a una desconfianza reciproca. Los cristianos se sienten vigilados, bajo sospecha. En Roma sus nombres figuran en los registros de la policía junto con los de los dueños de tugurios, los rufianes y los ladrones de baños: un incidente cualquiera o cualquier rencor bastan para que no se les deje tranquilos.

El problema religioso se complica con un problema político que el filosofo Celso pone en evidencia. Los cristianos son acusados de conspirar contra el Estado, de oponerse a sus estructuras. Lejos de ser una fuerza conservadora, como le echan en cara los socialistas y anarquistas de hoy, en tiempos de los Antoninos el cristianismo se presenta como revolucionario. Pone en tela de juicio la legislación y las instituciones de la ciudad. Los cristianos se ponen al margen de la sociedad.

Es una acusación grave, en un momento en el que los barbaros están a la puerta en las orillas del Rin y del Danubio. Hay que defen­der el Imperio, pero también hay que preservar el patrimonio de la cultura y de la civilización contra la destrucción. Pero los cristianos no defienden esos mismos valores; no se confunden con el Imperio romano; no pueden ni quieren identificar su historia con la del Imperio; el mensaje de los cristianos es más vasto y más duradero que los imperios y las civilizaciones, que se construyen y se destruyen. A esta actitud el Estado romano la califica de indiferencia, y de incivismo, porque la religión oficial forma una sola cosa con la ciudad. Dos concepciones inconciliables se enfrentan: una conciencia política, encarnada por el emperador y que quiere imponerse a todos en todos los aspectos, y una conciencia moral personal, que rechaza una religión política en la que el alma queda excluida y que se niega a admitir culto a los dioses.

Las acusaciones de la calle

En una Roma pragmática, más supersticiosa que religiosa, donde los emperadores no son unos fanáticos, el peligro que amenaza a los cristianos está en la calle.

El hombre de la calle, sensible ante la astrología y la magia, se entusiasma poco en un Evangelio que exige un cambio tan grande de vida: lo cede generosamente a otros. Por todo esto, ordinariamente los cristianos no son molestados.

La mujer evita los atuendos llamativos, el marido ya no jura por Baco o por Hércules. Incluso el hecho de pagar los impuestos es sospechoso: “nos quiere dar una lección”, dicen esos mediterráneos. Se sabe que los cristianos son escrupulosos en cuanto a los pesos y las medidas. Su honestidad misma es la que se revuelve contra ellos o los señala a la atención pública. El pueblo ama a quienes se le parecen y recela de quien se distingue o se aísla. Sospecha que haya en esa conducta desprecio o disimulo. Empiezan las habladurías; la ayuda que se prestan los cristianos es extraña, la fraternidad entre amos y esclavos se hace dudosa, incomprensible para un espíritu cultivado: ¿Cómo se puede confraternizar con gentes simples, ignorantes y sin letras?

Incluso las ausencias son espiadas. Los cristianos evitan todas las fiestas religiosas, ¡y bien sabe Zeus si las hay a lo largo del año! Se aparta del teatro, de los juegos del circo, lo cual parece inverosímil a los romanos y a los africanos que tienen un gusto inveterado por el espectáculo.

La celebración eucarística, en la que el obispo dice: Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, es presentada como un rito caníbal: los cristianos inmolan un niño —se dice— como en el festín de Thyeste. Todos los apologistas se sienten obligados a salir al paso de estas falsedades que corren de ciudad en ciudad a lo largo del siglo II. Al libertino le es difícil reconocer que hay hombres y mujeres castos. De ahí a tachar el celibato voluntario de incivismo o de desviación.

La religión popular está hecha de superstición y de pragmatismo. Lo que le pide a los dioses es: bienes temporales, salud, paz, victoria. 

En el año 162, los soldados trajeron desde Asia la más grave de las epidemias de la Antigüedad. Poco después, los germanos invaden el Imperio, atraviesan el Danubio y penetran en Italia y en Grecia. En el año 167, se declara la peste en Roma. La terrible inundación del Tíber es causa de un autentico exterminio. Tiempos apocalípticos y de terror.

El emperador y los sacerdotes asedian los templos y sacrifican rebaños. La muchedumbre se apretuja; se busca con la vista a los ausentes; los cristianos no han acudido. ¿Donde están?

Sequia, malas cosechas, hambre, se multiplican. El pue­blo se figura que los dioses están desencadenados. Hacen falta culpables. El cristiano es «el pelagatos, el sarnoso del que todo el mal procede», así lo designa la vindicta popular.

Se grita: ¡Abajo los ateos! ¡Cristianos al león!

El furor popular se impone a los magistrados, que se esfuerzan en vano por mantener el orden y respetar la legalidad. El pueblo se vuelca sobre los cristianos, casi por impulso propio, con piedras y antorchas; profana los cementerios cristianos, como en los tiempos de la guerra civil de España, y hasta los más graves de los crímenes quedan impunes.

Durante siglos los fieles de Cristo siguen siendo tenidos por responsables de las desgracias del Imperio. 

A la caída de Roma en el año 440, los paganos que quedan, acusan a los cristianos de haber desencadenado la ira de los dioses; esto muestra hasta que profundidad habían llegado las raíces de este sentimiento en el alma pagana.
 
Tercera Parte: El Rostro de la Iglesia

Capítulo I
Iglesias e Iglesia.

La Iglesia es en primer lugar un grupo de hombres y mujeres que participan de una misma fe y de una misma esperanza, y que, estando dispersos, salen al encuentro unos de otros, se reúnen, conscientes de su unidad.

La organización de los cuadros

El final del siglo I es de importancia capital en la historia del cristianismo. Todos los Apóstoles han desaparecido, menos Juan, el último testigo. Se convierte en un personaje casi legendarios. Permanece durante mucho tiempo en Asia. Clemente afirma que organizo en Asia comunidades que, durante todo el siglo II evocan su autoridad.

A partir de entonces, las comunidades están en manos de jefes que se transmiten los relatos y las enseñanzas de los evangelios. Han tomado el relevo de los primeros Apóstoles y de sus colaboradores. Se establece una organización flexible y progresiva. Procede por etapas cuyas huellas son todavía hoy perceptibles. Las comunidades judeo cristianas mantienen durante algún tiempo una dirección colegial (ansíanos o presbíteros). Las que nacen en tierra pagana se apoyan en el binomio obispo – diacono. Ambas organizaciones son simultáneas, y, después, se unifican a lo largo del siglo II. Su establecimiento se lleva a cabo poco a poco, con retrasos, vacilaciones, y algunas veces con crisis. La vida no esta uniformada, sino que se desarrolla orgánicamente, crece con la vitalidad explosiva de los comienzos.

Los convertidos se juntan, se agrupan y se fusionan en una comunidad, formando la Iglesia del lugar. Eusebio lo dice explícitamente:”los Apóstoles distribuyen sus bienes a los pobres, abandonan su país, ponen los fundamentos de la fe en regiones extranjeras, establecen pastores a los que entregan la solicitud de aquellos a quienes han traído a la fe”.

Ignacio en Antioquia, Policarpo en Esmirna, Potino en Lyon, Cuadrato en Atenas, Dionisio en Corinto, son jefes de sus comunidades; se llaman epíscopos, obispos, lo cual significa inspectores o superintendentes, título que procede de la administración civil. El nombre de obispo, que du­rante un cierto tiempo fue sinónimo de presbítero, acaba imponiéndose para designar la autoridad monárquica.

Hay muchas ciudades que tienen como obispo a personajes de gran altura, como Policarpo o Ireneo, pero hay otras que escogen una talla adaptada a su medida. No todos los corsos son Napoleón. La vida de la iglesia local tiene habitualmente unos comienzos más modestos; elije al hom­bre más disponible, al más generoso, que se impone por su calidad y su ejemplo.

Así el marco doméstico es la cuna de la comunidad, a la que proporciona un centro de irradiación y le facilita la continuidad. A su alrededor se agrupan los convertidos, las familias, las «casas». El lugar de los encuentros ocasionales tiende a convertirse habitual. Cuando se hace dema­siado pequeño para la comunidad, que sobrepasa los cua­renta o cincuenta miembros y sigue ampliándose, entonces los cristianos alquilan una sala, y lo más corriente es que su propietario acabe por donarla a la comunidad. Se cam­bia su disposición interior, echando abajo tabiques, con el fin de disponer de un espacio suficiente. Así lo vemos en la iglesia de Doura Europos, que antes era una casa privada. Lo mismo debió ocurrir en Roma. El huésped responsable de la reunión termina siendo el jefe natural de la comuni­dad. Esta es la situación que nos describe el Pastor de Hermas.

El epíscopo, ya desde los comienzos de su existencia, es­tá asistido por un colaborador directo, habitualmente más joven que él, el diácono, cuyas cualidades personales, fami­liares y sociales deben hacerle apto para cooperar eficaz­mente con el jefe de la comunidad. Juntos dirigen la reunión, celebran la eucaristía; juntos son gerentes del bien común y proveen a las necesidades de la comunidad.

A lo largo del siglo II, la institución epíscopo y diácono se confunde con la de presbíteros o ancianos, de origen verosímilmente judaico. Los «ancianos», en el judaísmo eran los notables, que formaban parte del sanedrín o que diri­gían la comunidad y la sinagoga. En tiempos de los Doce, existen en Jerusalén, cuando Santiago es allí obispo. Asis­ten con los Apóstoles al primer concilio de Jerusalén. A fi­nes del siglo I los encontramos en Roma, en Filipos, en Corinto, donde son objeto del conflicto que da motivo a la car­ta de Clemente de Roma.

            La solución más elegante para pasar de la autoridad colegial a la institución monárquica consistía en elegir al obispo entre el cuerpo presbiteral.

La unidad y la vitalidad de una comunidad en el siglo II dependen, en gran parte, de la personalidad del obispo. Es el defensor de las pequeñas iglesias contra el aislamiento y, al mismo tiempo, es el faro de su irradiación.

La comunidad elige a un hombre de experiencia, desin­teresado, probado en la vida familiar y profesional, con una situación independiente. En Oriente se prefiere que sea un cristiano rico, con posibilidades para subvenir a los necesitados de la comunidad. En algunas iglesias de Asia el car­go es casi hereditario. Es el caso de la antigua iglesia de Ar­menia. Policarpo es el octavo miembro de su familia que ejerce el cargo en Efeso.

El obispo es gene­ralmente de edad madura. La Didascalia pide que tenga cin­cuenta años. «Se necesitan cincuenta años para hacer un hombre», había dicho Platón. Pero esta regla tiene sus ex­cepciones: la edad puede ser sustituida por la generosidad y la prudencia.

La elección se lleva a cabo en el curso de una asamblea, en la que se congrega la comunidad. El voto es oral. Se propone al pueblo el nombre del miembro, ordinariamente sacerdote o diácono. En el caso de que los electores sean de­masiado pocos, pueden pedir a miembros probados de una comunidad vecina que se unan a ellos. Después de la elección, los obispos vecinos imponen las manos al elegido. Se aconseja que no ejerza el comercio ni una función pública, pues los ne­gocios podrían comprometer su fama de desinteresado, y la magistratura le impondría la obligación de presidir las fies­tas religiosas de la ciudad y sacrificar a los dioses.

Además de las cualidades morales, es fundamental el conocimiento de la Escritura. «Que el obispo... sea asiduo en la lectura atenta de la Divina Escritura, para interpretar y explicar correctamente sus libros». Incluso hay obispos que aprenden el hebreo para exponer mejor la palabra de Dios. 

El autor de la Didascalia, que posiblemente es obispo, al mismo tiempo que una visión de conjunto nos ofrece informaciones sobre sus actividades diversas; seguramente las dé finales del siglo II. El retrato puede parecer idealiza­do, pero las tareas descritas son bien concretas. Es el jefe de la asamblea y de la liturgia. Administra justicia, solucio­na las diferencias, da prueba de discernimiento y de bene­volencia. Alimenta a la fe y alimenta a los pobres. En una palabra, en la iglesia está en el lugar de Dios. 

En la carta de Plinio el Joven, sobre los cristianos, encontramos la primera men­ción de dos mujeres, dos diaconisas, que ejercen un minis­terio concreto en la Iglesia, como ya hemos visto. De mane­ra similar a los diáconos, tienen a su cargo el «sector feme­nino» y se dedican de modo especial a las pobres, las enfer­mas y las ancianas. En el siglo XIX las iglesias anglicana y protestante se inspirarán en esta figura de la diaconisa.

En Occidente no hubo diaconisas. Las que, más tarde, se llamaron así, son beguinas. Por el contrario, en Asia, el obis­po o el diácono no podían ir a algunos sitios sin que pareciera indiscreto, pero la diaconisa sí podía ir. Visita los gineceos en donde hay cristianas y catecúmenas casadas con paganos, a fin de prepararlas para el bautismo y cuidar de su perseverancia. Ayuda al obispo en el bautismo de las mujeres y se en­carga de las unciones.

La Didascalia puntualiza que las diaconisas no deben ni bautizar ni predicar, pues «las mujeres no han sido estable­cidas para enseñar», lo cual coincide con la afirmación de San Epifanio: si ésa hubiera sido la voluntad de Jesucristo, «a María, antes que a ninguna otra mujer, le habría sido conferida la función sacerdotal». Las mujeres, que en la Gran Iglesia están bien sujetas, se desquitan en las sectas profetizando y bautizando.

Carismas e institución

A todo lo largo del siglo una fermentación mística, con visiones y profecías, remueve a la Iglesia. Esta efervescencia es un fer­mento que mantiene en las comunidades el fervor de los comienzos, alimenta la vocación a la continencia y el deseo del martirio.

Son muchos los obispos carismáticos: Ignacio y Policarpo son conducidos por el Espíritu y gratificados con revelaciones. Melitón de Sardes está poseído por el Espí­ritu. Un siglo después, visiones y revelaciones ocupan to­davía un lugar impresionante en la vida de san Cipriano.

Justino e Ireneo conocen a cristianos, iluminados por el Espíritu, que han recibido los dones de curar, de lenguas, de presciencia y de conocimiento. «Imposible decir — concluye el obispo de Lyon — el número de carismas que, en el mundo entero, la Iglesia recibe cada día de manos de Dios».

Pero también Profetas de cualquier procedencia recorrían las calles y a pesar de la ordinariez de sus artificios, turbaban los espíri­tus, encontraban credibilidad y acogida entre gentes buenas, que eran tan golosas de lo maravilloso y de emo­ciones fuertes como nuestros contemporáneos lo son de apariciones y de estigmas. La prudencia y la cautela de la Iglesia se explican no solamente cuando Ireneo tiene ante los ojos las actividades de un Marcos, sino todavía más cuando se entera de que co­munidades enteras, con el obispo al frente, son víctimas de visionarios. 

La Iglesia y las sectas se excomulgan recíprocamente. El martirio opera un acercamiento entre ellas, pero siguen queriendo ignorarse y no tener nada en común.        Sabemos por la correspondencia de Dionisio, obispo de Corinto, que los ascetas provocan tensiones internas en las iglesias. Es cierto que el ejemplo de las exigencias mora­les alimenta el fervor, pero existe el peligro de caer en un cierto fariseísmo. Tanto los profetas como los ascetas se erigen en jueces con frecuencia, tachan a los demás de rela­jamiento, condenan el uso del vino y del matrimonio. Hacia finales del siglo II, algunos, como Taciano y sus discípulos, se organizan en sectas y se erigen en «iglesias de los san­tos». 

En medio de tanta especulación gnóstica y delirios carismáticos, es el obispo quien debe separar la cizaña del buen trigo, señalar el buen camino y precisar la doctrina. En la tensión vital de una comunidad que se va construyendo, el obispo es el contrapeso del profeta, con fidelidad al depó­sito y a la regla de la fe.

Unidad y diversidad

Desde sus mismos orígenes la Iglesia tiene conciencia de estar abierta a todas las naciones. No está ligada ni a una ciudad, ni a un imperio, ni a una raza, ni a una clase so­cial. No es ni la Iglesia de los esclavos, ni la Iglesia de los amos, ni la de los romanos o de los bárbaros, sino la Iglesia de todos, porque a todos descubre una misma fraternidad. Todos necesitan a todos. Los grandes no pueden nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes. Su origina­lidad se basa en esta reciprocidad.

Hacia el final del siglo II, las relaciones entre iglesias van dependiendo cada vez menos de la iniciativa privada, pues las comunidades ya empiezan a organizarse entre ellas, a reunirse en sínodos o asambleas de obispos para adoptar posturas ante problemas de actualidad, como el montañismo y la controversia pascual. La reunión de Asia excluye de la comunión de la Iglesia a los herejes. Co­munica esta decisión a las demás iglesias, porque esta deci­sión compromete a toda la Iglesia y tiene valor universal.

El primado romano
La capital de la Iglesia se desplazó de Jerusalén a Roma. La toma de la antigua Lyon y su destrucción impiden que la iglesia de esa ciudad juegue un papel piloto en la historia del cristianismo. La situación política de Roma, metrópoli de todas las ciudades del Imperio, presta ya de por sí a la co­munidad cristiana establecida en ella una importancia in­discutible, que la llegada de Pedro acaba por consagrar.

Las otras grandes metrópolis, Antioquia, Efeso, Corinto, fundadas por los Apóstoles Pedro o Juan, reconocen muy pronto el primado romano. El prestigio de Roma con­siste sobre todo en la venida a ella y en el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo. La autoridad de Pedro es la que consagra la primacía romana, aunque esta primacía no es firme desde el primer momento, sino que se va afirmando poco a poco, según las circunstancias y las necesidades, conforme a una ley que ilustra la historia de la Iglesia. Doc­trinarios y heréticos se esfuerzan por acreditarse en Roma, como ya hemos visto, porque la comunión con Roma les asegura la comunión con la Iglesia entera.

Capítulo II
Un Solo Corazón y Una Sola Alma.
           
La viuda y el huérfano

En Grecia y en Roma solamente eran protegidos los in­tereses de los niños nacidos libres y ciudadanos. La ley no se ocupaba de los otros, cuyo número era proporcional al de los huérfanos cristianos, recogidos entre las clases tra­bajadoras y modestas. 

Un gran número de niños expuestos se libraban de la muerte por medio de la esclavitud y de la prostitución. Pa­ra poner remedio a esta situación, Plinio otorga donaciones en favor de los niños pobres de diferentes ciudades, parti­cularmente de Como, su ciudad natal. Y exhorta a sus amigos para que sigan su ejemplo.

Trajano fue el primer emperador que organizó una asistencia pú­blica para los niños sin genealogía, aunque excluyendo a los esclavos. Esta organización, limitada primeramente a Roma, se extendió a toda Italia. Fue la obra social más me­ritoria de su reinado.

Sea lo que fuere de esos niños encontrados, la Didascalia nos informa acerca de la actitud de los cristia­nos para con los huérfanos y las huérfanas. El primer res­ponsable es el obispo. Siendo padre de la comunidad, ¿no lo es ante todo de aquellos y aquellas que ya no tienen padre? De ordinario confía el huérfano a una familia cristiana.

En Roma, la mu­jer que enviudaba, volvía a caer bajo la férula de su familia o de la familia del marido cuando éste moría. Pero su situación se hace muy incómoda, cuando ninguna de las dos familias son cristianas. Además, las disposiciones jurídicas favore­cían a los hijos y no a la viuda.

En el mundo griego, la ley y las costumbres preconiza­ban las segundas nupcias, en caso de viudez. La carta a Ti­moteo se adapta a los usos recibidos cuando aconseja: «Que las viudas jóvenes se vuelvan a casar». Por el contrario, Roma era menos favorable a nuevos casamientos. Se rendía honor a las mujeres que permanecían viudas. 

La situación de la viuda, que ya es precaria cuando está cargada de hijos, se agrava cuando éstos son mayores de edad y los bienes han pasado a sus manos; en estos casos, los hijos tendrían que subvenir a la subsistencia y a la habi­tación de su madre. «Una madre alimenta mejor a sus hijos, que los hijos a su madre», dice .el proverbio, que es expe­riencia de siglos.

Al tomar a su cargo a estas mujeres, la Iglesia expresaba su humanidad y su sentido social, frente a la dureza de la sociedad antigua.

Muertos sin sepultura

En la comunidad cristiana la sepultura era la última forma de la caridad para con los pobres. Como hemos visto, el emperador Juliano atribuye la expansión del cristianis­mo principalmente a la filantropía hacia los extranjeros y la sepultura a los muertos. Ambas manifestaciones de ca­ridad se conjugaban con frecuencia, porque los extranjeros alejados de sus familias y de sus países, a veces sin parien­tes, no tenían a nadie que tomara a su cargo sus funerales.

Esta actitud cristiana había llamado la atención de los paganos, porque la Iglesia no se cuidaba sólo de enterrar a sus propios muertos, sino que cumplía este deber también con todos los muertos que no tenían sepultura, víctimas de las calamidades públicas y de los naufragios. Era una de las obligaciones del diácono: «el diácono los viste y los adorna». «Si el diácono vive en una ciudad situada a orillas del mar, debe recorrer con frecuencia el litoral para reco­ger a quien hubiera perecido en un naufragio. Lo debe ves­tir y enterrar». 

En Atenas, quien encuentra el cuerpo de un muerto tie­ne obligación de enterrarlo. 

En Roma las familias ricas ofrecen sus panteones a los pobres de la comunidad.

El castigo supremo que los paganos infligían a los már­tires consistía en dejarlos sin sepultura. En Lyon, arrojan sus cadáveres a las aves rapaces, bajo una vigilancia militar; ni siquiera pagando los cristianos consiguen sustraerlos a es­ta última ignominia.

«Creían los paganos que así triunfaban de Dios y arrebataban a sus víctimas la posibilidad de una resurrec­ción. Decían: Veamos si ahora resucitan, si su Dios puede socorrerlos y arrancarlos de nuestras manos ».

«¿Que un miembro sufre? Todos sufren con él»

No todos los confesores de la fe eran condenados a la es­pada o a la hoguera. Los hay que son enviados a las minas, comparables al destierro a Siberia. «Apenas menos crueles que la muerte», se decía. En griegos y romanos la mano de obra de las minas era propia generalmente del mundo de los siervos. Al lado de los esclavos, los romanos empleaban hombres libres, que sufrían condena. La duración de los trabajos forzados era de diez años.

Los condenados eran marcados con un hierro al rojo en el brazo o en la mano, con el fin de poder ser fácilmente en­contrados, si huían. Hacían un trabajo en cadena, en el que los equipos se iban turnando sin interrupción: la duración de las lámparas marcaba la duración de los turnos. En las galerías, el aire era irrespirable; el minero, echado boca abajo sufría con un calor agobiante durante diez horas o más. Ni la salud más recia lo resistía. Soldados y esbirros vigilaban y torturaban, interviniendo al menor gesto de protesta.

Los hermanos no se quedan en sólo rezar por los herma­nos condenados a las minas, sino que acuden a ayudarles de diversas maneras. La comunidad de Roma, especialmen­te vigilada y periódicamente afectada por este castigo, en­vía recursos para aliviar a los hermanos que están en las minas,

Los hermanos condenados a prisión o a las minas son una carga más para la comunidad, que «se esfuerza en eco­nomizar el dinero necesario, con el fin de sostenerlos y, eventualmente, liberarlos». 

Otros hermanos son víctimas de los piratas en África y en las costas del Mediterráneo. 

Ya desde sus orígenes la Iglesia anima a los amos cris­tianos para que liberten a sus esclavos.

La fraternidad en­tre iglesias no se expresa simplemente por el recibir y el in­tercambiar cartas, de ciudad en ciudad y de país en país. El apóstol Pablo había ya forjado la cadena de la solidaridad haciendo la colecta por todas las iglesias de su misión en fa­vor de la iglesia madre de Jerusalén.

Ya desde los tiempos de Domiciano, cuando una comu­nidad es acosada, saqueada, perseguida, las demás acuden en su ayuda. Es una manera de expresar en lo cotidiano la conciencia de la catolicidad.

Un siglo más tarde, sigue siendo verdad el mismo elogio. Roma sostiene a las comunidades de Siria; ayuda a Capadocia, para que rescate a los prisioneros cristianos que están en poder de los Bárbaros. Roma es la gran metró­poli en la que se fraguan los negocios, en la que el dinero rueda, se gana y se gasta.

Los recursos de la comunidad

Roma batía el récord de personas asistidas, pero tam­bién el de recursos disponibles. La gestión de estos bienes era confiada a un diácono, y más tarde a un archidiácono.

Igual que los judíos y los paganos, los cristianos tam­bién aportan ofrendas al culto, no «para ser consumidas inútilmente por el fuego, como los otros, pues Dios no hace nada con ello, sino para que les sirvan a los desherados. 

Desde el siglo II la comunidad parece disponer de dos clases de contribuciones: las limosnas espontáneas en dine­ro, depositadas en el cepillo y que Tertuliano compara a las contribuciones mensuales que se hacían en los colegios profesionales, y las ofrendas en especie, oblaciones que re­cogían los diáconos; se apartaba de ellas una cantidad de pan y de vino para la celebración y el resto iba a los minis­tros del culto y a los pobres. 

Desde el siglo III, la Iglesia, que se ha hecho más nume­rosa y menos generosa, se ve obligada a recurrir de nuevo a las contribuciones judías de las primicias y los diezmos.

La Iglesia rechaza toda ofrenda que sea pro­ducto de una ganancia o de un oficio ilícito, los cristianos responden: «Más vale morir de miseria que aceptar los dones de impíos y pecadores».


Capítulo III
Retratos de Familia.
           
Un obispo mártir: Ignacio de Antioquía

Ignacio es obispo de Antioquía al comienzo del siglo II, cuando la Iglesia tiene cincuenta años de existencia. De Pa­blo a Ignacio hay la distancia que separa a un misionero, que se adapta al modo de vivir de un indio, de un indio que se convierte al Evangelio y reconsidera el cristianismo. Lle­gado del paganismo, Ignacio ha sido formado por los filóso­fos. Sus letras son las de un griego para quien el griego es la expresión de su alma y de su sensibilidad, de su cultura y de su pensamiento.

Bajo el emperador Trajano el obispo es detenido, juzga­do y condenado a las fieras. Toma el camino de los confeso­res y de los apóstoles, será ejecutado en Roma, que se reser­va las víctimas de mayor prestigio. Su deseo del martirio no le impide estigmatizar la crueldad imperial —han sido en­viados «diez leopardos» para custodiarlo— y los duros tra­tos que recibe: a su benevolencia se responde con el mal. Por el camino, expresa su gratitud a las diversas comunida­des que lo van saludando, y después escribe a Roma, a don­de tiene prisa por llegar. Ruega a los romanos que no hagan nada para evitarle el martirio: «Soy el trigo de Dios. Es pre­ciso que yo sea molido por los dientes de las fieras, para convertirme en el pan inmaculado de Cristo»

Justino el filósofo

De todos los filósofos cristianos del siglo II, Justino es sin duda es el que llega a lo más hondo de nuestro ser. Este laico intelectual, ilustra el diálogo que comienza entre la fe y la filosofía, entre cristianos y judíos, entre Oriente, donde él había nacido, y Occidente, donde abre una escuela en Roma al cabo de numerosas etapas. Su vida fue una lar­ga búsqueda de la verdad. De su obra, compuesta rudamen­te y sin arte, se desprende un testimonio cuyo precio ha ido creciendo con el paso de los siglos. Para este filósofo, el cristianismo no es una doctrina, ni siquiera un sistema, si­no una persona: el Verbo encarnado y crucificado en Jesús, que le desvela el misterio de Dios.

La Iglesia acogió a Justino y con él, a Platón, cuando se hizo cristiano en el año 130.

En el momento de su martirio, el filósofo cristiano no está solo, sino rodeado de sus discípulos. Las actas nos ci­tan seis de ellos. Esta presencia, esta fidelidad hasta en la muerte, eran el homenaje más emocionante que se pueda ofrecer a un maestro de sabiduría.

Blandina, la esclava de Lyon

Blandina fue detenida junto con su ama, la desconocida, que echó en olvido su propia suerte para no pensar más que en su esclava, tan frágil —pensaba—, que sería incapaz de mantener firme su fe en público. Blandina fue un prodigio de energía y de valor. Condenada a tormentos, su fortaleza acabó por cansar y agotar a los verdugos. Se relevaban du­rante todo el día y, al llegar la noche, ya sin fuerzas, se extrañaban de ver que un cuerpo tan machacado respiraba todavía. La enviaron otra vez al calabozo, cuyo aire hicieron irrespirable de intento. La presencia de los hermanos y su delicadeza sostenían a la mártir. La pausa duró poco. Nue­vos suplicios esperaban a los confesores de la fe. Blandina fue suspendida de un poste sobre un estrado, expuesta des­nuda a las miradas de los espectadores, más rapaces que las fieras, para ser pasto de las bestias.

Ninguna bestia tocó a Blan­dina, como si las bestias fueran capaces de tener más hu­manidad que los hombres.

Blandina quedó última ese día de fiesta. Ella misma se puso en ma­nos del verdugo. Primero la flagelación desgarró sus espal­das. La expusieron a las fieras y éstas se limitaron a mor­disquearla. Pasó también por la silla de fuego. Por último la metieron en una red y la expusieron ante un toro enfureci­do que la tiró por los aires; cayó al suelo molida. Como insensible, Blandina proseguía la conversación con Aquel que su corazón había escogido y la esperaba. Aburridos los ver­dugos, acabaron por degollarla. Los paganos, quizás aver­gonzados por su barbarie, reconocían: «Realmente, nunca hemos visto en nuestra tierra sufrir tanto a una mujer».

Su valor y su mar­tirio realzan al mismo tiempo la condición de la mujer y la de la esclava. Son un testimonio de la nobleza del corazón.

Lejos de sofocar la religión nueva, la persecución del año 177 no hizo más que propagarla por todo el suelo galo, incluso más allá.

Un obispo y un misionero: Ireneo de Lyon

Cuando la persecución del año 177, Ireneo está en la ple­nitud de la edad: inteligente, astuto, ponderado, lleno de ce­lo por el Evangelio, dispuesto siempre a escribir y a luchar, diligente en la defensa y la propagación de la fe. La comuni­dad le escoge para dirigir la iglesia de Lyon y de Vienne.

¿Quién es este joven obispo? ¿De dónde procedía? Igual que muchos de sus fieles, había venido de Frigia, quizá de Esmirna, cuya comunidad cristiana conoce.

Apenas una generación separaba a Ireneo del apóstol Juan. Su juventud se había empapado en el recuerdo que los testigos de los orígenes cristianos cultivaban piadosamente; este recuerdo lo marcó para toda su vida. Los fieles de Lyon, que lo envían en misión a Roma, destacan esta fi­delidad que lo caracteriza: «Lo tenemos en gran estima por su celo hacia el testamento de Jesucristo».

Como obispo de Lyon, la actividad de Ireneo se desarro­lla en dos frentes: se dedica a la población gala, principal­mente del campo, cuya lengua «bárbara» él conoce y habla.

Impulsa la evangelización hacia el norte: Dijon, Langres, Besancon y hasta las orillas del Rin.

Ireneo no sólo posee una gran probidad intelectual —estudia directamente los textos gnósticos—, sino que también respeta a cada individuo, aunque sea un adversario.

 Tiene la ri­queza doctrinal del pastor, el sentido de la mesura, la atención a las personas. De él se desprende algo del estilo de Juan: un calor, una pasión contenida, un fervor que se ex­presa menos en la elocuencia que en la acción.

Ireneo es al mismo tiempo profeta del pasado y profeta del futuro. Su enraizamiento en la verdad recibida le per­mite todas las audacias y le proporciona las intuiciones teo­lógicas de las que todavía hoy estamos viviendo. Para nues­tro tiempo, que todo lo cuestiona, que tan sensible se mues­tra ante lo auténtico y lo que suena a verdad, es quizá, más que otra cosa, el profeta del presente."

Una joven madre de África: Perpetua

El emperador Septimio Severo, que vivió a caballo entre los siglos II y III, endureció la postura del Estado frente a la difusión del cristianismo. Es el responsable del martirio de Potamiana y de Basílides en Alejandría, del de Felicidad y Perpetua en Cartago. Perpetua, que posiblemente nació el mismo año en que morían los primeros mártires africanos de Scili, pertenece todavía al siglo II. Los documentos que nos han llegado dibujan de ella un vigoroso retrato.

Funcionarios de África, en la ciudad de Thuburbo (la ac­tual Theburba), a cuarenta y cuatro kilómetros al oeste de Cartago, detienen a cristianos, acusados de haber infringi­do el edicto imperial. Son todos jóvenes, 

Felicidad y Revocato son de condición humilde, Urbia Per­petua pertenece a una de las familias importantes de la ciudad.

Ya presos, sin duda en la casa de un magistrado, vigilados por los guardas, los acusados agravan su condi­ción recibiendo el bautismo. 

Todos son enviados a Carta­go, a una prisión anexa al palacio proconsular.

Apenas bautizada, ya aspira al martirio. Todos sus pa­rientes se sublevan contra su resolución: su madre, su her­mano, sobre todo su padre, pagano viejo, y esa criatu­ra que todavía no habla pero cuya sola existencia debería frenarla, a la que amamanta hasta el final, y que ilumina sus largos días de cautiverio.

Su fe no ha cambiado su corazón, pero la ha enriquecido. Si por un lado se siente desolada al ver a su familia triste y abatida, por otro lado se consuela persuadiéndose de que los suyos acabarán por comprender su decisión y por compartir con ella su esperanza.

El día del suplicio, los mártires son sacados de la cárcel y llevados al anfiteatro. «Sus rostros estaban radiantes, eran hermosos. Perpetua era la última, con andar reposado, como una gran dama de Jesucristo, como una hija bie­namada de Dios». En la puerta de la arena, quisieron poner a las mujeres las vestiduras de las sacerdotisas de Ceres a lo cual, Perpetua se resiste tenazmente.

— Hemos venido aquí voluntariamente, para defender nuestra libertad.

Perpetua y Felicidad, desvestidas, fueron envueltas, co­mo Blandina, en una red y llevadas a la arena. El público, que con frecuencia era cobarde, si no fanático, «sintió un estremecimiento de vergüenza». Tuvieron que devolverles sus vestidos. Perpetua siente como si su alma estuviera en fiestas, se pone a cantar. Igual que aquella pequeña hermana suya de Lyon, está perdida en Dios. En pleno anfiteatro cae en una especie de éxtasis, que la hace insensible a lo que está pasando, insensible a las contusiones. La llevan a una habitación junto a la arena, y vuelve en sí; y pregun­ta: «¿Cuándo nos van a poner delante de esa vaca furio­sa». Le dicen que ya lo han hecho. Para convencerla tu­vieron que mostrarle las señales del suplicio que tenía en el cuerpo.}

 Perpetua está preocupada por Felicidad, que acaba de dar a luz y que está pálida, «su pecho deja escapar gotas dé leche». Cuando Perpetua ve que se cae, se acerca, le da la mano y le ayuda a levantarse. Aprovecha un momento de respiro para hablar con su hermano, el catecúmeno, y reco­mendarle a su familia y a los otros cristianos. «Permaneced firmes en la fe. Amaos los unos a los otros. Que nuestros sufrimientos no sean para vosotros motivo de escándalo».

Perpetua vuelve a la arena, ve caer uno por uno a sus compañeros y a su compañera. Finalmente le llega su tur­no. El gladiador la hiere con tan poco acierto que ella deja escapar un grito. Se rehace inmediatamente y es ella mis­ma quien dirige contra su propia garganta la mano del gla­diador novato. «Decididamente, una mujer como ésta no podría morir sino por propia voluntad», observación del redactor.

Cuarta Parte: El Heroísmo en lo Cotidiano

Capítulo II
Las Etapas de la Vida

La iniciación cristiana

«El cristiano no nace, se ha­ce», dice Tertuliano. La conversión implicaba un cambio de vida y de religión, que provocaba una ruptura con la Ciu­dad y aislaba al cristiano de su entorno y de la familia que seguía siendo pagana. Cualquiera que fuesen las conviccio­nes profundas del griego o del romano, del egipcio o del ga­lo, el bautismo daba un vuelco a su vida familiar, profesio­nal y social.

El pagano que se siente atraído por el Evangelio empieza por informarse. Acompaña a su amigo cristiano o a su evangelizador a las reuniones de la comunidad. Se instruye en las verdades nuevas e intenta llevarlas a la práctica; es un largo aprendizaje que la Iglesia organizará y estructurará más tarde.

En la gesta de los mártires encontramos cristianos y cristianas que todavía no han recibido el bautismo, lo cual prueba que la comunidad no acoge definitivamente sino después de largo tiempo de prueba. Felicidad y Revocato, Perpetua y uno de sus hermanos son todavía catecúmenos cuando los apresan.

El rito del bautismo cristiano no es de creación cristia­na. Aparece en una época en la que se practicaban los ba­ños sagrados por los esenios y por diversas sectas religiosas. En tiempos de Jesucristo, existía en Palestina un ver­dadero movimiento baptista. En todas las regiones orienta­les hay ríos sagrados que devuelven la salud: como ser el Ganges y el Jordán.

El simbolismo del agua ha jugado un papel considerable en la historia de la religión. Evoca el nacimiento y la fecun­didad. El mismo relato de la Creación hace brotar de las aguas el mundo de Dios. Este tema se encuentra en otras cosmogonías en las que del agua nace la vida. Las religio­nes asocian la idea de purificación a la de fecundidad. Del agua no sólo surge la vida, sino que el agua la repara, la res­taura. En realidad, la primera carta de Pedro y la antigua tradición litúrgica presentan la obra de Cristo como una victoria sobre el monstruo de los mares, y el bautismo co­mo la liberación de los hombres de las fauces del Leviatán. Cristo desciende a las aguas de la muerte y regresa, arras­trando en esa victoria a la Creación y a la humanidad reno­vadas.

Hay dos escritos del siglo II que nos ofrecen precisiones acerca de la manera de bautizar; la Didaché y la Apología de Justino, tan rica en datos sobre la vida litúrgica de esa época. La Didaché nos enseña el ritual más antiguo:

El bautismo dadlo de la siguiente manera: después de haber enseñado todo lo que le precede, bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con agua corriente. Si no se tiene agua viva, y si no hay agua fría, con agua caliente. Si no tienes bastante ni de una ni de otra, vierte tres veces agua sobre la cabeza, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Que el bautizante, el bautizado y otras personas que puedan hacerlo ayunen antes del bautismo; al menos al bautiza­do ordénale que ayune uno o dos días antes.

La fórmula bautismal es claramente trinitaria, como en el Evangelio de Mateo. La triple inmersión es una alusión evidente a la triple invoca­ción que precede.

¿Dónde se bautizaba? Si el lugar de la reunión estaba cerca de un río o a orillas del mar, como fue el caso de las sinagogas establecidas en Filipos o en Délos, es probable que el bautismo fuese administrado en «agua corriente»; en Roma, quizás en el Tíber. Las casas privadas que podían servir para el culto debían de disponer de una o varias salas de baño con piscina, llamadas baptisterios, nombre que se conservará como propio de las fuentes bautismales.

¿Eran bautizados los niños? Justino lo insinúa. Ante el prefecto Rústico, habla de quienes se han hecho cristianos «ya desde su infancia». 

Al hacer la triple inmersión, de la que ya habla la Dida­ché, el obispo pronuncia la fórmula: «Es bautizado... en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Justino añade simplemente que el nuevo bautizado es conducido a sus hermanos, que lo acogen en la comunidad. El beso de la paz sella la fraternidad. La iniciación conclu­ye, como en Emaús, con la fracción del pan: encuentro, ca­mino y comunión. «De ahora en adelante ha de dar testimo­nio de la verdad, caminar en las obras buenas, y observar los mandamientos, a fin de conseguir la salvación eterna».

Quienes construyen la Iglesia

Hay convertidos que, como Cipriano de Cartago, viven desde su bautismo en continencia completa, sin por eso hacer de menos al matrimonio.

Numerosas son las comunidades que incluyen a perso­nas casadas, vírgenes, continentes, ascetas, y esta relación era estimulante para todos. Algunos de entre los hombres consagraban su vida de continencia a la evangelización, co­mo hemos visto que hacían los apóstoles. Sólo ante Dios tenían que rendir cuentas. Podían renunciar y casarse sin por ello ser mal vistos y menos todavía incurrir en una pe­na.

Situación nueva, en violento contraste con el judaísmo oficial y el mundo grecorromano. Entre los judíos, «quien no engendra peca contra el mandato de Dios». El matrimo­nio es, pues, un deber estricto. El judaísmo como tal ofrece una concepción equilibrada y ordenada de la vida sexual, pero está ya resquebrajada por las comunidades esenias y por los terapeutas.

La legislación romana obligaba al ciudadano a casarse, para perpetuar la familia y el culto doméstico, y para dar al Estado ciudadanos y soldados. La armonía conyugal pasa a un segundo término. El emperador Augusto promulgó una serie de leyes que amenazaban al soltero con inhabilitacio­nes y se proponían abocarlo al matrimonio, pero éstas son decisiones puramente políticas que no tienen nada que ver con la moral.

Las vírgenes viven habitualmente con sus familias, conservan sus bienes, bajo la protección de su padre o de su tutor. Su decisión es enteramente libre y mo­tivada por la espera del reino. Exponen su elección al obispo. Algunas comienzan a vivir la vida «beguina» en grupos o se asocian a comunidades ya organizadas de viudas. Parece que surgen algunos grupos mixtos de ascetas en los siglos II y IV, que serán una preocupación permanente para la autoridad, que acaba por prohibirlos formalmente, a causa de las desviaciones y los desórdenes.

Ascetas y vírgenes son como una aristocracia en la Igle­sia, lo cual es un obstáculo para la humildad. La comuni­dad los considera como «los elegidos de los elegidos». Unos y otras corren el peligro de quedar atrapados en este juego.

Pero más grave es la disposición a imponer a todos un determinado género de vida y a condenar el uso del matrimonio. 

La Iglesia, con muy raras excepciones, reconoce la legi­timidad del matrimonio y de la vida sexual, que practica la mayor parte de los fieles. Es una mayoría silenciosa, frente a una minoría chismosa, que querría transformar a la Igle­sia en monasterio de vírgenes o de eunucos. 

Un gran número de cristianos —obispos y diáconos también— están casados. Hay escritos de esa época que destacan que un obispo es «continente», porque el hecho es ¡excepcional. No obstante, tanto el cristiano como el estoico de aquella época se plantean la cuestión: « ¿Es obligatorio casarse?».

El cristianismo ha revolucionado lá condición de la mu­jer, como ya hemos visto, y ha modificado la legislación del matrimonio; santidad e indisolubilidad desconocidas por el derecho antiguo, libertad de elegir entre matrimonio y celi­bato, obligación de todos de respetar la castidad cada uno en su estado, finalmente, posibilidad para todos, incluidos los esclavos, de establecer una unión siguiendo los princi­pios cristianos. Los que querían recibir el bautismo debían normalizar su situación, casarse o abandonar a su concubi­na y comprometerse a la monogamia.

Santidad y misericordia

Es grave el intento —y la tentación— de construir la Iglesia de los santos, de la que no solamente el pecado está desterrado sino que el mismo pecador está apartado. 

La experiencia cotidiana desmiente siempre al idealis­mo, que contradice a la propia vida. La comunidad primiti­va, el espectáculo de las comunidades paulinas y los repro­ches del Apocalipsis contra diversas iglesias, nos colocan en una visión más objetiva. Quiéranlo o no, la Iglesia se en­cuentra con el pecado y con los pecadores.

EÍ remedio que el cristiano tiene contra su debilidad ha­bitual es la oración, el ayuno, la limosna, tres cosas que la Iglesia siempre cita juntas, como lo hace el Evangelio.

Confesión de los pecados y obras de misericordia no só­lo son parte de la asamblea litúrgica, sino que prolongan el sacramento hasta la vida cotidiana. 

¿Qué ocurre con los pecados mayores, de notoriedad pública: el adulterio, el asesinato, la apostasía. Los rigoris­tas, una especie de jansenistas de la Antigüedad —los hubo incluso entre los obispos— no admiten la penitencia de esos pecadores y esas pecadoras ni les conceden el perdón, sin preocuparse de que esto los lleve a la desesperación.

Ante esta experiencia, la Iglesia reconocía la fragilidad de los bautizados y, cuando naufragaban, les tendía una ta­bla de salvación. El ambiente reúne a ricos que despre­cian a los pequeños, gentes de negocios que codician las ga­nancias, diáconos que dilapidan el dinero de las viudas e in­cluso apóstatas que han renegado del sello de su bautismo. 

El Pastor advierte con apremio que es urgente conver­tirse, pero también afirma que hay remisión para todos los pecados cometidos después del bautismo.

A mediados del siglo II, las persecuciones dan lugar a deserciones. La vuelta de los apóstatas plantea una cues­tión espinosa de conciencia, que siglos más tarde se volverá a presentar más agudamente.

Como una aurora

Día a día, las primeras generaciones se han ido familia­rizando con la muerte; la tensión de su fe, la incomodidad de su existencia, la amenaza de la persecución, les obliga­ban de grado o de fuerza a escrutar continuamente el hori­zonte. La actitud de los creyentes ante el más allá, la afir­mación tranquila de la resurrección de la carne, han produ­cido un profundo choque en el entorno pagano.

Los judíos, griegos y romanos lavaban el cuerpo del muerto, lo ungían y lo perfumaban antes de embalsamarlo. Los romanos colocaban el cadáver en un lecho mortuorio, envuelto en su toga, con las insignias de su cargo. En señal de duelo, se apagaba el fuego del atrio de la casa. La Iglesia reprueba como idolatría la costumbre de coronar al muerto.

En Grecia, los funerales se celebraban por la noche a la luz de las antorchas, para sustraer el cadáver a la luz del sol. En Roma los entierros eran de día, por la noche sólo se enterraba a los esclavos y a los niños. Y para éstos no se uti­lizaba sarcófago, sino una miserable caja; y eso cuando no se deshacían de ellos arrojándolos a un pozo del Esquilino. Los griegos inhumaban en féretros de madera, de ciprés en­tre otras. Junto con la inhumación, Roma practicaba la in­cineración, que la Iglesia de entonces no adopta por respe­to a la resurrección de los cuerpos.

La legislación romana no autorizaba enterrar en el inte­rior de la ciudad. Las catacumbas de Roma, situadas en las arterias exteriores, especialmente en la Vía Apia, cerca de San Sebastián, son panteones de familias cristianas, que ofrecían una última hospitalidad a los hermanos y herma­nas de condición modesta o servil. Hay que esperar al siglo III para que la Iglesia romana adquiera y organice sus ce­menterios propios.

Al igual que sus compatriotas, los fieles de Grecia cele­bran las comidas fúnebres los días 3.°, 9.° y 4O.°. En Roma los funerales acaban el día noveno con una comida que reú­ne a parientes y amigos. Lo mismo hacen en el aniversario, no de la muerte, sino del nacimiento del difunto. Esta co­mida se celebra ante la tumba, al aire libre o en una sala vecina. En África y en Roma, las excavaciones han des­cubierto junto a las tumbas un mobiliario que todavía se puede ver en las catacumbas de Domitila y de Priscila.

En tiempos de Tertuliano, se celebra la eucaristía en el aniversario de los difuntos. Pinturas y esculturas repre­sentan banquetes, que parecen relacionar con un mismo símbolo la vida bautismal, el misterio eucarístico, la comi­da por los muertos y la felicidad bienaventurada.

Las catacumbas nos han conservado pinturas de banquetes funerarios en los que participan los pobres. Esta es la explicación más verosímil de los cestos llenos de pan que vemos en los frescos y en los relieves de los sarcófagos. 

El culto de los mártires nació del culto a los muertos. «Su conmemoración es una memoria de los difuntos, que han salido del marco de la vida cotidiana». En su origen, las honras que se les tributan no se diferencian práctica­mente de las que se hacen a otros difuntos. No obstante, el testimonio que habían dado por su sacrificio había hecho de ellos miembros privilegiados de la comunidad, a la cual correspondía ocuparse de conservar sus restos y de cuidar su tumba. Poco a poco, los fieles van conmemorando el ani­versario de su martirio y no el de su nacimiento, como ha­cen los paganos. 




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