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Un organista de una iglesia estaba practicando una pieza de Felix
Mendelssohn y no estaba tocando muy bien. Frustrado, recogió su música y
se dispuso a irse. No había notado a un extraño que se había sentado en
un banco de atrás.
Cuando el organista se dio la vuelta para irse, el extraño se le
acercó y le preguntó si él podía tocar la pieza. El organista respondió
bruscamente: «Nunca dejo que nadie toque este órgano.». Finalmente,
después de dos peticiones amables más, el músico gruñón le dio permiso
con renuencia.
El extraño se sentó y llenó el santuario de una hermosa e impecable
música. Cuando terminó, el organista preguntó: «¿Quién es usted?» El
hombre contestó: «Yo soy Felix Mendelssohn.» El organista por poco
impide al creador de la canción que tocara su propia música.
Hay veces en que nosotros también tratamos de tocar los acordes de
nuestra vida e impedimos a nuestro Creador que haga una música hermosa.
Igual que el obstinado organista, quitamos las manos de las teclas
con renuencia. Como pueblo Suyo, somos «creados en Cristo Jesús para
buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano» (Efesios 2:10). Pero
nuestras vidas no producirán una música hermosa a menos que le dejemos
obrar a través de nosotros.
Dios tiene una sinfonía escrita para nuestras vidas. Dejémosle que haga su voluntad en nosotros.
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