CARTA A LAS MADRES DE SACERDOTES Y SEMINARISTAS Y A CUÁNTAS EJERCEN CON ELLOS LA MATERNIDAD ESPIRITUAL.
Por Cardenal Piacenza
CIUDAD DEL VATICANO, 30 de diciembre de 2012 (Zenit)
-Ofrecemos en exclusiva la carta que el prefecto de la Congregación
para el Clero, cardenal Mauro Piacenza, dedica a las madres de
sacerdotes y seminaristas y a todas aquellas que ejercen el don de la
maternidad espiritual hacia ellos.
“Causa nostrae Letitiae – ¡Causa de nuestra Alegría!”
El pueblo cristiano ha venerado siempre, con profunda gratitud, a la
Bienaventurada Virgen María, contemplando en Ella la Causa de toda
nuestra verdadera Alegría.
En efecto, acogiendo la Palabra Eterna en su seno inmaculado, María
Santísima dio a luz al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, único
Salvador del mundo. En El, Dios mismo vino al encuentro del hombre, lo
levantó del pecado y le donó la Vida eterna, es decir Su misma Vida.
Adhiriéndose a la Voluntad de Dios, Dio, por tanto, María participó, de
modo único e irrepetible, en el misterio de nuestra redención,
convirtiéndose así en Madre de Dios, Puerta del Cielo y Causa de nuestra
Alegría.
De modo análogo, la Iglesia toda mira, con admiración y profunda
gratitud, a todas las madres de los sacerdotes y de cuantos, recibida
esta altísima vocación, han emprendido el camino de formación, y con
profunda alegría me dirijo a ellas.
Los hijos, que ellas acogieron y educaron, fueron elegidos por Cristo
desde la eternidad, para convertirse en sus “amigos predilectos” y,
así, vivo e indispensable instrumento de su Presencia en el mundo. Por
medio del sacramento del orden, la vida de los sacerdotes es
definitivamente asumida por Jesús e inmenrsa en El, de modo que en
ellos, es Jesús mismo el que pasa y actúa entre los hombres.
Este misterio es tan grande que el sacerdote es también llamado “alter Christus”
–“otro Cristo”. Su pobre humanidad, elevada por la fuerza del Espíritu
Santo a una nueva y más alta unión con la persona de Jesús, es ahora
lugar del Encuentro con el Hijo de Dios, encarnado, muerto y resucitado
por nosotros. Cuando cada sacerdote enseña la fe de la Iglesia, es
Cristo el que habla en él, habla al Pueblo; cuando, prudentemente, guía a
los fieles a el confiados, es Cristo el que apacienta a las propias
ovejas; cuando celebra los sacramentos, en modo eminente la Santísima
Eucaristía, es Cristo mismo el que a través de sus ministros, obra la
Salvación del hombre y se hace realmente presente en el mundo.
La vocación sacerdotal, normalmente, tiene en la familia, en el amor
de los padres y en la primera educación en la fe, aquél terreno fértil
en el cual la disponibilidad a la voluntad de Dios puede radicarse y
extraer la indipensable nutrición. Al mismo tiempo, cada vocación es,
incluso para la misma familia en la que surge, una irreductible novedad,
que huye a los parámetros humanos y llama a todos, siempre, a la
conversión.
En esta novedad, Cristo actúa en la vida de aquellos que ha elegido y
llamado, todos los familiares –y las personas más cercanas– están
implicados pero es ciertamente única y especial la participación que
corresponde a la madre del sacerdote. Únicas y especiales son los
consuelos espirituales que le afluyen por haber llevado en su seno a
quien se ha convertido en ministro de Cristo. Toda madre no puede sino
alegrarse en ver la vida del propio hijo, no sólo realizada sino
investida de una especialísima predilección divina que abraza y
trabsforma para la eternidad.
Si aparentemente, en virtud de la vocación y la ordenación, se
produce una inesperada “distancia”, respecto a la vida del hijo,
misteriosamente más radical de toda otra separación natural, e realidad
la bimilenaria experiencia de la Iglesia enseña que la madre “recibe” al
hijo sacerdote en un modo totalmente nuevo e inesperado, tanto como
para ser llamada a reconocer en el fruto del proprio seno, por voluntad
de Dios, un “padre”, llamado a generar y acompañar la vida eterna en una
multitud de hermanos. Cada madre de un sacerdote es misteriosamente
“hija de su hijo”. Hacia el podrá ejercer también una nueva
“maternidad”, en la discreta, pero eficacísima e inestimablemente
valiosa, cercanía de la oración y en la ofrenda de la propia existencia
por el ministerio del hijo.
Esta nueva “paternidad”, a la que el seminarista se prepara, que al
sacerdote es donada y de la cual el Pueblo Santo de Dios se beneficia,
necesita ser acompañada por la oración asidua y por el personal
sacrificio, para que la libertad de adhesión a la voluntad divina se
renueve y robustezca continuamente, para que los sacerdotes no se cansen
nunca, en la cotidiana batalla de la fe y unan, cada vez más
totalmente, la propia vida al sacrificio de Cristo Señor.
Tal obra de auténtico sostén, siempre necesaria en la vida de la
Iglesia, parace hoy más urgente que nunca, sobre todo en nuestro
Occidente secularizado, que espera y pide un nuevo y radical anuncio de
Cristo y las madres de los sacerdotes y de los seminaristas son un
verdadero “ejército” que, desde la tierra eleva al Cielo oraciones y
ofrendas y, todavía más numeroso, desde el Cielo intercede para que cada
gracia sea derramada sobre la vida de los sacros pastores.
Por esta razón, deseo con todo el corazón animar y dirigir un
particularísimo agradecimiento a todas las madres de los sacerdotes y
seminaristas y –junto a ellas- a todas las mujeres, consagradas y
laicas, que han acogido, también por la invitación dirigida a ellas
durante el Año Sacerdotal, el don de la maternidad espiritual hacia los
llamados al ministerio sacerdotal, ofreciendo la propia vida, la
oración, le propios sufrimientos y las fatigas, como también las propias
alegrías, por la fidelidad y la santificación de los ministros de Dios,
haciéndose así partícipes, a título especial, de la maternidad de la
Santa Iglesia, que tiene su modelo y su cumplimiento en la divina
maternidad de María Santísima.
Un especial agradecimiento, por último, se eleve hasta el Cielo, a
aquellas madres, que, llamadas ya de esta vida, contemplan ahora
plenamente el esplendor del Sacerdocio de Cristo, del cual sus hijos se
ha convertido en partícipes, y por ellos interceden, en modo único y,
misteriosamente, mucho más eficaz.
Junto a los más sentidos augurios por una Año Nuevo de gracia, de
corazón imparto a todas y a cada una la más afectuosa bendición,
implorando para vosotras de Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y
de los sacerdotes, el don de una cada vez más radical identificación
con Ella, discípula perfecta e Hija de su Hijo.
Mauro Card. Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
Traducido del italiano por N.S.M.
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