Gracia es el don o auxilio gratuito y sobrenatural de Dios por el que, respondiendo a su llamada, El nos prepara para ser adoptados como hijos en su Hijo por el Bautismo, nos hace participar de su misma naturaleza y nos constituye en herederos de la vida eterna.
De manera sencilla, podemos decir que la gracia es la acción de Dios acercándonos a El para que seamos sus Hijos.
Gracia santificante o habitual:
Gracia santificante o habitual:
Cualidad sobrenatural, inherente a nuestra alma, que nos hace partícipes real, formal, pero accidentalmente, de la naturaleza y de la vida divina. La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor; la gracia habitual es disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina.
Un autor contemporáneo, para expresar la idea de que la gracia es una vida nueva, la compara a un injerto divino introducido en el tronco silvestre de nuestra naturaleza, y que se junta y combina con nuestra alma para constituir un principio vital nuevo, y, por ende, una vida de orden mucho más elevado. Mas, así como el injerto no comunica al tronco silvestre toda la vida de la esencia o sustancia de donde la tomó, sino solamente algunas de sus propiedades vitales; tampoco la gracia santificante nos da toda la naturaleza de Dios, sino solamente alguna cosa de su vida que para nosotros constituye una vida nueva; participamos de la vida divina, pero no la poseemos por entero.
Esta divina semejanza prepara al alma para una unión muy íntima con la Santísima Trinidad que en ella mora.
Efectos de la gracia santificate
- Hace capaz de creer en Dios, de esperar en él y de amarlo mediante las virtudes teologales;
- Concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;
- Permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
La gracia actual:
Es un auxilio sobrenatural y transitorio que Dios nos da para iluminar nuestro entendimiento y fortalecer nuestra voluntad en la producción de actos sobrenaturales.
a) Obra directamente sobre nuestras facultades espirituales, entendimiento y voluntad, no solamente para elevarlas al orden sobrenatural, sino también para ponerlas en ejercicio, y hacerlas producir actos sobrenaturales. Pongamos un ejemplo; antes de la justificación, o sea la infusión de la gracia habitual, nos hace ver la malicia y los tristes efectos del pecado, para que lo aborrezcamos. Después de la justificación, pone ante nuestros ojos, con la luz de la fe, la infinita hermosura de Dios y su misericordiosa bondad, para que le amemos de todo corazón.
b) Pero, además de estas gracias internas, hay otras que llaman externas, las cuales, obrando directamente sobe nuestros sentidos y facultades sensitivas, llegan hasta nuestras facultades espirituales, tanto más cuanto que muchas veces van acompañadas de verdaderos auxilios internos. La lección de las Sagradas escrituras o de algún libro espiritual, el oír un sermón, o un trozo de música religiosa, una conversación de cosas de espíritu son gracias externas: no fortalecen la voluntad, pero producen en nosotros impresiones que excitan el entendimiento y la voluntad, y lo mueven hacia el bien sobrenatural. Por otra parte, Dios juntará con todo esto muy a menudo mociones internas, las cuales, iluminando el entendimiento y fortaleciendo la voluntad, nos ayudarán a convertirnos o a ser mejores. Esto es lo que se deduce de un pasaje del libro de los Hechos, que nos presenta al Espíritu Santo abriendo el corazón de una mujer llamada Lidia, para que escuche la predicación de S. Pablo.
Su modo de obrar
a) La gracia actual obra en nosotros moral y físicamente: moralmente, por medio de la persuasión y de la atracción, como la madre que, para ayudar a su hijo a andar, le llama cariñosamente y le atrae hacia sí con la promesa de un premio, físicamente, comunicando fuerza nueva a nuestras facultades, bastante débiles para obrar por sí mismas, a la manera que la madre coge a su hijo del brazo, y le ayuda, no solo con la voz, sino también con el gesto y la acción a dar algunos pasos.
b) Si consideramos otro de los aspectos de la gracia, vemos que ésta previene nuestro libre consentimiento, o le acompaña en la realización del acto. Por ejemplo cuando nos viene el pensamiento de hacer un acto de amor de Dios, sin haber hecho yo cosa alguna para suscitar en mí tal pensamiento: es una gracia preveniente, un buen pensamiento que Dios pone en mí; si le acojo bien, y procuro hacer el acto de amor, lo hago con el auxilio de la gracia concomitante. -Semejante a esta distinción es la de la gracia operante, por la que Dios obra en nosotros sin nuestra directa colaboración; y la de la cooperante, por la que Dios obra en nosotros con nuestra libre colaboración.
Explicación de "gracia" en la encíclica Redemptoris Mater, 8-11
En el lenguaje de la Biblia «gracia» significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del hombre «con toda clase de bendiciones espirituales», aquel «ser sus hijos adoptivos ... en Cristo» o sea en aquel que es eternamente el «Amado» del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María «llena de gracia», el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en Cristo». En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» como aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este «Amado» eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda «la gloria de la gracia». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este «don de lo alto» (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación».(22)
9. Si el saludo y el nombre «llena de gracia» significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino le dice: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?», recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es «llena de gracia», porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es «Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas».(23)
10. La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre ... nos agració en el Amado», añade: «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida «de un modo eminente».(24) En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.(25) De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el «Amado», el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «madre de su Progenitor» (26) y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo».(27) Y dado que esta «nueva vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama «llena de gracia».
Cuando leemos que el mensajero dice a María «llena de gracia», el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en Cristo». En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» como aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este «Amado» eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda «la gloria de la gracia». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este «don de lo alto» (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación».(22)
9. Si el saludo y el nombre «llena de gracia» significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino le dice: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?», recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es «llena de gracia», porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es «Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas».(23)
10. La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre ... nos agració en el Amado», añade: «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida «de un modo eminente».(24) En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.(25) De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el «Amado», el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «madre de su Progenitor» (26) y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo».(27) Y dado que esta «nueva vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama «llena de gracia».
11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15). Viene al mundo un Hijo, el «linaje de la mujer» que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: «aplastará la cabeza de la serpiente». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. «La enemistad», anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la «mujer», esta vez «vestida del sol» (Ap 12, 1).
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