Estamos en plenos días de Navidad; y la profundidad de la fiesta cristiana que celebramos (“Dios se ha hecho hombre”), nos lleva a considerar la grandeza y la realidad de ese misterio. Cierto que para los cristianos las fiestas de Pascua (muerte, sepultura y resurrección del Señor) son el centro de la fe, de la vida del cristiano. Pero no podemos dejar de reflexionar y regustar lo que es que este ser humano nuestro encuentra la más intensa luz que explica su “ser”, en este misterio de la Encarnación.
¿Qué es el hombre? Inmensa pregunta; pero, ¿qué respuesta dar? Todas las antropologías de todos los tiempos es eso lo que han intentado. ¿Algo parecido a una máquina? O ¿se parece más a un animal? ¿Cuerpo y alma por separado y cada una de las dos partes “a su aire”, y luchando una parte contra otra? ¿Una ser único que a la vez es cuerpo y alma?
La Encarnación de Cristo es la LUZ que desvela ese misterio y responde desde la fe a esa pregunta. Por ello en estos días de Navidad, traigo a colación este artículo de Lolo: “He aquí un hombre… un hombre cualquiera”, porque desde que Jesús nació en Belén –-la tierra del pan, que eso significa Belén- en él ya tenemos desvelado lo que es y lo que vale de verdad el ser humano.
Rafael Higueras
“La espuma de los días”
La hora de la esperanza
Manuel Lozano Garrido
Diario “Jaén”, 7 septiembre 1969
He aquí un hombre, un hombre cualquiera, sin apenas importancia en sus apellidos; un hombre como hay muchos, enlazado a la tierra, echando raíces en el campo bajo un techo de pájaros y de luces.
He aquí a un hombre que, a la hora en que las hojas de los árboles se pusieron amarillas, tomó una yunta y metió la reja en la campiña, bien honda, para darle hueco al puñado de trigo que lanzó después al aire. Centenares de hombres, millares de hombres arrojan al viento puñados de trigo cada año, cuando en los árboles las hojas se ponen amarillas. En el grano, en cada grano, late a su vez el germen de una ilusión; una ilusión que cada amanecer estrena el menudo estallido que le acerca lentamente a una meta de espiga.
El hombre, los hombres, viven y se enraízan, por la ilusión, al destino y al peligro de los surcos. Su suerte está echada sobre la tierra, con la tierra, con el viento, la lluvia y la luz que se derrama sobre los surcos y, porque sus pies se atornillaron al cielo de la tierra, los hombres del trigo, los que viven y sueñan para la siega, se hicieron necesariamente hombres de mirada a lo alto, dependientes del cielo, de allí de donde viene la nube que esponja y revienta venturosamente el grano, de donde nace la luz, que pone lumbre en la vida de las simientes.
Este es el hombre que jamás bajó la frente ante la amenaza de una tormenta; un hombre con una luz por debajo de la frente que le llevaba a ver necesaria la lluvia y el frio, la escarcha y el viento. Por eso ahora el hombre sonríe, de cara a la hora feliz del trigo en el granero. Mas que promesa, el grano es ya una realidad de hogaza caliente para todos los días. De aquí que el hombre lo contemple con alegría, ya sin preocupaciones, dando la espalda a todo ese símbolo de tinieblas sobrepasadas que es el campo que extiende al otro lado del rincón picoteado por las gallinas. Para él la esperanza ya ha dejado de ser una voz que clama desde lo hondo del destino. El sueño, la ilusión o la promesa están aquí, concretadas en un hermoso montón color de oro.
Las preocupaciones que pesan, los dolores que abruman, esa cárdena insistencia de las nubes en las vidas de los que luchan ¿qué son, sino matices de una germinación de gracia que apunta al granero celeste, allí donde Dios mismo se hace pan de gloria que nutre sin tiempo, más allá de la muerte para siempre?
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