La crisis de la fe
Extraído de La
vida de la fe (Das Leben des glaubens)
Romano Guardini
Hemos iniciado
nuestras meditaciones con el problema del despertar de la fe. Pero tal estudio
no va nunca más allá de cierto límite: el origen de todo lo que vive continúa
siendo impenetrable. Si se preguntase a un creyente capaz de conocerse a sí
mismo: "En realidad, ¿por qué crees?", probablemente comenzaría por responder:
"Porque esa verdad me convence... Porque tal o cual valor me ha conquistado...
Porque allí veo las posibilidades de una suprema finalidad religiosa y
humana..." Luego, sin duda agregará: "Pero todo eso no constituye todavía mi
motivo supremo; en definitiva, creo porque Cristo es realmente". O dicho de otra
manera: "Creo porque creo". Volverse creyente es, en efecto, un comienzo. Esto
no se deduce de antecedentes psicológicos o intelectuales.
Ciertamente, siempre
es posible alegar razones, encontrar explicaciones y hasta concretar pruebas; es
posible descubrir relaciones- de orden psicológico, recurrir a acontecimientos
vividos; pero, subsiste el hecho de que la fe propiamente dicha es un comienzo
de orden existencial y, como tal, no se podría deducirlo de nada. No hay ninguna
analogía con el acto del razonador que de ciertas premisas extrae la conclusión
final. Esto se asemeja más bien al despertar después de una noche de sueño, o
mejor todavía, a la criatura cuando sale del seno materno para empezar su propia
existencia. La fe aparece, abre los ojos, nace cualquiera sea la expresión
elegida para designar el hecho de que existe un verdadero comienzo. En
consecuencia, todas las tentativas para ceñirla a causas lógicas o morales
fracasan necesariamente. A los ojos del logístico puro, el acto de convertirse
en creyente es un círculo: su fuente está en sí mismo. Pero ese "círculo", es
decir, el renunciamiento a toda deducción lógica, es justamente la imagen que
corresponde a ese puro comienzo.
Detrás de esa
oscuridad impenetrable que envuelve el comienzo de la fe se oculta un misterio
más profundo: la fe es obra de Dios. Todos esos esfuerzos del pensamiento, esos
episodios de la sensibilidad, esas emociones causadas por los valores
religiosos, esos encuentros con los santos son los materiales con los cuales el
verdadero artesano, Dios, realiza su obra. Volverse creyente es efecto de una
acción divina que nos conmueve, nos transforma, nos ilumina, nos atrae,
dejándonos envueltos en el misterio de la gracia. Hasta allí no penetra ningún
análisis psicológico ni razonamiento lógico alguno.
Pero la fe tiene
igualmente un lado humano: nace y se desenvuelve siguiendo ciertas leyes. Es,
pues, perfectamente legítimo plantear el problema de la experiencia de la fe,
que presentamos ya a propósito de su génesis.
No obstante, para
evitar que la fe se disuelva en una vaga religiosidad, hemos ligado el acto de
fe con su contenido, y hemos visto su interdependencia absoluta. La fe es un
acto que responde a la realidad precisa de Dios, lo que no significa que por tal
circunstancia se sustraiga a las leyes y a las estructuras generales de toda
actitud religiosa; pero la ciencia de las religiones ha insistido demasiado en
ello queriendo reducir la fe cristiana al sentimiento religioso. Lo que a
nosotros nos importa es su naturaleza, y ésta sólo se comprende en función de su
contenido; de ahí que hayamos fijado ésta cuidadosamente. Sigamos, pues, nuestra
búsqueda y examinemos lo que sucede después del despertar de la fe.
En el fondo, se
trata de una historia. Pues la fe tiene historia. En su despertar, no es firme
ni acabada; es vida, y todo lo que es vida es porvenir. En su evolución, la fe
atraviesa, pues, por diversas fases: altos y bajos, períodos de crisis y
períodos de desenvolvimiento tranquilo; el devenir de la fe pasa por etapas
variadas. Su historia abarca al hombre por entero, en su singularidad, su fuerza
y sus debilidades, en su temperamento, sus experiencias y su ambiente: Como toda
historia, la historia de la fe se pierde en la oscuridad impenetrable del
destino. Pero tiene, lo mismo que cualquier otra, ciertas constancias que vamos
a subrayar, pues nos ayudarán a encontrarnos en la diversidad de la vida sin que
tengamos que circunscribirnos a su brote original.
Esta tipología de
la historia de la fe es muy variada y puede estudiársela partiendo de los puntos
de vista más diversos. Veamos si existen crisis típicas de la fe.
Las hay,
ciertamente y de muy variadas especies. Algunas de ellas provienen de un cambio
de medio; otras, de graves acontecimientos humanos, como ser: la ruptura de
vínculos afectivos, la felicidad o la desgracia, las enfermedades físicas o
morales, etc. Vamos a examinar, pues, las crisis provocadas por algunas de esas
situaciones decisivas que cambian el curso de toda vida humana.
Se ha dicho con
razón que la infancia está protegida como por una envoltura. La solicitud de los
padres y de los educadores y, en general, la atención espontánea de todo adulto,
tienen por finalidad rodear al niño de una atmósfera protectora para que pueda
crecer sin peligros, rodeado sólo de fuerzas benéficas. Sin embarre, la
solicitud del adulto no bastaría por sí sola para crear y sostener una atmósfera
tal: hace falta la cooperación activa del propio niño. Es el mismo niño el que
crea esa protección, siguiendo las leyes de su propia evolución. La manera como
percibe la realidad (más allá de un límite muy cercano no ve las cosas o bien
las ve como algo vago), el hábito de relacionar los objetos y los
acontecimientos con su propia vida, de animarlos y de transfigurarlos, todo eso
forma en torno suyo un ambiente protector. Lo interior y lo exterior, la
realidad y la leyenda, el mundo y la fe se confunden y entremezclan. Y todo
presenta al niño un aspecto familiar y amable, todo se muestra pronto para
ayudarlo.
Por cierto que no
siempre todo ocurre de esta manera. A los ojos de muchos niños el mundo se
presenta tempranamente lleno de rozamientos y de tensiones. Para algunos, no
existe nunca armonía en ese universo de la infancia en el cual ellos deberían
sentirse realmente protegidos. Para todos hay contrariedades: sufrimiento, vago
malestar, nostalgia inconsciente. No obstante, las bases de la existencia
infantil establecen un ambiente limitado y protector, donde las realidades se
entremezclan armoniosamente y donde se confunden esta vida y la de más allá, la
realidad y los sueños, el alma, el cuerpo y la materia.
Este estado
espiritual determina la fe en el niño. Sean las que fueren las diferencias que
puedan observarse entre éstos, su fe tiene una seguridad hecha de confianza. Sin
duda, por todas partes hay problemas prontos a surgir, pero están todavía
velados, en suspenso.
Llegan más tarde
los años de la adolescencia. Sordamente al principio, luego con fuerza y
precisión crecientes, se despierta en el joven el ímpetu de vida, lo impulsa
hacia el otro sexo, lo hace buscar el mundo en toda su plenitud al par que busca
su propia tarea y el desenvolvimiento de su personalidad.
Ese impulso puede
ser descripto de varias maneras. Desde nuestro punto de vista, lo importante es
que se abre sobre el infinito, incitándonos a superarnos, a expandirnos, a
captar el mundo en su plenitud para identificarnos con él en su integridad. En
un solo golpe el adolescente quiere poseerse a sí mismo, encontrar en sí mismo
su equilibrio, oponiéndose a todo lo que lo ata y lo limita. Su voluntad choca
entonces con cuanto constituye el mundo esencial del niño. Y precisamente sus
características, su horizonte limitado, su protección amistosa y el afecto con
que se le rodea, le son insoportables. Se siente a disgusto encerrado
estrechamente en sus conceptos antiguos, en sus símbolos, en las normas que le
fueron inculcadas; tiene que hacerlas añicos o desecharlas.
Lo mismo sucede con
la vida de la fe. Todo lo que hasta entonces era valedero: las formas
religiosas, las reglas, las razones que nos guían, son consideradas como cosa
pueril, insignificante, inocente, molesta; el comportamiento religioso entra en
un período de crisis que presenta los síntomas más diversos: el joven critica
con aires de suficiencia, rechaza la moral de sus mayores, se siente en
contradicción con la generación anterior, choca con todo lo que signifique
autoridad; impacientemente se opone a la manera de vivir de los que le
precedieron, etc. Pero lo esencial en este asunto es el sacudimiento interior de
esa vida que busca espacio y expresión para una realidad naciente. Poco importa
el detalle de cómo se desata la crisis; es tal vez que se profundizan las
convicciones filosóficas o se descubren valores morales y religiosos más
satisfactorios; o bien se han establecido contactos humanos, se han encontrado
modelos, o anudado amistades que conducen a una nueva actitud -de fe; en todos
los casos, una vez dominada la crisis se concluye en una nueva forma esencial de
fe; al parecer siempre acontece así: el joven encuentra en la realidad cristiana
un campo apropiado para la inmensidad de este impulso vital que surge,
encontrando que en la fe un hombre libre, creador puede sentirse cómodo.
Comprende que la substancia de la fe no se identifica con esas expresiones
infantiles; se desembaraza de ellas y descubre otras nuevas, más rigurosas y que
se adaptan con más flexibilidad a su fe actual.
Al llegar a esa
etapa, la fe se desarrolla magníficamente; puede clasificársela entonces como
idealista y entusiasta. El ansia de lo infinito, la sed de libertad y la
voluntad creadora marchan a la par con la voluntad cristiana. Esa fe es audaz,
amplia y segura de sí misma; muestra una elevación de espíritu extraordinaria,
un coraje que la hace capaz de realizar las hazañas más grandes, una severa y
noble intolerancia. Cuando la vida transcurre sin haber pasado por una etapa
semejante, parece que le falta algo esencial.
Este impulso va en
aumento; dura un tiempo más o menos largo, según las circunstancias y la fuerza
interior, para a su vez entrar en un período de crisis.
Ese tipo de fe
—como todas las reacciones de los jóvenes— asume el sentido de la dimensión del
mundo: tiene la fuerza del don total a ese infinito. Se pone en la empresa el
pensamiento, la imaginación, la magnanimidad del corazón. No se ve todavía la
realidad tal cual es, ni las verdaderas condiciones humanas ni las asperezas de
la existencia; el espíritu y el corazón, inclinados a idealizar, las han
transformado, las han estilizado, o simplemente las ignoran. De la misma manera,
la voluntad apasionada, que creía poder descubrir el "yo" por medio del
ejercicio de la libertad, no lo ha podido asir en su verdadera realidad; ha
tenido que crear un "yo" según sus sueños, donde hace intervenir a la libertad
transfigurada. Una existencia tal se desenvuelve, por así decirlo, entre el
impulso del espíritu y del corazón por un lado y un mundo ideal por el otro.
Pero todavía no emerge la realidad concreta que existe entre ambos. Y en la
medida en que la vida progresa, el impulso va perdiendo dinamismo; el arco de la
vida se distiende y el poder de idealización disminuye. Al mismo tiempo, con
mayor relieve se dibuja la realidad: las cosas tales como son, los hombres, las
instituciones, las situaciones, sin olvidar la realidad del mismo "yo". Los
fracasos y las decepciones se acumulan. Los riesgos que opone la existencia a
las seguridades confiadas y audaces de un idealismo tal, se vuelven cada vez más
numerosos. Ante ello, una nueva crisis se vislumbra; la confianza decae. Cada
vez se hace más difícil no ver el lado negativo de las cosas, más difícil
confundir la intensidad del deseo con los resultados realmente obtenidos. De más
en más se va comprobando cuan opaca y estática es la existencia, y cuan
impotentes son frente a ella, la idea pura y los grandes movimientos del
corazón. Se aprende lo que es "la realidad" y cómo, asentada en sus bases
propias, se opone y no cede a nuestra vida afectiva.
El peligro que
entonces amenaza es el de la desilusión: el peligro de sucumbir a la impresión
de que la realidad es más fuerte que la idea; de que las circunstancias son más
duras que el espíritu; de que el egoísmo, la estrechez, la mezquindad, la bajeza
y la vulgaridad de la existencia son más poderosas que la magnanimidad del
corazón. Entonces, el hombre que persigue un fin noble experimenta la
humillación de pasar por un visionario. El que pronto será un adulto, se
avergüenza de lo que todavía conserva de sus años de adolescencia; la que pronto
se convertirá en mujer, se sonroja de lo que le queda todavía de su mentalidad
de jovencita. El peligro del escepticismo amenaza, reforzado por el deseo de
pasar por un verdadero adulto, es decir, por un desencantado.
No es necesario
profundizar mucho para darse cuenta de que la fe es la primera en sufrir las
consecuencias de esta crisis. La fe idealista se esfuma. Ella misma siente que
ambiciona demasiado, que, sentimental y exaltada, es extraña al mundo.
Después, y de muy
distintos modos, puede sobrevenir un cambio. El joven reflexiona ya con más
tranquilidad, domina sus nervios, tiene más espíritu crítico en sus relaciones
con los otros hombres; va adquiriendo experiencia en su oficio, se siente más
seguro en la vida pública, etc.... También la fe puede recuperarse de muy
distintos modos. Si ahondando se llegó realmente hasta ella, una vez alcanzada
una cierta madurez se acepta la realidad tal cual es, sin capitular para nada
ante ésta, sino, por el contrario, afianzándose en la fe. Esta fe sostiene su
independencia frente al mundo. Se afirma de más en más en su propio suelo y
puede oponer a la existencia una actitud que en un principio no cuenta; pero
desembarazándose de toda oposición o decepción que le llega de la realidad, se
enfrenta con ésta en un: "Sin embargo..." Se llega, incluso, a experimentar un
sentimiento profundo, mezcla de satisfacción y de irritación, al verificar que
el mundo está mal hecho, que en todas partes hay lucha y que hasta la vida de la
fe es un combate.
Todo esto podemos
compendiarlo diciendo que la fe adquiere carácter. En efecto, tener carácter
significa sostener la propia convicción frente a la realidad. La fidelidad, la
disciplina, la perseverancia, todo entra en la fe: la lucha tenaz con la
realidad, el mantenimiento de una posición hasta cuando se está lejos de
vislumbrar un éxito en un futuro más o menos cercano.
Tal
es la fe de un ser que ha llegado a su mayoridad, del hombre o la mujer que, sin
ilusiones, viven de fidelidad.
Tal
vez la evolución continuó. Lo propio de la actitud del creyente de la cual
hablábamos, consistía sobre todo en la dureza con que abordaba la realidad y en
una especie de firmeza en su decisión de mantener la lucha. Si la fe se
desenvuelve todavía, llega un momento en que el creyente considera esa fe como
la realidad más sólidamente afianzada y más segura de vencer. Puede, pues, con
ella, defenderse de los embates del mundo y obtener esa victoria de la que San
Juan dice: "Nuestra fe: he ahí la victoria que domina al mundo".
En la medida en que
el hombre persevera y avanza en la vida, la realidad objetiva asume un carácter
de relatividad, perdiendo en peso, en densidad y en fuerza. Para nada entra en
ello el impulso vital del creyente, ni su sed de infinito, ni el poder
transformador del amor. Pero el hombre que envejece va adquiriendo conciencia de
lo eterno. Como se agita menos, puede oír mejor las voces que le llegan del más
allá. Al sentir más próxima a la eternidad, la realidad del tiempo empalidece.
El creyente puede entonces disminuir la tensión con la cual se aferraba sin
cesar a la realidad de su fe. No tiene ya necesidad de irritarse ante la carga
de la existencia; de nuevo todo se arregla; no por arte de magia sino a través
de las fisuras de las contradicciones que desgarran al mundo, un sentido más
elevado empieza a despuntar. La existencia se torna transparente y un nuevo
acuerdo se prepara.
La fe toma así
nueva forma: es la fe del anciano, que, transfigurada ya por la luz de la
eternidad, se vuelve venerable.
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