NUESTRA SEÑORA
por Michel Zink [1]
Érase
una vez un juglar. Siempre en camino, de ciudad en ciudad, de castillo
en castillo. A veces lo acogían.
Exhibía sus habilidades, y ganaba unas
monedas. Con más frecuencia, lo rechazaban.
Continuaba su camino bajo la
lluvia o el sol. El camino interminable. Un camino que nunca le
llevaría a su casa, porque no tenía casa. Recordaba haber oído un día un
sermón elocuente. El predicador hablaba del camino de la vida y decía
que el caminante, que es el hombre, no ha de tomar el camino por patria
ni la posada por casa. A él que siempre estaba en camino, pobre juglar,
esa tentación le afectaba más bien poco. Sabía de sobra que él no tenía
ni patria ni casa. Sin embargo, sabía también que no por eso habría
encontrado gracia a los ojos de aquel predicador. Los juglares eran
tenidos por criaturas del diablo, que incitaban al libertinaje y al
vicio, que se burlaban de todo y de todos, que hacían reír malévolamente
del prójimo, que adulaban a aquellos a cuyas expensas vivían hablando
mal del prójimo y sembrando la cizaña. Ni en vida ni en muerte, tenían
sitio en la comunidad de los cristianos. Estaban excomulgados y sus
cuerpos no podían descansar en tierra sagrada. Sólo podían salvarse, se
decía, los que narraban la vida, de los príncipes y de los santos,
porque así eran útiles y hacían méritos edificando e instruyendo a
quienes los oían. Pero el juglar del que os estoy hablando no tenía ese
notable talento. No tenía ni suficiente cabeza ni suficiente instrucción
para recordar las canciones de gesta. Era un acróbata. Andaba con las
manos, andaba, sobre una maroma, daba volteretas y saltos peligrosos.
Pero desde que la oyera, la frase del
predicador no dejaba de rondarle. Acompasaba sus pasos por el camino,
como si el ruido regular de sus tacones y de su bastón la repitiera sin
descanso. Daba vueltas en su cabeza por la noche cuando trataba de
dormir, ya fuera en una zanja o en el rincón de un granero. Reflexionaba
sobre ella. Pero era difícil. No estaba muy acostumbrado a reflexionar.
No tomar el camino por patria, la posada por casa. El camino, era la
vida. Pero él consideraba que su propia vida, era el camino. La posada,
era la instalación en este mundo, instalación provisional, pero que
tranquiliza mucho creerla definitiva, por ejemplo la familia o la casa
de los que tienen una familia y una casa. El no tenía ni lo uno ni lo
otro. ¿Por qué el largo camino que seguía no podía llevarle directamente
a su verdadera patria y a su verdadera casa, la casa del Padre? Ahí
estaba su verdadera, su única familia, Cristo que acoge a los pequeños y
a los pobres, la Virgen, madre de todos los hombres y que intercede por
ellos. Lo sabía, lo creía. El amaba a esa familia con toda el alma.
Pero ¿no le habían dicho que el camino del juglar no lleva a esa casa?
El camino del juglar era el de las
peregrinaciones. Iba de monasterio en monasterio, donde los hospederos
acogían a los peregrinos, con frecuencia dispuestos a encontrar en los
juglares un entretenimiento para su santo viaje. Esos monasterios que
eran como posadas en el camino, pero que también eran, al final del
camino, como el umbral de la casa. ¡Quién pudiera pararse en uno de esos
monasterios y prepararse para la última etapa, el último paso para
entrar en la casa!
Y el juglar entró en un monasterio.
Una abadía de monjes blancos lo acogió como hermano lego. Lo acogió, de
mala gana. ¡Un juglar! ¿Era sincera su conversión?, ¿no buscaría un
refugio para cuando fuese viejo? Pero lo acogió. Le encargaron los
trabajos más humildes: restregar sartenes y fregar platos en la cocina,
arrancar las hierbas del jardín, barrer el refectorio. Se entregó a ello
con celo y con alegría.
Un día, estaba solo en la iglesia y en
el relente de la mañana limpiaba las baldosas con mucha agua.
Arrastrando cubo y bayeta, llegó ante la imagen de Nuestra Señora y se
detuvo para una breve oración. Quería ofrecer a la Virgen... ¿ofrecer
qué?, ¿qué tenía él que ofrecer? ¡Los monjes de la abadía eran tan
sabios, tan instruidos en la palabra de Dios! La estudiaban, la
meditaban, la explicaban, la daban a conocer. Todos esos hermosos
trabajos, todos esos santos esfuerzos, podían ofrecerlos a Dios y a su
madre. ¿Pero él, que no era nada, que no sabía nada? El que conservaba
de sus orígenes la marca infamante del juglar. Su mirada se posó en el
niño que la Virgen, un poco arqueada, tenía en la cadera y al que
sonreía. A los niños, lo recordaba bien, les encantaba verle dar sus
volteretas. Quizá el niño divino disfrutaría también. Quizá su madre se
sentiría feliz de que se las mostrara. Sus acrobacias era todo lo que
sabía hacer, cuando menos esto sabía hacerlo. Mejor ofrecerle esto,
puesto que no tenía otra cosa que ofrecer.
Apartó el cubo, se arremangó el hábito
y volvió a encontrar los gestos de antes. Los reencontró, hay que
confesarlo, con placer. Atento, concentrado, los encadenaba, los
repetía, volvía a hacerlos cuando, por falta de ejercicio, no le salían a
la primera. Pasaba el tiempo sin que se diera cuenta.
Entró un monje sin hacer ruido. Oculto
tras una columna, vio cómo el antiguo juglar daba sus volteretas en
medio de la iglesia, a dos pasos del altar. Se indignó ante tamaño
sacrilegio. Corrió en busca del abad para que lo viera. Disimulados en
un rincón oscuro, asistieron al espectáculo. El monje, escandalizado,
tiraba de la manga del abad y en voz baja le decía que pusiera fin a
aquel espectáculo.
El abad, sin embargo, no se
precipitaba. No es que no considerara culpable al juglar. Pero recordaba
lo que había escrito su padre, san Bernardo, cuando comparaba a los
monjes con los juglares: «¿Quién me concederá ser humillado ante los
hombres? Hermoso ejercicio dar a los hombres un espectáculo ridículo,
pero un espectáculo magnífico para los ángeles. Porque en realidad, ¿qué
impresión damos a los que pertenecen al mundo sino la de comediantes,
cuando nos ven huir de lo que ellos buscan en este mundo y buscar
aquello de lo que huyen, como los juglares y los acróbatas que, con la
cabeza boca abajo y pies en el aire, hacen lo contrario de lo que es
habitual entre los hombres, caminan con las manos y atraen así hacia
ellos la atención de todos? Hacemos ese número para que se rían de
nosotros, para que se burlen de nosotros y avergonzados esperamos que
venga el que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes, el cual será nuestro gozo, nos glorificará, nos exaltará por
toda la eternidad».
Se serenó. Ciertamente, san Bernardo
no quería que sus monjes fuesen juglares de verdad, cuando añadía: «No
es un juego pueril, no es un número de teatro, que representa actos
innobles, sino un número agradable, decente, serio, notable, cuya visión
puede alegrar a los espectadores celestes». Un número pueril, una
representación teatral, un número indecente: como esa exhibición de ese
indigno hermano. Estaba decidido ya a poner fin a todo aquello y
castigarle.
En ese mismo instante, el hermano
lego, agotado, se detuvo. Se sentó sobre las baldosas, con los ojos
cerrados. Temblaba de fatiga y su rostro brillaba de sudor. Entonces la
Virgen de piedra se inclinó, deslizó de su cabeza su velo tan leve y
suave como la ropa más fina y, con gesto maternal, secó el rostro del
juglar.
1. Por cortesía de la editorial Sígueme, El juglar de Nuestra Señora: cuentos cristianos de la edad media. de Michel Zink. Ediciones Sígueme. Salamanca, 2000. Michel Zink nació en 1945 y ha sido profesor de literatura medieval francesa en diversas universidades. En este libro rescata y recrea 35 cuentos procedentes de la edad media occidental y cuyo hilo conductor en todos ellos es la fe: "No he tratado de dar una imagen exacta de la espiritualidad medieval , sino sacar de ella lo que pueda interesar a la nuestra (...). He traicionado los textos para poner en evidencia la continuidad de la fe" (op. cit. p.10).
-Imagen de Google-imagenes. Inscirpción en la imagen: MariamContigo-
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