EL FALSO MÁTIR
Existe una afición muy extendida y que quizás tenga relación con todas las personas, y es el echar la culpa de sus males a los demás.
Germán Mazuelo-Leytón, Laico
Recuerdo el chiste:
“Se encuentran dos amigos, uno soltero y otro recién casado. El soltero afirma:
- De soltero siempre anda uno sucio y roto.
- También de casado, responde el amigo. Mírame a mí, que estoy tan sucio y roto como tú, y eso que estoy casado.
- Es verdad, pero al menos tú tienes desde ahora a quién echar la culpa: a tu mujer”.
Eso es todo: tener un macho cabrío sobre el que depositar las propias faltas. No querer admitir que es uno mismo, con su pereza y su torpeza, el principal artífice de sus propias miserias y calamidades.
Jesús ha sido tajante: cada
uno recibirá el premio de todas sus buenas acciones o el castigo de
todas sus malas acciones. Cada uno dará cuenta de todas las suyas, pero
sólo de las suyas. Allá sí que nadie tendrá que hallar el macho
cabrío que cargue con sus culpas, porque Dios le pondrá ante los ojos
toda su culpabilidad.
Tenemos
la costumbre de echar la culpa a los demás de nuestras reacciones
emocionales. He oído muchas veces esta queja: “Este hijo me saca de
quicio”. No, el que abre la puerta es usted, aunque su hijo es el que la
golpea. Su hijo puede que se porte mal, pero usted es la que se pone
brava. Las acciones pueden ser de su vecino o de su jefe, pero los
sentimientos son suyos (Jesús Arina, Psy. D., Apuntes de vida y fe).
Se
acaban la paz y la armonía de las familias muchas veces, por echar la
culpa a los demás, a las circunstancias externas, dificultades del
ambiente, la carencia de recursos y medios, y hasta a las
incompatibilidades de carácter.
Así
pasan muchos la vida, gloriándose de sus buenas obras como si fueran de
su exclusiva realización, y echando a los demás las causas de sus
fracasos. Una ceguera que impide que el individuo se conozca como es,
con sus buenas y con sus malas inclinaciones; un sujeto que vive
triunfal porque verificó algo bueno y atribuye a la malicia de los demás
todo su mal ejecutar.
¿Cómo va a mejorar este individuo doblemente ciego?
Quien
trate con asiduidad a los adictos e incluso a los mendigos, observará
que la mayoría de ellos culpa a la sociedad, a su familia, a sus amigos,
a algún profesor, de la miserable situación en que se halla. Huye de
atribuirse a sí mismo, siquiera parte de su fracaso. Y, al no querer
admitir su propia intervención en su pavorosa situación, sigue lo mismo o
peor, porque no quiere ni puede desear un cambio que podía partir de su
voluntad, de su esfuerzo.
En el fondo hay un auto-resentimiento desviado hacia su esposa, su jefe, su hijo, y al sentirse rechazado por Dios, su familia o los amigos, desarrolla una autocompasión, “pobrecito yo”. Es tan fácil caer en el pobre de mí, nadie tiene mis problemas, nadie sufre como yo.
Es que, cuando una persona se centra sólo en sí misma, sólo puede ver
su propia condición, y la autocompasión entonces, se convierte en una
barrera para la gracia. La autocompasión, se convierte en una carga
cuando la persona cae en el hábito de comparar su condición con la de
los demás. Si en lugar de ello, se concretara a concentrarse en lo que
debe hacer en la vida, la autocompasión acabará por desaparecer.
Muchos dejan de asistir a la Misa por el mal ejemplo de tal o cual persona y
acaban por creer que Dios es algo superfluo en su existencia. Echar la
culpa a los demás de los errores propios no los soluciona.
El orgullo tiene mucho que ver con esa forma de ser. Es
el orgullo el que nos dice que somos mucho mejores de lo que podemos en
realidad y se niega a aceptar que podamos tener defectos. Es el orgullo
lo que nos impide enfrentarnos a la realidad de nuestras debilidades,
flaquezas e infidelidades.
En lugar de culpar a los demás buscando chivos expiatorios, de auto-compadecerse, o auto-justificarse, sería muy conveniente que aprendiéramos a calibrar lo que de bueno debemos a los demás. Sobre todo, a Cristo.
¡Si tomásemos a Jesús como modelo de vida! “Tener
a Jesús como modelo, tener a Cristo por ejemplo, a Jesús por compañero,
a Cristo por testigo. Jesús tu amigo, Jesús tu médico, tu padre, tu
esposo. Por eso cargó con su cruz incomparablemente más pesada que la
tuya para ser tu fortaleza, para ser tu aliento, para ser tu alivio. Con
Cristo, ¿quién teme? Con Cristo ¿quién no se alienta? Con Cristo,
¿quién no confía? ¿No es Él, el que dice que conoce a cada una de sus
ovejas y nadie podrá arrancarlas de sus manos?”
Aprendamos
lo mucho que debemos a Dios y a los hombres. Y no seamos de aquellos
que atribuimos a los demás nuestras propias debilidades y las
consecuencias de nuestros exclusivos vicios.
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