Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad; el
malo no habitará junto a ti. Los insensatos no estarán delante de tus
ojos; aborreces a todos los que obran iniquidad. Destruirás a los que
hablan mentira; al hombre sanguinario y engañador abominará Yahveh. Sal. 5, 4-6
No puede haber un verdadero arrepentimiento sin haber antes un reconocimiento de la suprema santidad de Dios y un reconocimiento de nuestra extrema suciedad y maldad. “Sí Señor, el infierno es bueno para mi…”
era la oración de una de las personas que experimentaron el avivamiento
en Escocia en 1949.
Cuando el Espíritu Santo a través de la Biblia nos
revela una imagen o tan siquiera una pequeña idea de la santidad de Dios,
inmediatamente nos vemos asediados por una culpa y una vergüenza a
causa de nuestra vida de pecado y de injusticias. El verdadero
arrepentimiento no nace de un corazón que busca solo “ser mejor persona”, el
verdadero arrepentimiento nace de un corazón deslumbrado por la
santidad de Dios y un impulso que produce la palabra de Dios y el
Espíritu mismo en la voluntad de un hombre, guiándolo a un dolor y una
vergüenza por haber ofendido a un Dios santo, santo, santo; motivándolo a tomar acciones diferentes que lo lleven a ese Dios.
El pueblo de Israel se vio muchas veces afligido por haber desobedecido
al Santo Dios y a través de estos tiempos difíciles de dolor y
aflicción, Dios siempre los llevo a volverse a Él.
“Señor, tu serias justo si en este momento tu decidieras enviarme al infierno; no merezco ser salvado…”
Estas duras palabras salieron de mi boca, mientras lágrimas enormes
brotaban de mis ojos y caían sobre mis manos entrelazadas en el suelo.
Había comenzado mi oración como algo rutinario, pero no supe en que
momento comenzó a ser más profunda. Había estado leyendo en la Biblia
acerca de la majestad de Dios y de la santidad del Todopoderoso,
me había arrodillado a orar y comencé la oración sin la intención de
pedirle nada a Dios; solamente alabarlo. Comencé a decirle las cosas que
casi siempre le decimos a Dios en una oración:
Señor, santo, digno, hermoso, majestuoso, etc…” son palabras
tan cotidianas para nosotros como cristianos, que ni siquiera nos damos
cuenta cuando pierden valor al momento de decirlas. Repetía versículos
de la biblia donde se describen atributos de Dios, pensé que eso era lo
más indicado. Había una sinceridad en mi corazón y hubo un momento donde
sabía que Dios me estaba escuchando y donde todo comenzó a cobrar
sentido.
A veces uno piensa que experimentar la santidad y la presencia de Dios es
algo hermoso y hasta cierto punto reconfortante y divertido; pero esa
concepción no es del todo cierta. La presencia del Dios santo y
majestuoso, es algo temible en gran manera. Ningún hombre pecador puede
estar de pie delante de un Dios tan grande y tan santo. No podemos
dibujar una sonrisa cuando nuestro pecado más oscuro y secreto es
expuesto delante de Dios, no podemos encontrar lugar para el confort;
cuando nuestro cuerpo carnal y nuestro corazón pecaminoso esta delante
del Dios que aborrece el pecado. No hay liviandad al
presentarnos delante de Dios, ¿Quién es digno de estar delante de él?
¿Quién es lo suficientemente justo para alzar su rostro con orgullo
delante de Dios? ¿Quién es digno de reclamar justicia y salvación cuando
su vida ha sido un caminar deleitoso en el pecado?
No, la presencia de Dios no es algo liviano. “Señor, perdóname…”
le rogaba yo en mi oración, con los ojos húmedos y un dolor en mi
pecho. No le estaba reclamando un perdón del que me sintiera digno, no
le estaba ordenando que acudiera a mí con prisa, como si él necesitara
de mí. Estaba rogándole, estaba suplicándole que si aún podía y quería
hacerlo, me perdonara. Yo sabía en ese momento, que en base a mis
acciones de toda la vida; mi lugar perfecto era el infierno. No tenía
duda alguna, tenía la palabra “infierno” escrita en mi frente.
Desde niño había asistido a la iglesia, en mi juventud toque la
guitarra, cante y hable en frente de toda la congregación y uno piensa
que por eso ya se merece el título de cristiano, pero si lo que tienes
adentro no ha cambiado; si tus deseos, tu carácter, tus hábitos, tus
costumbres y actitudes te siguen llevando al pecado, tu ser no ha sido
cambiado y el título de “Infierno” está escrito en tu frente.
Rm. 2, 5 Más por tu dureza, y tu corazón no arrepentido, atesoras ira
para ti mismo, para el día de la ira y de la manifestación del justo
juicio de Dios.
El arrepentimiento no es una decisión instantánea o un estado mental;
el arrepentimiento son acciones que te conducen a un camino totalmente
opuesto al que llevabas. No podemos llamarnos cristianos y creer
ingenuamente que viviendo una vida cristiana mediocre seremos salvos.
Sin un verdadero arrepentimiento no hay salvación. ¿Tu vida es
diferente? ¿Tu camino te está llevando a parecerte más a Cristo? ¿Has
logrado erradicar de tu vida los puntos de pecado más fuertes? ¿Amas a
Dios con todo tu corazón? ¿Amas leer su palabra y orar todos los días?
¿Amas hablarle de Dios a tus amigos y compañeros de la escuela? ¿Es Dios
una perla de gran precio para ti? ¿Has sacrificado todo aquello que te
da placer para agradar a Dios? Si nuestra respuesta a una o más
de estas preguntas es “no”, tenemos que examinarnos en la palabra de
Dios y pensar en la posibilidad de que no hemos experimentado un
arrepentimiento genuino.
La ira de temible de Dios está clamando por acabar y por destruir a
todos los pecadores e impíos. Si Dios no restringiera su ira,
ciertamente nos destruiría en un instante, aterradora, ardiente; pero
justa. Clamemos a Dios por salvación, aferrémonos al arrepentimiento,
volvámonos a Dios que es amplio en perdonar. No vacilemos, esto no es un
juego. Es cuestión de vida o muerte. ¿Tu nombre está escrito en el libro de la vida?
Señor, tu eres justo. Si en este momento decidieras arrojarme al lago
de fuego, tal acción sería una comprobación de tu justicia y al hacerlos
todos los ángeles del cielo clamarían: “Santo, santo, santo; Yahveh de los ejércitos es Dios justo.” Pero… Señor, ¡Sálvame! No quiero
ir al infierno, quiero una vida eterna contigo; en tu presencia, no me
deseches. Tú seguirías siendo justo, porque tu santo Hijo Jesús
pago mi deuda en la cruz y yo sé que lo hizo por mí. Yo sé que ese
castigo que merezco en este mismo momento por mi pecado, él ya lo sufrió
y lo pago con su vida y su sufrimiento. Yo creo que el resucito
con poder y que está sentado a tu diestra, creo en Jesús; perdóname y
sálvame. Desde este día te entrego mi vida completa y sin guardar nada
en mi corazón; todo es tuyo, todo lo que soy, todos mis deseos y mis
pensamientos. Toma el control de todo, haz morir mi ser y vive tú en mí.
-NAC-
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