Cuando salía para ponerse en
camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó: Maestro
bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17)
Este muchacho sale al encuentro
de Jesús para manifestarle una preocupación que todo hombre lleva en el fondo
del alma: ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?
Dime si existe una preocupación
más importante. Todo lo demás tiene un interés muy relativo. Y nosotros, ¿qué
tenemos en la cabeza? ¿Es ésta nuestra verdadera preocupación? ¿O estamos tan
“entretenidos” con otros asuntos que no tenemos tiempo para ocuparnos de lo
único que de verdad importa? ¿No te parece absurdo esperar a la vejez para
preguntarnos entonces si el camino que hemos recorrido era el acertado? Párate.
Detén tu actividad. Necesitas silencio, tiempo y lugar adecuados para pensar y
preguntarle a Cristo: Señor, ¿voy por el camino que conduce a la vida eterna?
Jesús le dijo:¿Por qué me llamas
bueno? Nadie es bueno sino uno, Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a
nadie, honra a tu padre y a tu madre (Mc 10, 18-19)
Para alcanzar la vida eterna es
necesario cumplir los mandamientos. No hagas caso de esas personas que dicen:
“Sí, hay que amar a Dios y a los demás, pero el modo concreto de hacerlo
depende de la propia conciencia, pues Dios no ha determinado otros
mandamientos. Los preceptos que aparecen en la Escritura servían tal vez para
aquellos tiempos, pero no para estos”. Se equivocan: El que acepta mis
mandamientos y los guarda -ha dicho Jesús-, ése es el que me ama (Jn 14, 21)
El amor a Dios no es cuestión de
sentimientos estériles y palabras vacías, sino de querer lo que Él quiere,
aunque cueste, aunque no nos guste, aunque haya que ir contra corriente. ¿Cuál
es el criterio que rige tu vida: tu voluntad o la de Dios?
Él respondió: Maestro, todo
esto lo he guardado desde mi adolescencia. Y Jesús, fijando en él su
mirada, se prendó de él y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende cuanto
tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven y
sígueme (Mc 10, 20-21)
Jesús mira a este joven con
cariño, con un amor muy especial, con una sonrisa en los labios, y le ofrece un
regalo maravilloso: lo invita a seguirle de cerca, como los demás Apóstoles.
¿Qué más podía ambicionar? Ser Apóstol, seguir a Jesús, acompañarle por los
caminos del mundo, enamorarse de Él y, después, llevar la salvación y la felicidad
a miles de personas.
Hoy, como ayer, Jesús sigue
llamando a jóvenes como tú a seguirle de cerca. Porque hoy, como ayer, hay
millones de personas que no conocen a Cristo, y hacen falta hombres y mujeres
que entreguen su vida para hacer feliz a tantas personas, a una multitud. Jesús
puede llamarte a ti. Y puede hacerlo de muchas maneras: tal vez metiendo en tu
corazón una inquietud, o un cierto miedo a esa llamada... Sé generoso. No
tengas miedo: si te llama es porque quiere hacerte no desgraciado sino feliz.
«Si alguno de vosotros siente una
llamada a seguirle más de cerca -nos dice Juan Pablo II-, a dedicarle el
corazón entero, como los Apóstoles Juan y Pablo, que sea generoso, que no tenga
miedo, porque no hay nada que temer cuando el premio que espera es Dios mismo,
a quien, a veces sin saberlo, todo joven busca» (Juan Pablo II, Discurso a los
jóvenes, Asunción, Paraguay (8-V-1988).
Pero él, afligido por estas palabras,
se marchó triste, pues tenía muchos bienes (Mc 10, 22)
«Aquel joven “tenía muchos
bienes”. Tenía, sobre todo, como vosotros, una juventud que ofrecer: una vida
entera que podía entregar al Señor. ¡Qué alegría si hubiera dicho que sí! ¡Qué
maravillas habría podido realizar Dios en un alma generosa que se entrega sin
reservas! Pero no, él prefirió “sus bienes”: su tranquilidad, su casa, sus
cosas, sus proyectos, su egoísmo. Ante la alternativa de elegir entre Dios y su
propio yo, prefirió esto último; y se marchó triste, nos dice el Evangelio.
Optó por su propio egoísmo y encontró la tristeza (...). Cuando en vuestro
seguimiento a Cristo se os presente la opción entre Él -entre uno de sus
mandamientos- y el placer pasajero de algo material y sensible, cuando se os
presente la opción entre ayudar al que os necesita y vuestro propio interés,
cuando, en definitiva, tengáis que elegir entre el amor y el egoísmo, recordad
el ejemplo de Cristo y haced valientemente la opción por el amor. Jóvenes que
me escucháis, jóvenes que, sobre todo, queréis saber lo que habéis de hacer
para alcanzar la vida eterna (cf. Mt 19,16): decid siempre que sí a Dios y Él
os llenará de su alegría» (Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, Asunción,
Paraguay (8-V-1988)).
Toma hoy, en estos momentos de
oración, la firme decisión de no ser egoísta, de no cambiar por unos bienes de
la tierra, la invitación de Jesús a seguirle por el camino del Cielo. Sólo con
Él serás feliz, y harás felices a los demás.
Los discípulos quedaron
impresionados por sus palabras.
Y hablándoles de nuevo,
dijo: Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un
camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios
(Mc 10, 23-25).
Estar apegado a las riquezas o al deseo de tenerlas: eso es lo que impide entrar en el Reino de los Cielos, porque es cambiar a Dios por las cosas de la tierra. Tal vez pienses que éste no es tu problema, porque no eres rico. De todas formas te invito a hacer examen de tu vida, para que compruebes con valentía si eres rico o pobre: ¿Estás apegado a tus planes? ¿Eres capaz de cambiarlos con alegría para ayudar a otros o por dar gusto a los demás?
¿Estás apegado a tu tiempo? ¿Lo
desperdicias, lo pierdes o lo malgastas, como si fuera tuyo y no de Dios?
¿Dedicas tiempo a los demás, a servir a tus padres y hermanos, a tus amigos, a
visitar enfermos, a buscar recursos para los necesitados, a enseñar la doctrina
cristiana a los niños...? ¿Estás apegado a tu dinero y a tus cosas?
¿Cuántos gastos innecesarios has hecho últimamente? ¿Has dado limosna de tu
dinero? ¿Ambicionas poseer cosas como si fueran a hacerte feliz? ¿Estás apegado
al proyecto que te has hecho para tu vida? ¿Estarías dispuesto a cambiarlo si
Dios te lo pide?
Y ellos se asombraban aún más
diciéndose unos a otros: Entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús,
fijándose en ellos, dijo: Para los hombres esto es imposible, pero no para
Dios; pues para Dios todo es posible. Comenzó Pedro a decirle: Ya ves
que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús respondió: En
verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas,
o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta
vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con
persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros
serán últimos, y muchos últimos serán primeros (Mc 10, 26-31)
Cien veces más en esta vida. Es
verdad. Jesús no engaña. Si dejamos por Él y por el Evangelio -como los
Apóstoles- la posibilidad de formar una familia, nos premia ya en esta vida con
muchos “hijos” de nuestro apostolado: personas que arrastraremos a Dios. Y
además, nos llena el corazón con una alegría inmensa, que no cambiaríamos por
nada.
No podemos olvidarnos de lo que
acompaña al premio que Jesús promete: las
persecuciones.
Si nos decidimos a seguir a
Cristo, nos encontraremos con gente en contra: burlas, críticas injustas,
desprecios, calumnias... Pero como ya nos lo ha anunciado Jesús, no debemos
inquietarnos cuando suceda, sino agradecerle, como un gran favor, que nos
permita sufrir un poco por Él, para ayudarle a salvar a la humanidad entera.
Trigo, Tomás.
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