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1 Conocerse. Primer paso: conocer
la verdad de uno mismo. Ya los griegos antiguos ponían como una gran meta el
aforismo: "Conócete a ti mismo". La Biblia dice a este respecto que
es necesaria la humildad para ser sabios: Donde hay humildad hay sabiduría. Sin
humildad no hay conocimiento de sí mismo y, por tanto, falta la
sabiduría.
Es difícil conocerse. La
soberbia, que siempre está presente dentro del hombre, ensombrece la
conciencia, embellece los defectos propios, busca justificaciones a los fallos
y a los pecados. No es infrecuente que, ante un hecho, claramente malo, el
orgullo se niegue a aceptar que aquella acción haya sido real, y se llega a
pensar: "no puedo haberlo hecho", o bien "no es malo lo que
hice", o incluso "la culpa es de los demás".
Para superar: examen de
conciencia honesto. Para ello: primero pedir luz al Espíritu Santo, y después
mirar ordenadamente los hechos vividos, los hábitos o costumbres que se han
enraizado más en la propia vida - pereza o laboriosidad, sensualidad o
sobriedad, envidia...
2 Aceptarse. Una vez se ha
conseguido un conocimiento propio más o menos profundo viene el segundo escalón
de la humildad: aceptar la propia realidad. Resulta difícil porque la soberbia
se rebela cuando la realidad es fea o defectuosa.
Aceptarse no es lo mismo que
resignarse. Si se acepta con humildad un defecto, error, limitación, o pecado,
se sabe contra qué luchar y se hace posible la victoria. Ya no se camina a
ciegas sino que se conoce al enemigo. Pero si no se acepta la realidad, ocurre
como en el caso del enfermo que no quiere reconocer su enfermedad: no podrá
curarse. Pero si se sabe que hay cura, se puede cooperar con los médicos para
mejorar. Hay defectos que podemos superar y hay límites naturales que debemos
saber aceptar.
Dentro de los hábitos o
costumbres, a los buenos se les llama virtudes por la fuerza que dan a los
buenos deseos; a los malos los llamamos vicios, e inclinan al mal con más o
menos fuerza según la profundidad de sus raíces en el actuar humano. Es útil
buscar el defecto dominante para poder evitar las peores inclinaciones con más
eficacia. También conviene conocer las cualidades mejores que se poseen, no
para envanecerse, sino para dar gracias a Dios, ser optimista y desarrollar las
buenas tendencias y virtudes.
Es distinto un pecado, de un
error o una limitación, y conviene distinguirlos. Un pecado es un acto libre
contra la ley de Dios. Si es habitual se convierte en vicio, requiriendo su
desarraigo, un tratamiento fuerte y constante. Para borrar un pecado basta con
el arrepiento y el propósito de enmienda unidos a la absolución sacramental si
es un pecado mortal y con acto de contrición si es venial. El vicio en cambio
necesita mucha constancia en aplicar el remedio pues tiende a reproducir nuevos
pecados.
Los errores son más fáciles de
superar porque suelen ser involuntarios. Una vez descubiertos se pone el
remedio y las cosas vuelven al cauce de la verdad. Si el defecto es una
limitación, no es pecado, como no lo es ser poco inteligente o poco dotado para
el arte. Pero sin humildad no se aceptan las propias limitaciones. El que no
acepta las propias limitaciones se expone a hacer el ridículo, por ejemplo,
hablando de lo que no sabe o alardeando de lo que no tiene.
Vive según tu conciencia o
acabarás pensando como vives. Es decir, si tu vida no es fiel a tu propia
conciencia, acabarás cegando tu conciencia con teorías justificadoras.
3 Olvido de sí. El orgullo y la
soberbia llevan a que el pensamiento y la imaginación giren en torno al propio
yo. Muy pocos llegan a este nivel. La mayoría de la gente vive pensando en si
mismo, "dándole vuelta" a sus problemas. El pensar demasiado en uno
mismo es compatible con saberse poca cosa, ya que el problema consiste en que
se encuentra un cierto gusto incluso en la lamentación de los propios
problemas. Parece imposible pero se puede dar un goce en estar tristes, pero no
es por la tristeza misma sino por pensar en sí mismo, en llamar la
atención.
El olvido de sí no es lo mismo
que indiferencia ante los problemas. Se trata más bien de superar el pensar
demasiado en uno mismo. En la medida en que se consigue el olvido de sí, se
consigue también la paz y alegría. Es lógico que sea así, pues la mayoría de
las preocupaciones provienen de conceder demasiada importancia a los problemas,
tanto cuando son reales como cuando son imaginarios. El que consigue el olvido
de sí está en el polo opuesto del egoísta, que continuamente esta pendiente de
lo que le gusta o le disgusta. Se puede decir que ha conseguido un grado
aceptable de humildad. El olvido de sí conduce a un santo abandono que consiste
en una despreocupación responsable. Las cosas que ocurren -tristes o alegres-
ya no preocupan, solo ocupan.
4 -Darse. Este es el grado más
alto de la humildad, porque más que superar cosas malas se trata de vivir la
caridad, es decir, vivir de amor. Si se han ido subiendo los escalones
anteriores, ha mejorado el conocimiento propio, la aceptación de la realidad y
la superación del yo como eje de todos los pensamientos e imaginaciones. Si se
mata el egoísmo se puede vivir el amor, porque o el amor mata al egoísmo o el
egoísmo mata al amor.
En este nivel la humildad y la
caridad llevan una a la otra. Una persona humilde al librarse de las
alucinaciones de la soberbia ya es capaz de querer a los demás por sí mismos, y
no sólo por el provecho que pueda extraer del trato con ellos.
Cuando la humildad llega al nivel
de darse se experimenta más alegría que cuando se busca el placer egoístamente.
La única vez que se citan palabras de Nuestro Señor del Evangelio en los Hechos
de los Apóstoles dice que se es mas feliz en dar que en recibir . La persona
generosa experimenta una felicidad interior desconocida para el egoísta y el
orgulloso.
La caridad es amor que recibimos
de Dios y damos a Dios. Dios se convierte en el interlocutor de un diálogo
diáfano y limpio que sería imposible para el orgulloso ya que no sabe querer y
además no sabe dejarse querer. Al crecer la humildad la mirada es más clara y
se advierte más en toda su riqueza la Bondad y la Belleza divinas.
Dios se deleita en los humildes y
derrama en ellos sus gracias y dones con abundancia bien recibida. El humilde
se convierte en la buena tierra que da fruto al recibir la semilla divina.
La falta de humildad se muestra
en la susceptibilidad, quiere ser el centro de la atención en las
conversaciones, le molesta en extremo que a otra la aprecien más que a ella, se
siente desplazada si no la atienden. La falta de humildad hace hablar mucho por
el gusto de oirse y que los demás le oigan, siempre tiene algo que decir, que
corregir, Todo esto es creerse el centro del universo. La imaginación anda a
mil por hora, evitan que su alma crezca.
-Que me conozca; que te conozca.
Así jamás perderé de vista mi nada”. Solo así podré seguirte como Tú quieres y
como yo quiero: con una fe grande, con un amor hondo, sin condición alguna.
Se cuenta en la vida de San
Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el demonio
tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de esta
visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: “Señor, ¿Quién podrá escapar de
tantos lazos?”. Y oyó una voz que le contestaba: “Antonio, el que sea humilde;
pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van
cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende"
Nos ayudará a desearla de verdad
el tener siempre presente que el
pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la vocación que
hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar, a la
amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal apoyo
con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra que el
Espíritu Santo trata incesantemente de edificar.
Con todo, la virtud de la
humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos de la soberbia, del
egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima Madre experimentaron
movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la virtud de la humildad
en grado sumo. La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra;
humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la
humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en
las criaturas (6). En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad,
nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy
grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que sólo Él es grande, y
que en comparación con la suya, todas las grandezas humanas están vacías y no
son sino mentira.
¿Cómo he de llegar a la humildad?
Por la gracia de Dios. Solamente la gracia de Dios puede darnos la visión clara
de nuestra propia condición y la conciencia de su grandeza que origina la
humildad. Por eso hemos de desearla y pedirla incesantemente, convencidos de
que con esta virtud amaremos a Dios y seremos capaces de grandes empresas a
pesar de nuestras flaquezas...
Quien lucha por ser humilde no
busca ni elogios ni alabanzas porque su vida esta en Dios; y si llegan procura
enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta
en el desprecio sino en el olvido de sí mismo, reconociendo con alegría que no
tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentirnos hijos pequeños de
Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su Padre.
Aprendemos a ser humildes
meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza ante tanta
humillación, el dejarse hacer “como cordero llevado al matadero”.
Visitándolo en la Sagrada
Eucaristía, donde espera que vayamos a verle y hablarle,
Meditando la Vida de la Virgen
María y uniéndonos a ella en oración. La mujer mas humilde y por eso también la
escogida de Dios, la más grande. La Esclava del Señor, la que no tuvo otro
deseo que el de hacer la voluntad de Dios.
También acudimos a San José, que
empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la tarea que Dios
le había encomendado.
Santa Teresa de Jesús
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