LOS OJOS DE MARÍA
P. Marcelino de Andrés L.C.
En los ojos de María se veía la pureza.
¡Quién pudiera haberlos visto realmente tan siquiera una vez, aunque fuera por un instante!
Siempre me ha hecho reflexionar mucho aquella bienaventuranza de Cristo:
“Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.”
¿Qué tendrá que ver la pureza con la vista?
Desde luego, con la vista corporal quizá no tenga que ver apenas
nada. Pero seguramente mucho con la vista espiritual. Porque está claro
que a Dios no se le puede ver con los ojos de la carne, pero sí con los
del espíritu, con los del corazón, que son la fe y el amor.
Sólo cuando el alma es pura y cristalina está en condiciones de poder
ver y contemplar a Dios. Sólo en un corazón puro -escribía San Agustín-
existen los ojos con que puede Dios ser visto.
Me imagino que Cristo al formular esta bienaventuranza tenía en mente
a su Madre. Ella era la creatura más pura que jamás ha existido y
existirá. El corazón de María era como un mar de gracia profundo,
cristalino y transparente. Nadie como Ella de pura.
Bien lo dijo San Ambrosio:
¿Quién es más noble que la madre de Dios?
¿Quién más espléndida que aquella que fue elegida por el mismo Esplendor?
¿Quién más pura que la que generó una creatura sin contacto físico alguno?
Ella era virgen pura no sólo en el cuerpo, sino también en el alma.
Se ha dicho siempre que los ojos son las ventanas del alma. Es
cierto. A través de ellos se puede mirar al interior de otra persona.
Por eso, mirando a los ojos a María podremos ver y apreciar la pureza
inmaculada de su alma.
Los ojos de María. ¡Quién pudiera haberlos visto realmente tan
siquiera una vez, aunque fuera por un instante! Sólo a algunos
privilegiados les tocó.
Nosotros hemos de contentarnos con verlos desde la fe o con soltar un
poco nuestra imaginación para hacernos una idea de cómo eran.
Los ojos de María
- Ojos hermosos, agradables, con esa belleza natural que no necesita de mejunjes ni postizos para ser encantadores.
- Ojos sencillos, de esos que no saben mirar a los demás desde arriba.
- Ojos bondadosos, que nunca se han desfigurado con guiños de ira o de odio.
- Ojos sinceros, que no han aprendido a mentir; testigos de un interior sin sombra de doblez.
- Ojos atentos a las necesidades ajenas y distraídos para fijarse y molestarse por sus defectos.
- Ojos comprensivos y misericordiosos que, ante pecadores y malhechores, se transforman en manos abiertas que ofrecen la gracia a raudales.
Como los describen aquellos en versos de Pemán: A Tus ojos, luz de
aurora / sobre el desierto frío. / Tu mirada, rocío / sobre la dura
arcilla pecadora. Esos ojos cuya mirada Judas evitó al salir del
cenáculo la noche de la traición… Esa misma mirada que a Dimas, en el
Calvario, llevó a la conversión y al paraíso…
Ojos de mujer que reflejan nítidamente un alma preciosa, adornada de
humildad, de bondad, se sinceridad, caridad, de comprensión y
misericordia. Los ojos de María. Los ojos de un alma en gracia.
Verdaderas ventanas al cielo. Porque cielo era toda su alma.
Ojos que pueden llorar y cuyas lágrimas al caer en la tierra, obran
portentos también en el cielo. Bien comprendió esto aquel poeta que le
rezaba a la Virgen:
Tus lágrimas son las perlasque compran mi salvación.Jesús me perdona al verlas.Son sangre del corazónque se derrama al verterlas.
Y es que de unos ojos así sólo pueden salir lágrimas cargadas de la
omnipotencia del amor de quien es Madre de Dios y mediadora de toda
gracia.
Los ojos de María, cuya penetrante y dulce mirada todo lo puede.
Cuántos indiferentes se han visto interpelados por el brillo de pureza
de esos ojos inocentes. Cuántos orgullosos han caído rendidos a sus
plantas, desarmados por la mansedumbre que traslucen sus pupilas.
Cuántos ánimos frágiles ante el mal se han armado de bravura y han
vencido al tentador al recordar que Ella les miraba.
Cuántas veces la sola mirada de María fue sin duda bálsamo sobre el
desgarrado corazón de algún vecino atribulado. Cuántas fue fuente de paz
y consuelo que barrió de angustias el interior de algún contrariado
pariente. Cuántas, esos luceros de su rostro, fueron luz cálida, manto
que arropó de piedad e intercesión las almas atenazadas por el frío del
pecado. Y cuántas siguen siendo aún todo eso y más para muchos de
nosotros.
El ver las estrellasme cause enojos,pero vuestros ojosmás lucen que ellas,escribió con tino Lope de Vega.
Es sumamente consolador saber que tendremos toda la eternidad para
contemplar, sin cansancio ni aburrimiento, los hermosos ojos de María.
Asomarse a ellos es asomarse a la maravilla más excelsa salida de las
manos de Dios.
María fue su obra maestra. En Ella el Creador se lució. Ella es, en
palabras de Pio IX, Aun inefable milagro de Dios; es más, es el más alto
de todos los milagros y digna Madre de Dios. Pablo VI la describe como
Ala mujer vestida de sol, en la que los rayos purísimos de la belleza
humana se encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, de la
belleza sobrenatural. Sin embargo, no hay que esperar a llegar al cielo
para recrearnos en su contemplación.
Podemos desde ahora, con la fe, mirar sus ojos y sostener su mirada portentosa.
Pero me temo que muchos de nosotros somos incapaces de sostener una
mirada tan luminosa. Nos molesta el chorro de luz que el alma pura de
María despide a través de sus ojos y de todo su ser. Nuestras pupilas,
tan acostumbradas quizá a las oscuridades de la impureza y del pecado,
no soportan semejante claridad. A lo mejor no queremos que esa mirada
materna desenmascare y purifique nuestra alma llena de barro. Porque no
estamos dispuestos a dejar que en ella penetre la gracia de Dios y la
limpie y la ordene y la santifique.
Todo eso cuesta mucho. El precio de la pureza es elevado, sólo las
almas ricas pueden pagarlo. Ricas en amor, en generosidad, en
desprendimiento de sí y de los placeres desordenados.
Sólo esas almas disfrutarán ya en la tierra del gozo espiritual
incomparablemente más sublime, profundo y duradero que el más refinado
placer corporal. Sólo ellas experimentarán la libertad interior del que
no está encadenado por los instintos del cuerpo. Y sólo ellas gozarán de
la bienaventuranza de la visión de Dios por toda la eternidad.
María ha sido la creatura más pura y por eso también la más
auténticamente feliz y satisfecha, la más libre de espíritu, la mejor
dispuesta para ver a Dios y saborear esa deliciosa visión con una
intensidad inigualable.
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