SALMO 3
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en Él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.
Benedicto XVI
Benedicto XVI
Salmo de David. Cuando huía de su hijo Absalón
Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios,
cuántos los que se levantan contra mí!
¡Cuántos son los que dicen de mí:
«Dios ya no quiere salvarlo»!
Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria,
Tú mantienes erguida mi cabeza.
Invoco al Señor en alta voz,
y Él me responde desde su santa Montaña.
Yo me acuesto y me duermo,
y me despierto tranquilo
porque el Señor me sostiene.
No temo a la multitud innumerable,
apostada contra mí por todas partes.
¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!
Tú golpeas en la mejilla a mis enemigos
y rompes los dientes de los malvados.
¡En Ti, Señor, está la salvación,
y tu bendición sobre tu pueblo!
Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios,
cuántos los que se levantan contra mí!
¡Cuántos son los que dicen de mí:
«Dios ya no quiere salvarlo»!
Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria,
Tú mantienes erguida mi cabeza.
Invoco al Señor en alta voz,
y Él me responde desde su santa Montaña.
Yo me acuesto y me duermo,
y me despierto tranquilo
porque el Señor me sostiene.
No temo a la multitud innumerable,
apostada contra mí por todas partes.
¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!
Tú golpeas en la mejilla a mis enemigos
y rompes los dientes de los malvados.
¡En Ti, Señor, está la salvación,
y tu bendición sobre tu pueblo!
DIOS CONTIGO
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