Después de mucho andar por las tierras de Galilea,
seguido por los apóstoles, el Señora empezó a notar que éstos estaban cada vez
mán aperezados. En realidad, el asuntoera explicable, puesto que todos
divulgaban las doctrinas de su sagrado magisterio desplazándose de aquí para
allá y de allá para acá. Siempre caminando.
En cierta ocasión, mientras ascendían bajo un sol
chispeante una empinada montaña, el Señor observó que, entre todos, el más
lento, desgana y cariacontecido era San Pedro.
«Este Pedro camina igualito a un buey cansado», pensó
el Señor. «Y no hay derecho, porque,
viéndolo bien, no es tan viejo que digamos».
Cuando llegaron a la cima. Acezantes y sudorosos, el
Señor les dijo: Veo, con mucha desilusión, que todos ustedes se están volviendo
demasiado flojos. Cualquier faldita los abruma y los pone de mal humor. Me
pregundo en dónde quedó su sentido de la mortificación y del sacrificio. Deben
aprender que parte de nuestra misión en la Tierra consiste en dar pruebas de
ello.
Si, Señor, repuso San Pedro. Eso es cierto. Sin
embargo, lo que es a mí esta caminadera me tiene fatigado. Recuerde que soy
pescador y que los pescadores no somos andariegos. Nosotros nos sentamos en
nuestra barca, lanzamos las reces, esperamos a que se llenen de peces, y listo.
Nada más.
Eso es verda, Pedro, exclamó el Señor. Pero también es
verdad que el hombre debe adaptarse a todo. Por algo es una criatura superios.
San Pedro no contestó. Simplemente arrugó más el
entrecejo.
Bueno, dijo el Señor, después de un silencio. Bajen al
río y traigan algunas piedras.
¿Piedras? Preguntó San Pedro, mirando fijamente al
Señor. ¿Dijo piedras, Maestro? ¿Què mosca lo ha picado ahora?
No discutas, Pedro, exclamó el Señor con severidad.
Simplemente obedece. He dicho piedras y ustedes traerán piedras.
Rezongando, los doce apostoles empezaron a descender
nuevamente la elevada cuesta. Rato después, cada uno regresó con la piedra que
sus fuerzas le permitían cargar. Unas grandes, otras regulares, otras pequeñas.
Todos las llevaban al hombro o en las manos, visibles, menos Pedro.
¿Y tu que, Pedro? Inquirió el Señor. ¿En dónde está tu
piedra? ¡No me digas que te atreviste a desobedecer mi mandato!
El aludido abrió la mano derecha y mostró una
piedrecilla blanca, lisa y brillante. He aquí la mía, Maestro, dijo, sonriendo
por primera vez en la tarde. ¡Como no advirtió que debía ser grande!
El Señor no demostró enfado. Por
el contrario, sonrió. Está bien, Pedro, dijo, y acto seguido preguntó: Debes
tener hambre, ¿no?
La respuesta fue categórica: ¡Hambre
no es palabra, Señor! ¡Imagínese, con semejante caminadera!
¿Ah, sí? ¡Pues entonces sáciala!
Y transformó las piedras en
panes. Al mirar el suyo, pequeñísimo, y comparado con el de los demás, San
Pedro optó por guardar silencio, mientras los compañeros se burlaban de su
chasco.
Días después, en la cima de la
misma montaña, el Señor los volvió a mandar por piedras al río. San Pedro,
naturalmente, no opuso resistencia alguna, sino que, por el contrario,
descendió corriendo la cuesta y no tardó en regresar, agobiado por el peso de
una piedra descomunal.
Limpiándose el sudor de la calva,
respiró profundamente, bajo su pesada carga y, sonriendo con cierta complacida
malicia, dijo: ¡Mire mi piedra, Señor! Es casi una roca, ¿verdad? ¡Hoy tendré
que comer, no como el otro día! ¡Hoy sí!
Hoy tampoco comerás, Pedro,
sentenció el Señor con una sonrisa, y agregó: Hoy no toca comer sino jugar.
¡Echen las piedras a rodar a ver cuál llega primero al río! ¡Vamos! A la una, a
las dos y a las…
Y el ruido de las piedras rodando
vertiginosamente hacia el rio se mezcló con once poderosas carcajadas.
De los humorísticos asuntos del buen Dios –Hernando
Mejía García-
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