jueves, 7 de agosto de 2014

PEDRO, PIEDRAS, PAN



Después de mucho andar por las tierras de Galilea, seguido por los apóstoles, el Señora empezó a notar que éstos estaban cada vez mán aperezados. En realidad, el asuntoera explicable, puesto que todos divulgaban las doctrinas de su sagrado magisterio desplazándose de aquí para allá y de allá para acá. Siempre caminando.

En cierta ocasión, mientras ascendían bajo un sol chispeante una empinada montaña, el Señor observó que, entre todos, el más lento, desgana y cariacontecido era San Pedro.

«Este Pedro camina igualito a un buey cansado», pensó el Señor.  «Y no hay derecho, porque, viéndolo bien, no es tan viejo que digamos».

Cuando llegaron a la cima. Acezantes y sudorosos, el Señor les dijo: Veo, con mucha desilusión, que todos ustedes se están volviendo demasiado flojos. Cualquier faldita los abruma y los pone de mal humor. Me pregundo en dónde quedó su sentido de la mortificación y del sacrificio. Deben aprender que parte de nuestra misión en la Tierra consiste en dar pruebas de ello.

Si, Señor, repuso San Pedro. Eso es cierto. Sin embargo, lo que es a mí esta caminadera me tiene fatigado. Recuerde que soy pescador y que los pescadores no somos andariegos. Nosotros nos sentamos en nuestra barca, lanzamos las reces, esperamos a que se llenen de peces, y listo. Nada más.

Eso es verda, Pedro, exclamó el Señor. Pero también es verdad que el hombre debe adaptarse a todo. Por algo es una criatura superios.

San Pedro no contestó. Simplemente arrugó más el entrecejo.

Bueno, dijo el Señor, después de un silencio. Bajen al río y traigan algunas piedras.  

¿Piedras? Preguntó San Pedro, mirando fijamente al Señor. ¿Dijo piedras, Maestro? ¿Què mosca lo ha picado ahora?

No discutas, Pedro, exclamó el Señor con severidad. Simplemente obedece. He dicho piedras y ustedes traerán piedras.

Rezongando, los doce apostoles empezaron a descender nuevamente la elevada cuesta. Rato después, cada uno regresó con la piedra que sus fuerzas le permitían cargar. Unas grandes, otras regulares, otras pequeñas. Todos las llevaban al hombro o en las manos, visibles, menos Pedro.

¿Y tu que, Pedro? Inquirió el Señor. ¿En dónde está tu piedra? ¡No me digas que te atreviste a desobedecer mi mandato!

El aludido abrió la mano derecha y mostró una piedrecilla blanca, lisa y brillante. He aquí la mía, Maestro, dijo, sonriendo por primera vez en la tarde. ¡Como no advirtió que debía ser grande!

El Señor no demostró enfado. Por el contrario, sonrió. Está bien, Pedro, dijo, y acto seguido preguntó: Debes tener hambre, ¿no?

La respuesta fue categórica: ¡Hambre no es palabra, Señor! ¡Imagínese, con semejante caminadera!

¿Ah, sí? ¡Pues entonces sáciala!

Y transformó las piedras en panes. Al mirar el suyo, pequeñísimo, y comparado con el de los demás, San Pedro optó por guardar silencio, mientras los compañeros se burlaban de su chasco.

Días después, en la cima de la misma montaña, el Señor los volvió a mandar por piedras al río. San Pedro, naturalmente, no opuso resistencia alguna, sino que, por el contrario, descendió corriendo la cuesta y no tardó en regresar, agobiado por el peso de una piedra descomunal.

Limpiándose el sudor de la calva, respiró profundamente, bajo su pesada carga y, sonriendo con cierta complacida malicia, dijo: ¡Mire mi piedra, Señor! Es casi una roca, ¿verdad? ¡Hoy tendré que comer, no como el otro día! ¡Hoy sí!

Hoy tampoco comerás, Pedro, sentenció el Señor con una sonrisa, y agregó: Hoy no toca comer sino jugar. ¡Echen las piedras a rodar a ver cuál llega primero al río! ¡Vamos! A la una, a las dos y a las…

Y el ruido de las piedras rodando vertiginosamente hacia el rio se mezcló con once poderosas carcajadas. 


De los humorísticos asuntos del buen Dios –Hernando Mejía García-
 



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