SAN FRANCISCO, UN HOMBRE COMUNIÓN
por Sebastián López, OFM
A LA PAZ DESDE LA GUERRA: EN LA SOCIEDAD (I)por Sebastián López, OFM
«Los hermanos, cuando van por el mundo...» (2 R 3,10). Con estas palabras nos revela Francisco su reconciliación con el mundo, el contorno humano e institucional, por la que optó ya al principio de su vocación evangélica, cuando según Celano, «escogió no vivir para sí solo, sino para Aquel que murió por todos, pues se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas» (1 Cel 35). Francisco había dejado el pecado del mundo, pero escogió una Vida y Regla sin muros que le separaran o alejaran de él -«Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (2 R 6,1)-, y que hiciese posible el diálogo con los hombres, «hablando a todos honestamente, como conviene» (2 R 3, 11).
La vida, para él y los suyos, se les iba a ir, en su mayor parte, haciendo camino y recortando horizonte, peregrinos y huéspedes en este mundo. Es el Francisco reconciliado y fraternal que descubríamos al principio y que las biografías no han acertado a presentar desde la visión suya pietista de santidad. Pero el hecho es indudable. Sin negar sus retiros, frecuentes y prolongados, la existencia de Francisco trascurre en plena calle, diríamos hoy, si la frase acertase a expresar la riqueza y frecuencia de encuentros humanos que los caminos de entonces, más que los de hoy, proporcionaban. Hemos hecho a Francisco conventual en exceso, cuando en realidad su vida se desarrolla en muy buena parte fuera del convento.
Basta hojear sus biografías para verlo con entera naturalidad rodeado de gente la más heterogénea. Abigarrado y rico es en afecto el grupo de personas que desfilan por las biografías: además de los hombres de Iglesia, clero alto y bajo, aparecen el Emperador, el Sultán Melek-el-Kamel, caballeros, mercaderes, leprosos, ladrones, campesinos, etc., etc. Y aparecen también, más o menos señalados, los problemas de aquella sociedad: la pobreza, la guerra, el abuso del poder, la difícil convivencia de la Iglesia con el Imperio.
¿Qué haría Francisco en aquel mundo en ebullición, tan extraño, tan áspero y fronterizo? ¿Al lado de quién se colocaría, o a favor de quién tomaría partido? Respondíamos al principio que nos parecía clara y definitiva su suprema y primerísima opción por el Evangelio. Y, desde ese ribazo, Francisco fue comunión. No acertó a ser otra cosa.
Sin embargo, aventuraría además una respuesta más concreta: Francisco escogió la pobreza de Jesucristo con toda la rica densidad que la palabra tiene en su pensamiento y praxis. La pobreza fue su más enardecida rebeldía y donde todo, paradójicamente, se le hacía comunión. Al fin la pobreza, sin ser todo él, ni la meta ni corazón de los suyos, es la que asume y resume, cataliza también, todo su ser como respuesta, como encuentro, como reconciliación.
Escogió la pobreza. Dejó su casa y el mundo que suponía dinero, seguridad, poder, y abrazó al leproso, al marginado por antonomasia de entonces, haciendo de ello el gesto expresivo, significante de su conversión. Es decir, escogió al hombre en su más desesperada situación, en su debilidad extrema, que evidencia hasta qué punto el Señor era el que lo conducía y cómo él se había abierto en canal para trasvasar la misericordia que había recibido...
Y tras el leproso, todos lo fueron descubriendo hermano: «Veneraba a los prelados y sacerdotes de la santa Iglesia y honraba a los ancianos, nobles y ricos; también a los pobres los amaba de lo íntimo de su corazón y se compadecía de ellos entrañablemente. De todos se mostraba súbdito» (TC 57). A sus hermanos dejará esta consigna: «Cualquiera que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7,14), que, sin querer, trae a la memoria las palabras de Pablo Neruda en sus memorias: «Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. Yo quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta. Quiero que se pueda entrar en todas las iglesias, a todas las imprentas. Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar, leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta termine...».
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166]
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