EL DEMONIO ES PROTESTANTE
Testimonio
“El Demonio es protestante”, fue la primera frase que pronuncié, tras mi
conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su
pastor. El escándalo fue mayúsculo. Algunos ya habían notado que mis
vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente
prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que
me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y
explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a
causa de mis nuevos pensamientos.
Luis Miguel Boullón
“Al principio fue el Verbo”
Recuerdo vívidamente los primeros
movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en esta Revista que
ahora aprecio tanto, como es la que me honra publicando este trabajo. Yo
encontraba que la nota era demasiado radical en sus afirmaciones,
demasiado rotunda para lo que yo estaba acostumbrado a leer.
No me dejaba muchos ‘flancos’ descuidados
por donde atacar. O refutaba el centro del asunto o no tenia sentido
desmenuzar tres o cuatro aspectos como se me había enseñado a realizar
de forma automática e inconsciente. Generalmente los católicos tienen
como que una cierta vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la
mesa, y como no muestran todo con claridad, es muy fácil prender fuego a
sus tiendas de campaña, porque dejan demasiados lados flojos.
En lo personal nunca recurrí a lo que
ahora entiendo como “leyendas negras”, porque me parecía que era
inconducente debatir basándome en miserias personales o grupales sin
haber derribado la propia lógica de su existencia. Eso hice con algunas
sectas o con temas como la evolución o algunos derechos humanos según se
les entiende normalmente.
Reconozco que muchos de los que en ese
momento eran mis hermanos caen en ese error, tratando de derribar
moralmente al “adversario” diciéndole cosas aberrantes sobre su fe. Pero
basta un buen argumento, y bien plantado, para que uno se vea obligado a
retirarse a las trincheras de la Biblia y no querer salir de allí hasta
que el temporal que iniciamos se calme al menos un poco. Pero no nos
funciona a todos el mismo esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón
como por el placer de vencer en cualquier contienda.
El artículo en cuestión me obligaba a
pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas
bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera
sería respondida con otra. No era ese el camino.
Creo haber estado meditando en el
problema unas cinco o seis semanas. Hasta que resolví acudir a la
parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del
lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. La
verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso de verme que yo de
verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a encontrarnos en público
por obligaciones propias del pueblo. Pero de ordinario no nos
encontrábamos. Era lo que ahora se llama un “cura nuevo”, con una
permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.
Primera confesión de mala fe
Yo aprovechaba –Dios me perdone– de
sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca
entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los
católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de
que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos
separaron, entonces realmente no le importaba tanto como a nosotros, que
jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.
Otra cosa que solía hacer –me avergüenzo
al recordarla– era tirar a mis chicos a discutir con los de la
parroquia. Los pobres parroquianos se veían en serios apuros en esas
ocasiones.
En el fondo yo me aprovechaba de que los
chicos católicos estaban muy mal formados. Como comentábamos a sus
espaldas: sólo van a la parroquia a divertirse, para repartir cosas a
los pobres y para hacer ‘dinámicas de vida’, pero de doctrina y de
Escrituras no saben nada.
Nos gustaba vencerlos con las cosas más
tontas posibles. A veces surgían temas más sabrosos, pero con los
argumentos normales bastaba para al menos hacerles callar.
Esa tarde no estaba el sacerdote de
siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana
comprensible en alguien tan “cálido” en su manera de ser. Cayó en las
redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana, con la que
ni siquiera se casó.
A cambio del párroco de siempre salió a
atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo y de mirada
penetrante. Lo habían ‘castigado’ relegándolo dándole el cuidado de la
parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la
población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría
evangélica o no practicante.
Yo generalmente acudía para refrescar mi
memoria y cargarme de elementos que luego trabajaba como materia de mis
prédicas, o para sondear la visión católica de alguna cosa.
El Padre M. no fue tan abierto. Me
recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de
interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado
de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches
que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían
verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga.
En verdad quedé un poco desarmado, pero
logramos charlar casi de todo. Casi… porque en doctrina comenzó él a
morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con
exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi
postura.
En un aprieto que me puso, le dije:
“Padre M… comencemos desde el principio” Y el varón de Dios, a quien
supuse enojado conmigo, me dice: “De acuerdo: al principio era el Verbo
y…”
Me largué a reír nerviosamente. Aparte de
que me respondía con una frase utilizada en la Misa (al menos en la
tradicional), ¡imitaba mi voz citando la Biblia!
“Pastor Boullón”, me dijo luego, “No
avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que
el Demonio fue el primero en todo crimen… y por eso también fue el
primer Evangélico”.
Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:
– Si… fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!
– Pero Cristo les respondió con la Biblia…
– Entonces usted me da la razón, Pastor… los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien… y le tapó la boca.
Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía:
que cuando el Señor ayunaba el demonio le llevó a Jerusalén, y
poniéndole en lo alto del templo le repitió el Sal. 90,2-12): “Porque
escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en
sus manos para que no tropiece tu pie con alguna piedra”.
Pero el Señor le respondió con
Deut. 6,16: Pero también está escrito “No tentarás al Señor tu
Dios”. Y el demonio se alejó confundido.
Yo también me alejé, como el demonio,
confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio, y por lo
que es peor: ¡ser tratado como el demonio en el desierto!
Creo que fue la plática más saludable de mi vida.
La táctica del demonio
Llegué a casa rabioso. Me sentía
humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas
distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y
el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca que venia
enriqueciendo con el tiempo. Consulté a varios autores tan ‘evangélicos’
como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas
cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia para apoyar lo que
decíamos y demostrar que los otros se equivocaban.
Me armé de fuerzas y a la primera
oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Me recibió
tan amable como la vez pasada, sólo que esta vez su distancia la hacía
menos tajante a causa de su mirada divertida y curiosa de la razón que
me llevaba otra vez a su lado.
Le largué un discurso de media hora sobre
la salvación por la fe y no por las obras. Concluí –creo–
brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré
tomando la Biblia del cura y le leí Hech. 6,31: ¿Qué debo hacer para
salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús –respondió
Pablo– y te salvarás tú y toda tu casa.
Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.
Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:
– “¿Continuará la lectura de San Pablo?”
– “Ya terminé, Padre M.”
– “¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Cor. 13,32.
– Leí en voz alta: “Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy”
– Entonces la fe…
– La fe… la fe… la fe es lo que salva
– ¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se
bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia,
pero creo que bien pudieron ser los demonios que ahora encontraron un
buen medio para salvarse!
– ¿Salvarse?
– Si.. salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es
el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen
en Dios? Y si sólo la fe salva…
– No se quede en silencio, Pastor…
siéntese aquí que se aliviará un poco. Si quiere seguir como el Demonio,
tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa
fe no salvará a los demonios, porque “como un cuerpo sin espíritu está
muerto, la fe sin obras está muerta” (c.II) Y aún así los católicos no
decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta
sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice “Si quieres salvarte,
guarda los mandamientos” Ahí tiene usted la respuesta completa.
Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le
dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus
hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido.
La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica
–sólo una me basta– en que se pruebe que solo debe enseñarse lo que está
en la Biblia.
Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.
“Sólo la Biblia”
Mientras buscaba una cita que respondiera
al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del
asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. “Si
es sólo la Biblia”, me dije, “entonces el problema del artículo queda
resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba”.
Ya imaginarán ustedes el resultado.
Efectivamente no encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté
de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la
doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré
numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las
enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía
oral, por tradición.
Desde este punto en adelante muchos otros
cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M. y de la
lectura de esta revista y de mucha literatura escrita con fines
apologéticos.
El pago del mundo
Por un momento distraeré la atención de
mis incursiones a la parroquia católica. Quizás sea porque un sacerdote
es esencialmente distinto a un “Pastor” protestante, o quizás por la
experiencia de distintos ordenes (confesión, dirección espiritual,
etc.), el Padre M. acertó en su advertencia sobre las miradas que me
dirigían mis feligreses a causa de esas visitas “no estrictamente
ecuménicas”.
Yo aún no me había percatado de esa
desconfianza, pero observando con mayor atención notaba reticencias,
censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo
desconfiaban.
Me decepcioné mucho, pero no me dejé
vencer por la tentación. El demonio –pensaba– me estaba tentando con
Roma y para eso endurecía los corazones.
Pasada una semana de angustias, me senté
con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un
punto tal que no quería volver a la parroquia católica pero tampoco me
sentía en paz con eso.
Después de la cena, oramos con los chicos
y se fueron a dormir. Me sentí y abrí mi corazón a mi esposa. Ella
había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías.
Me escuchó con atención.
Sus palabras fueron tan sencillas como su
conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y
tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo
prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una
familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto… para ella.
Traté de cumplir con todo. Ella siempre
fue la sensatez y me refrenaba en las locuras. Dejar de ir a la
parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma. Algo me atraía
de ese ambiente, y por lo demás deseaba la compañía de ese sacerdote
provocador y bonachón.
Más difícil fue ganarme la confianza de
los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que
nunca a la Iglesia para demostrar públicamente que no les guardaba
ninguna simpatía.
Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.
Con el tiempo, mi familia y mis
feligreses me dieron vuelta sus espaldas y fue la gran cruz que tuve que
soportar por amar a Cristo en Su Iglesia.
Mi querido amigo se despide
No he querido exponer aquí todas las
cosas que charlamos con el buen Padre M. durante semanas y semanas. Yo
le visitaba furtivamente y el me acogía con amable paternalidad. Yo daba
vueltas en torno al tema e intentaba responder a las sabias preguntas
con las que me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón!
El tiempo me fue haciendo más perceptivo a
sus sutilezas e ironías. De alguna forma misteriosa este sacerdote me
tenía cautivado. Me acorralaba hasta la muerte, pero me daba siempre una
salida honorable. Le gustaba desmoronar todos mis argumentos.
Su estilo era único: destrozaba mis
argumentos, acusaciones y refutaciones primero desde la lógica, dándome
dos posibilidades… o quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa
estupidez. Luego, y sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo
trataba –si tenía sentido– desde el punto de vista de las Sagradas
Escrituras. Supongo que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida
cultura y su gran vida de piedad.
Recuerdo perfectamente una fría mañana
cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que le
visitara en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de
cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más
conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que
padecía –jamás dio muestras de sufrir– y del poco tiempo que le quedaba.
La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya
consideraba un amigo.
Tomé una decisión: haría pública nuestra
amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a
petición suya, a su residencia.
Desde ese día le acompañé a diario. Dejé
muchos compromisos de lado. La tensión comenzó a crecer hasta llegar a
agresiones verbales abiertas y amenazas de quitarme el cargo y el
sueldo. Mi familia estaba amenazada con la pobreza.
Fueron días de mucha angustia. Sabía que
caminaba por los caminos correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir
en la Iglesia. Los temores y las dudas de antes de la internación del
Padre M. se disiparon. No quería arrepentirme de mis errores ni recibir
el perdón y el consuelo de nadie más. Pero la situación que me rodeaba
era tan compleja que me paralizaba.
Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo
del Padre M. Él me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención
mis problemas. Él ya los conocía. Me habló de la fortaleza de esos
mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne ni la sangre ni las
riquezas, sólo amaron la verdad y dieron público testimonio de su
adhesión a la fe. “Más vale entrar al Cielo siendo pobres que irse al
infierno por comodidades”, sentenció.
Como adelanté al principio, reuní a mis
feligreses y les hice una declaración de mi conversión. “¡El Demonio es
protestante!” les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no
me dejaron terminar las explicaciones.
Mas tarde reuní a mi familia y les
platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la
situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche
dormí acogido por el Padre M. quien me tranquilizó respecto al
altercado. Desde entonces y después de pasados años de mi conversión
nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con
tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy
endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más
me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación
de mi alma… y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado. Dios
escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis
seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida de gracia de la
santa fe.
Roma… mi dulce hogar
Rogué al buen sacerdote me preparara para
abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una
mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo.
En junio de ese mismo año mi querido amigo entregó su alma al Señor,
siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los
enfermos y presos que visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los
pobres y necesitados que consolaba, los fieles que acudían a él en busca
de consejo y del perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas.
Mi querido sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes
apoyos e impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico
al trabajar especialmente con los conversos y preparados para la
conversión.
Tras su partida la parroquia fue
administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor del
Padre M. Yo sentí mucho esto porque con su prédica y actuar desmentía
muchos de esos grandes principios eternos que había conocido y amado.
A veces me pregunto por la oportunidad de
muchos cambios que se hacen más para contentar a los malos que para
agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a
ceder ante nosotros, sino mas bien a mostrarnos todas las banderas,
incluso las más radicales. Y éstas fueron, precisamente, las que más me
indignaron pero a un mismo tiempo me atrajeron.
Pero persevero en el amor a la Iglesia de
siempre, a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían Cielo y
Tierra pero que ni una sola jota sería cambiada.
Bien se por experiencia propia y por la
de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que
esos coqueteos con el error no producen conversiones. Y las pocas que se
producen son de un género muy distinto –por superficiales y
emocionales– de las verdaderas conversiones, esas que producen santos.
La realidad es la que constataba a diario como Pastor protestante,
cuando la poca preparación de los católicos y la confusión que produce
el falso ecumenismo llenaban las bancas de nuestras iglesias y los
bolsillos de nuestras congregaciones evangélicas. La ignorancia
religiosa de los fieles es la cosa más agradecida por las sectas, porque
al ser muchas veces hija de la pereza espiritual se acompaña por la
pereza intelectual. Basta entonces cualquier cosa que les emocione, que
les haga sentir queridos, y luego viene el sermón acostumbrado para
hacerles dudar primero y luego darles respuestas rotundas. Eso los
desestabiliza y luego les atrae nuestra seguridad. ¡Y luego salimos a la
calle a gritar contra los dogmas!
Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a
los pies de María Santísima y pedir que por amor a la Divina Sangre de
Su Hijo Amado obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y
cismáticos y que haciendo triunfar a la Iglesia sobre Sus enemigos
instaure la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.
DIOS CONTIGO
FUTURAS MAMÁS
Para todas las lindas mamás...
las que ya lo son y las que pronto lo serán...
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FUTURAS MAMÁS
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