domingo, 24 de enero de 2010

LOS RETOS DEL SACERDOTE III MILENIO...

MARIA REINA Y MADRE POR SIEMPRE...
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Identidad del sacerdote, claves de lectura de la sociedad y de la cultura contemporánea y desafíos que ésta presenta
Autor: P. Luis Garza LC



1. Introducción


El año sacerdotal que el Santo Padre Benedicto XVI ha convocado para los sacerdotes, en conmemoración del 50º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, nos ofrece la ocasión propicia para preguntarnos qué cosa es el sacerdote, cómo se coloca de frente a los grandes retos que la humanidad afronta y qué papel juega en el drama del hombre moderno.


Buscar responder de manera exhaustiva a estas interrogaciones sería pretencioso. Por lo tanto, en este breve escrito deseo simplemente dar algunas orientaciones generales e indicar las posibles claves de lectura que ayudarán a los sacerdotes, “la parte más amada del corazón de Cristo”, a encontrar el camino de la propia perfección espiritual y a vivir un ministerio rico de frutos.


2. La identidad del sacerdote


Cualquier propuesta para analizar los retos que afronta el sacerdote del tercer milenio, debe partir de una reflexión sobre la propia identidad, de otra manera se corre el riesgo de privar de fundamento la vida misma del sacerdote.


Don y misterio


Antes que nada el sacerdote debe ser considerado, en su significado más profundo, como un don y misterio. 

Un don que supera infinitamente al hombre. Dios fija su mirada en un hombre para configurarlo ontológicamente a su hijo Jesucristo para toda la eternidad en un modo totalmente gratuito e inmerecido. El sacerdocio es un don de Dios para el hombre escogido y este hombre elegido, el sacerdote, es un don del amor de Dios para los otros. Así, el sacerdote se vuelve un misterio de elección, un misterio de amor y de confianza de parte de Dios, porque llevamos el tesoro de la gracia en vasos de barro. Es Dios quien toma al hombre llamado para invitarlo a ser sacerdote. “Ninguno puede atribuirse a sí mismo este honor, sino quien es llamado por Dios, como Aarón” (Hb 5, 4). No basta que uno quiera y decida ser sacerdote. Tal decisión es necesaria, pero como respuesta a una precedente llamada de Dios, que resuena en el fondo de la conciencia. Tampoco la comunidad cristiana puede elegir por sí misma los ministros que necesita. Es Cristo mismo quien los llama.


No obstante, lo que constituye el misterio más profundo del sacerdote es la configuración ontológica con Cristo en cuanto salvador operada por el Espíritu Santo a través del sacramento del orden. Estos hombres iguales a los otros, cuando son ordenados sacerdotes, son configurados en su ser con Cristo Cabeza y Pastor de Su Iglesia y, por lo tanto, llevan el sello sacramental indeleble que los constituye Alter Christus. Por bondad de la misericordia de Dios participan de la unción y de la misión salvífica de Cristo, así que en Su nombre y con Su poder predican el evangelio, celebran la Eucaristía y los otros sacramentos y guían como pastores al pueblo de Dios siempre en comunión con sus obispos. Pueden ser hombres pecadores y débiles, incapaces por sí mismos de vivir con elegancia el misterio cristiano, sin embargo, la eficacia de la gracia sacramental que viene de Dios por medio de sus manos y de sus palabras, permanece intacta. Entrelazada con la relación con Cristo, está la relación con la Iglesia, al punto que el sacerdocio, la palabra de Dios y los sacramentos pertenecen a los elementos constitutivos de la Iglesia y el ministerio del presbiterado es totalmente a favor de la Iglesia (1).


Presencia de Cristo Salvador


Cristo es Redentor y Salvador y su sacrificio sobre la cruz y su resurrección han traído al mundo la reconciliación de las personas con Dios y la recapitulación de todas las cosas en Cristo. (Cfr. Ef 1, 10). El sacerdote es presencia de Cristo Pastor y Cabeza entre los hombres; y sacramento viviente de Cristo en el mundo, como dice la Pastores dabo bobis (2). El sacerdote es un hombre de Dios, elegido por Dios para la gloria de Dios y para el ministerio. En cierto sentido, el sacerdote llega a ser mediador de la gracia, porque “in persona Christi” predica la fe, santifica a sus hermanos con los sacramentos y los guía por los caminos del Evangelio. El sacerdote es un puente de dos sentidos, entre Dios y el hombre. Por un lado lleva el amor de Dios a los hombres, los acerca a Dios mismo, y por otra, es el camino a través del cual pasan las almas en su viaje hacia la eternidad. Como Cristo es puente, también ellos, en algún modo, siendo sus ministros, son instrumentos eficaces para que las almas pasen y conozcan la vida eterna.


Aquel que ofrece y se ofrece en sacrificio


El sacerdote es un hombre consagrado para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Hb 5, 1). Por esto, la actividad principal del sacerdote debe ser ofrecer el sacrifico y ofrecerse en sacrificio. Es evidente que esto va más allá del simple presidir un oficio o una ceremonia. El sacerdote debe no sólo celebrar la Eucaristía, sino debe “Ser Eucaristía”. Como nos recuerda la carta Ecclesia de Eucharistia, la expresión “in persona Christi”, quiere decir algo más que “en nombre” o “en las veces” de Cristo, es la identificación especifica, sacramental, con el “Sumo y eterno Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal del propio sacrificio (3). Por lo tanto, el sacerdote debe unir su vida al Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo y se sacrifica por la salvación de las almas.


Signo de contradicción


La identificación con Cristo hace que el sacerdote sea además signo de contradicción. Como Cristo, su misión implica morir en la cruz en reparación por los propios pecados y por los pecados de las almas que se le han encomendado. El sacerdote está en el mundo sin ser del mundo. Y el mundo, con sus criterios, hará de él, necesariamente, un juicio negativo. El sacerdote es un hombre que vive contracorriente, ya que vive y desafía a los otros a vivir la paradoja de las bienaventuranzas, y a imitar la vida de Cristo. Nos iluminan y consuelan mucho las palabras de Cristo en la Última Cena: “Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15, 18-19).


3. Claves para comprender el futuro


Individualizar las claves que definen el futuro es una tarea que sobrepasa la mente humana. Por ello me limito a dar algunos directrices sobre aquello que el futuro puede contener.


Progreso científico fin de si mismo


El siglo XX ha estado marcado, mucho más que los siglos precedentes, de una aceleración particular del progreso científico y tecnológico: Han sido descubiertas curas para las enfermedades, han sido resueltos problemas de nutrición, el mundo se ha vuelto pequeño gracias a los progresos de la comunicación, etc. El hombre se siente muy seguro de sí mismo, muy capaz de dominar la creación y se considera a sí mismo prácticamente sin límites ni fronteras. Junto con este sentimiento de seguridad y autosuficiencia, se ha verificado el peculiar fenómeno por el cual el hombre ha querido ver en el progreso la razón suficiente de sí mismo, dándole un valor ético y moral por el simple hecho de ser progreso.


Aquí se esconde una herejía antigua con una vestidura moderna: la gnosis. Con la gnosis el hombre cree poder garantizarse por sí mismo la salvación. En la gnosis antigua, el hombre obtenía la salvación o liberación por medio de prácticas de iniciación particulares o gracias al control del propio espíritu o del propio cuerpo. Ahora la salvación le viene dada por el progreso científico, que toma el puesto de Dios. El hombre se piensa capaz, con la tecnología, de salvar al hombre, de superar todos sus límites y de hacer esencialmente eterna la vida. Parece que la tecnología puede servir para hacer la existencia humana plenamente satisfactoria y resolver todo lo que pueda producir angustia al hombre. Este error en la concepción del progreso puede tener tremendas consecuencias para la existencia humana, porque si el progreso se da valor a sí mismo y es más importante el progreso científico que la misma persona humana, se pueden suprimir vidas humanas para obtenerlo. Es, en conclusión, lo que sostenía Joseph Mengele, el considerado “ángel de la muerte” de Auschwitz y, con él, toda la ideología nazista. Es también lo que sostiene la ideología comunista: para la construcción del paraíso futuro, se puede disponer de la persona humana. Hay también manifestaciones modernas de este error: la defensa de la investigación sobre las células estaminales embrionarias para curar enfermedades, que suprime personas por el avance científico.


El asalto contra la vida


Otra clave de la lectura del futuro es el constante asalto contra la vida, cuyas consecuencias todavía no podemos vislumbrar. Ya desde hace algunas décadas, por efecto de una masiva campaña cultural prácticamente en todo el mundo, a excepción de los países musulmanes, se ha establecido en la conciencia de los hombres una forma de rechazo a la vida que toma formas diversas. En algunos países se asiste a un brutal descenso de índices de natalidad a niveles que no pueden proveer un regreso a la estabilidad de la población. Además del aborto ya legalizado desde hace algunos años, ha sido introducida la práctica de la eutanasia en la legislación de las naciones. Es evidente que la fuente del desprecio por la vida es el egoísmo, dado que se rechaza y se hace comercio con la vida indefensa o con aquella que no aporta más a la estadística del bienestar.


Los resultados se comienzan a ver: envejecimiento de la población e incapacidad estructural de cubrir los costos de pensiones y retiros, cifras de escalofrío de abortos a nivel mundial, mantenimiento de la población de países desarrollados sólo gracias a la emigración, sobre todo musulmana. El futuro no deja presentir nada de bueno si no se hace un cambio radical en la mentalidad de las personas.


El desprecio por la vida ha traído consigo la promoción de la sexualidad para liberarla de cualquier atadura o responsabilidad y sobre todo de su consecuencia, que es la procreación. Evidentemente la vida moderna ha estado profundamente erotizada y esto ha determinado en las personas la incapacidad estructural de comprometerse para toda la vida y de establecer relaciones estables y duraderas. Se ve el sexo sólo en su aspecto lúdico, de aventura; de aquí el número alto de divorcios y de procreaciones fuera del matrimonio. Las campañas para distribuir siempre más preservativos y buscar evitar los embarazos no han dado resultado, porque no resuelven la verdadera causa, que es la adecuada educación al correcto y maduro uso de la sexualidad.


Sociedad multicultural, relativista e individualista


El mundo como lo solemos imaginar, compacto, unido y definido culturalmente ya no existe. Los países de hoy son un mosaico de culturas y modos de ver la vida y son también un mosaico de creencias y religiones. También en los países más católicos no se puede decir que los principios católicos constituyan la base de la cultura y del comportamiento de la mayor parte de las personas. Hay un alto porcentaje de personas que aceptan y aprueban el aborto, un porcentaje altísimo de personas que no acuden ya o muy poco a la Iglesia y que, por lo tanto, son católicos sólo de nombre (4). Por otra parte es una sociedad relativista porque sostiene que el conocimiento humano no alcanza jamás la verdad objetiva y universal, sino que consiste en meras “aproximaciones” que dependen del momento histórico, de la cultura y del modo personal de ver las cosas. Se ha llegado al punto de pensar que lo único que une la sociedad moderna es la tolerancia a los puntos de vista diversos de los otros.


Como ejemplo de este relativismo, basta citar las recientes declaraciones de un famoso director de cine (5) sobre el concepto de familia: “En mi mundo cinematográfico no juega absolutamente ningún papel el hecho de que el Papa sólo reconozca la variante católica de la familia. Una familia es un grupo de personas, centrado en un pequeño ser, que se quieren y cumplen sus necesidades, sin importar si se trata de padres separados, travestis, transexuales o monjas con sida. Mis familias son más reales que las del Papa, porque no viven de acuerdo a algún tipo de dogma, sino de acuerdo a sus compromisos con la vida”.


La sociedad es muy individualista y ha abandonado el concepto de una naturaleza común en la cual todos los seres humanos se encuentran. Lo único que nos identifica es que cada uno busca su propio beneficio. La ética es utilitarista y se fija a partir de los propios intereses. Se piensa que todo es lícito mientras no perjudique a los demás. Por haber abandonado una ética basada en la naturaleza humana, el único principio que rige es el positivismo y el acuerdo de las partes. Se concede a la decisión de la mayoría la posibilidad de determinar lo que está bien o está mal, olvidando que la democracia, sin principios, puede ser la peor de las tiranías.


Olvido de Dios


Una de las características de la cultura moderna es el olvido sistemático de Dios y de su presencia en el mundo. Habitualmente no se postula un ateísmo sino un deísmo: Dios existe, ha creado las cosas, pero así como ha dotado de leyes la naturaleza y ha dado la libertad y la inteligencia a los hombres, son ellos que llevan adelante la historia. Dios no interviene de ningún modo en la vida de los hombres.


Cada vez son menos los que se preguntan si lo que el hombre está construyendo va de acuerdo con la voluntad de Dios. La ciencia, como ya hemos explicado arriba, sigue el propio ritmo y es fin en sí misma. El arte se aleja cada vez más de un referente ético. En algunos casos llega a ser una verdadera pornografía o blasfemia, y son pocos los que se atreven a expresar el propio rechazo por miedo a ser tachados de intolerantes. La política misma se reduce a buscar la popularidad sin preguntarse si está sirviendo verdaderamente al bien común y estamos llegando al punto de considerar como una obligación para un político excluir las propias convicciones religiosas y éticas de las decisiones políticas.


Según estas personas, la “hipótesis” de Dios, ya no es necesaria porque el hombre ha logrado dominar la naturaleza. Dios no puede existir porque anularía al hombre. Esta ausencia de Dios, del Dios personal de la revelación, ha sido sustituido en el hombre contemporáneo por la superstición o por las ofertas pseudo religiosas de las sectas, hoy en boga.


Desprecio de la autoridad


Una de las características de la era moderna es también el desprecio de la autoridad, sobre todo a partir de la crisis del 68. Durante aquellos años de contestación y revuelta, cualquier autoridad era vista como imposición o coacción de la propia libertad, único valor absoluto. La autoridad civil y política, la autoridad religiosa, la autoridad familiar, etc. fueron puestas en duda y evidentemente perdieron fiabilidad.


El desprecio de toda autoridad y la pérdida de la fe han hecho que también el Magisterio venga puesto en duda y considerado simplemente como una opinión más, entre muchas otras. Este modo de considerar el magisterio no pertenece sólo a muchos laicos, más expuestos a la secularización, sino también a un buen número de religiosos y sacerdotes.


El desprecio de la autoridad ha llevado a la prensa y a los medios de comunicación a hacer lo que hace algunos años era impensable: ridiculizar la Iglesia como institución, al Papa mismo, a los obispos y al clero en general. Es una situación con la cual debemos convivir. En el lenguaje del concilio Vaticano II, es, quizá, un signo de los tiempos.


Mentalidad dialéctica


Otra característica del mundo contemporáneo es la mentalidad dialéctica. El hombre, con su necesidad de simplificar las cosas, busca siempre etiquetar a las personas y ver los diversos grupos en oposición unos de otros. Así, no es difícil contraponer razas diversas, jóvenes a adultos, europeos a asiáticos, etc., y en otra época, capital a trabajo. Cuando se vive en un mundo basado en la contraposición, se llega mucho más fácilmente a la revolución y se apunta al objetivo de aniquilar al adversario. La contraposición como postulado, en su verdadera esencia, nos pone en las antípodas del cristianismo, porque la caridad cristiana une y resuelve la contraposición, en lugar de exacerbarla.


En todos estos procesos de transformación de la cultura han participado en modo sutil, pero muy real, los así llamados “maestros de la sospecha”: Marx. Nietzsche y Freud. Marx tomó de Hegel la dialéctica como motor de la historia. Nietzsche hablando del superhombre excluyó la posibilidad de la existencia de Dios, porque para él, la fe religiosa era propia de seres acomplejados, incapaces de ser ellos mismos. Freud con su hipótesis del subconsciente, el yo y el súper yo, fue la base para la revolución sexual y la separación de la sexualidad de la procreación.


4. Los retos para el sacerdote del tercer milenio


La situación que he descrito a pinceladas, nos ofrece un panorama particularmente entusiasmante para el sacerdote. Como decía Juan Pablo II al inicio de su pontificado, “éste es un tiempo maravilloso para ser sacerdote” (6). El sacerdote, animado por la conciencia de que Cristo es el único salvador del hombre y que él ha sido constituido por medio del sacramento del orden ministro de la redención, es llamado a vivir en el mundo de hoy y en medio de los retos que éste presenta para el evangelio de Cristo, con fe y santa audacia. A pesar de la enorme responsabilidad y de las muchas contradicciones, el sacerdote sabe que el poder del mal no triunfará porque ya fue derrotado para siempre, “ésta es la esencia de la esperanza” (7).


Los párrafos siguientes resumen, de algún modo, las claves del futuro que he expuesto arriba e individúan los retos que el sacerdote de hoy encuentra frente a sus ojos. Estos retos se pueden transformar en un programa de vida para los sacerdotes que quieran realizar la misión de Cristo en la Iglesia de este nuevo milenio.


Hombres de Dios


El sacerdote debe ser un hombre de Dios. En cuanto sacerdote tiene el sello del sacramento. De consecuencia, su voluntad y sus facultades deben imbuirse de los sentimientos de Cristo (Cfr. Fil 2, 5) Si no está afincado en Cristo, será arrebatado por el huracán de la secularización. Por lo tanto debe ser un hombre de oración, hombre que escucha y medita la Palabra para adherirse amorosamente a aquello que Dios quiere de él; debe celebrar los sacramentos con el fervor y la unción propia de las cosas sagradas de las cuales se ocupa, sabiendo que para ser hombre de Dios debe hacer un particular esfuerzo y resistir al vértigo de la constante y acelerada actividad a la que nos somete el mundo moderno.


Debe también colaborar con la gracia divina para que su vida cotidiana refleje la santidad que trasmite con los sacramentos. Los sacramentos son eficaces ex opere a Christo operato, pero es evidente que Dios extiende su gracia con más abundancia a través de aquellos sacerdotes que con mayor plenitud se configuran con su Hijo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza.


El sacerdote es un hombre profundamente consciente de que la salvación viene de Dios y por esto no puede concebir que la solución de los problemas del hombre esté en los medios humanos o en el sacerdote como persona humana, por cuanto preparado y carismático pueda ser. Comprende que debe unir sus acciones y su palabra a una profunda vida eucarística- sea en la celebración que en la adoración- que le hace a él mismo, en cierto sentido, eucarístico; es decir, alguien que se hace víctima y oblación, como sacerdote, para servir a Cristo en la misión de la salvación de las almas. Su presencia entre los hombres, sus hermanos, debe ser como la del centinela de la mañana, un anunciador de las cosas del más allá, un continuo recordatorio de Cristo para las almas, que encarna el amor de Dios en este mundo. El hombre de Dios es el único que puede darle sentido al hombre y a la sociedad de hoy porque hace posible el encuentro con el Dios amor. Se cuenta una bella historia del cura de Ars recordada en una estatua en la entrada del pueblo: Cuando S. Juan María Vianney fue a Ars por primera vez, perdió el camino. Pidió a un pastorcillo que se encontró que lo guiara y éste lo llevó hasta el pueblo. El cura le dijo: “tú me has mostrado el camino a Ars, ahora yo te mostraré el camino al cielo”.


Ser un hombre de Dios no es incompatible con tener los pies en la tierra. El sacerdote es una persona que no pierde la propia objetividad ni el realismo. Sabe por una parte, que la humanidad debe someter el cosmos y dominarlo, pero por otra parte, que lo que el hombre anhela definitivamente se encuentra sólo en el cielo, meta definitiva y objetivo de nuestro peregrinar en esta tierra. No es la ciencia lo que salva al hombre, es Cristo. El sacerdote no puede ceder al horizontalismo o al naturalismo, porque dejaría de ser necesario para el mundo y se confundiría con un trabajador o un agente social, que en el mundo son ya bastantes. No debe jamás caer preso de la visión reducida de su sacerdocio, por la cual, éste no sería sino sólo un servicio o una función (8). El sacerdote es servidor de Cristo por ser, a partir de Él, por Él y con Él, servidor de los hombres.


En la formación del hombre de Dios juega un papel muy particular la devoción a la Virgen María, como madre, modelo de virtud y, sobre todo, como protectora celestial. Su relación con los sacerdotes, ministros de Cristo, deriva de la relación entre la divina maternidad de Maria y el sacerdocio de Cristo. Los sacerdotes son sus hijos predilectos y en el corazón del sacerdote debe resonar el consejo de S. Bernardo: “En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara” (9).


Constructores de caridad


El sacerdote precisamente por estar centrado en la eternidad y por ayudar a los hombres en su camino hacia el cielo, debe construir la caridad, porque es la caridad la virtud que de algún modo anticipa el cielo aquí en la tierra.


La caridad es ante todo caridad hacia Dios y es la virtud que permite al sacerdote ser un hombre de Dios. De esta caridad brota la caridad hacia los demás que tiene diversos aspectos. El primero, el más fundamental, es tener siempre como centro en todo nuestro actuar, en cada uno de nuestros pensamientos y palabras, el bien de la persona que tenemos delante. No hace nada bien a la Iglesia que algunos sacerdotes se preocupen más por las estructuras que de las personas con las que tratan cotidianamente. Recuerdo que la madre Teresa de Calcuta, una vez, cuando le hicieron notar que ella no buscaba solución para las estructuras que provocaban las injusticias, dejó claro que eran ya muchos los que buscaban mejorarlas, mientras que ella procuraba que cada una de las personas entre los más pobres de los pobres fuera atendida según su dignidad de hijo de Dios.


El sacerdote, al buscar el bien de la persona, procura no reducirla a un número o a una estadística. No es que la estadística sea mala, es más, creo que ofrecen algunas ideas para los desafíos pastorales que la Iglesia afronta, pero no se puede reducir la persona a un simple número.


Construir la caridad exige también de nosotros construir la comunión. La Iglesia es comunión, es, con las palabras de San Cipriano, “un pueblo cuya unidad deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (10). El mismo sacerdocio es una “radical forma comunitaria” y no puede ser ejercitado sino en la comunión (11). La primera dimensión de esta comunión es la jerárquica, la comunión con el Santo Padre, centro visible de la unidad de la Iglesia, y con el propio obispo, pastor de la Iglesia parroquial.


El sacerdote es constructor de comunión en el interior del presbiterado diocesano. Todos los sacerdotes de una Iglesia particular participan del único sacerdocio de Cristo Pastor. Y esta unión sacerdotal debe traducirse en relaciones interpersonales llenas de caridad y de recíproca ayuda. El sacerdote es llamado a acoger con gratitud y a conducir hacia la comunión los diversos carismas presentes en su parroquia o en la diócesis. Debe tener un corazón abierto a las diversas formas de vida consagrada y a los nuevos movimientos aprobados por la autoridad competente. Son dones del Espíritu Santo para la Iglesia y deben ser acogidos sin prejuicios. En ellos muchos fieles encuentran caminos específicos de santidad cristiana y formas concretas para participar en la acción evangelizadora de la Iglesia.


El sacerdote construye la comunión con todo el pueblo de Dios y no concibe la Iglesia en forma dialéctica como oposición entre el ministerio ordenado y el sacerdocio bautismal que es propio de todos los fieles. Una de las figuras consagradas del Concilio para representar la Iglesia fue la de pueblo de Dios. En este pueblo, que es también Cuerpo de Cristo, todos tenemos la misma dignidad de hijos de Dios y unidos caminamos hacia la meta definitiva, el cielo. Y la diferencia esencial, no simplemente gradual, entre el ministerio ordenado y la función del laico no sólo no rompe la unidad, sino la enriquece.


En la predicación y en la vida de Cristo, era evidente la atención que Él prestaba a los más pobres. La atención por el más necesitado es una preocupación que debe formar la prioridad pastoral del sacerdote. Ayudar a resolver y cubrir las necesidades de las personas es algo propio del cristiano y mucho más del sacerdote. Hoy a la necesidad de los bienes materiales se han añadido muchas otras necesidades que se han vuelto urgentes: la soledad en la vejez, la depresión y el abandono de tantas personas en las grandes ciudades, las diversas dependencias, muchas veces explotadas por organizaciones o individuos con afán de lucro, la niñez abandonada sin alimentación y sin educación, etc.


El sacerdote está ahí donde hay más necesidad de consuelo y de anuncio de los bienes eternos, donde están los más indefensos. El sacerdote es aquél que lleva esperanza con la palabra y con las acciones para que estas situaciones de miseria sean aliviadas. No obstante tanto avance tecnológico, no siempre las personas tienen la posibilidad de recibir las ventajas de estos desarrollos y se encuentran solas y abandonadas.


El sacerdote tiene, en cierta medida, responsabilidad en la creación de sociedades justas. No compete al sacerdote trabajar en las estructuras políticas, sindicales, económicas; no es llamado a ser constructor de la ciudad terrena, pero tampoco puede olvidar el mundo en el que vive. Él puede y debe cooperar a la promoción de una sociedad más justa y conforme con la voluntad de Dios mediante la predicación de los valores evangélicos y la formación de las conciencias. Ésta es su aportación específica. No se excluye que él señale las situaciones injustas, pero el amor por sus hermanos exige ir más allá, más a la raíz: llegar a transformar el corazón de aquellos que provocan tales situaciones. No busca oponerse, sino unir y lograr que en medio de estas situaciones haya mutua comprensión y perdón y responsabilidad efectiva de quien puede mejorar las situaciones injustas. Sólo así se puede construir una nueva sociedad, puesto que sin cambiar los corazones, los rencores serían un peso que mantendría a las personas ancladas al pasado, sin esperanza y siempre presas de la violencia destructora.


Por último, en la construcción de la caridad, el sacerdote debe hacer siempre la caridad en la verdad. Haría un pésimo servicio como pastor si por un mal entendido concepto de la caridad abandonase la verdad. A las almas se les debe decir la verdad, ayudarles a descubrir su valor y a amarla; se necesita mostrar toda la verdad que Dios nos ha revelado en el Evangelio de Cristo que el Magisterio de la Iglesia nos trasmite. No se puede reducir o cambiar la verdad por “hacer un bien pastoral”. En todo caso, se puede aplicar la ley de la gradualidad, pero jamás tergiversar la verdad. El Papa Benedicto XVI nos dice en su encíclica Caritas in veritate: “sólo en la verdad la caridad resplandece y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad [] Sin verdad, la caridad cae en el sentimentalismo. El amor se vuelve un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente” (12).


Pastor de almas


El sacerdote es un pastor de almas, que cuida de sus ovejas y está dispuesto a dar la vida por ellas. No se puede subestimar el valor de esta donación, de esta pasión que debe arder en el corazón de cada sacerdote. Él es como Cristo, que ofrece la vida por ellas, y es movido por su mismo amor hacia ellas.


Pero además de esta donación que se hace real día tras día, instruye a las almas con la sana doctrina católica. Les enseña la fe a través de una adecuada catequesis, con todos los medios posibles, porque el pueblo de Dios tiene una urgente necesidad de conocer la fe para no dejarse arrastrar por otras ideas pseudo religiosas. Pero sobre todo el sacerdote debe ser guía y pastor de sus hermanos con un estilo de vida virtuosa, alimentada en la oración y en el contacto con la Eucaristía.


La atención por las almas se concretiza sobre todo en la administración del sacramento de la reconciliación y penitencia. El sacerdote debe estar siempre a disposición de los fieles para escuchar sus confesiones. Es ahí, en la soledad del confesionario, donde se vive la batalla más decisiva para el alma del mundo. Es ahí donde la gracia de Dios toca profundamente a las personas por medio de la humanidad del sacerdote. San Juan Maria Vianney solía confesar más de diez horas al día, consciente del valor de una sola alma y de la acción particular de la gracia en este sacramento. El ejemplo de este humilde sacerdote francés influyó de forma decisiva en la vida del seminarista, sacerdote, obispo y Papa Juan Pablo II, que durante todo su ministerio buscó siempre tiempo para el confesionario. Incluso como Papa, cada viernes santo bajaba a la basílica de San Pedro para administrar la misericordia de Dios.


Debemos reconocer que “la piedad popular es nuestra fuerza, porque se trata de prácticas y oraciones muy radicadas en el corazón de las personas” (13) y de las sociedades, es expresión del anhelo de eternidad que no se extingue jamás. El pastor de almas no despreciará esta piedad, sino la promoverá y la orientará adecuadamente para que se transforme en convicciones profundas y duraderas propia de cristianos maduros.
El sacerdote incide en la cultura a través del uso de los medios de comunicación, a través de la educación de los niños y de los jóvenes y mediante una acción evangelizadora en los círculos políticos y legislativos. Estos son los vehículos- medios, educación y legislación- que transforman la cultura (14).


De forma decidida, infundirá en el laico católico el deseo de vivir según su compromiso bautismal para que sean los laicos en cnonjunto, quienes evangelicen el mundo de la ciencia, del arte, de la empresa, etc., les ayudará ofreciéndoles formación espiritual y facilitando su trabajo pastoral y los sostendrá en todas sus iniciativas. Debe promover el asociacionismo porque las acciones del laico son vitales para la Iglesia futura. No se puede pensar en una Iglesia en la cual sólo el clero desarrolle un trabajo pastoral. Esta aquí el reto pastoral más importante del sacerdote y de la Iglesia de este tercer milenio. Es la hora de los laicos y sin ellos no se podrá realizar la Nueva Evangelización a la cual la Iglesia ha sido llamada por el Papa Juan Pablo II.


Por fin, el pastor de almas, con la oración, mucha esperanza y fe en la acción de Dios, desarrollará una pastoral vocacional adecuada y prudente para permitir que la invitación del Señor a la donación total sea escuchada por muchos jóvenes y apoyará este trabajo con un testimonio verdaderamente luminoso y elevado de su ser sacerdote, que suscite en el joven el deseo de dejar todo y seguir a Jesucristo.


Formación integral


Para poder realizar todo este programa, quien aspira al sacerdocio tiene necesidad de una esmerada formación personal que atienda toda su persona. La formación del sacerdote, como pide la Pastores dabo vobis, debe ser integral- espiritual, humana, intelectual y pastoral- dirigida, en modo armonioso, a todos los aspectos de su vida, para que pueda estar preparado para la misión. Una formación similar no se improvisa. Requiere años y un esfuerzo continuo durante todo el tiempo en el seminario y empeño responsable y permanente hasta el último momento de la vida.


El mundo se ha vuelto muy competitivo. Las personas obtienen mejores cualificaciones y se actualizan en el propio campo específico. Si esto sucede con personas que se ocupan de materia puramente humana, tanto más para el sacerdote que se ocupa de la salvación de las almas, de la fe, de la moral, etc. No bastan los estudios hechos y las capacidades adquiridas en el seminario, pese a la dedicación y al esfuerzo empleado, sino que es importante que en la medida de lo posible los sacerdotes busquen siempre mejorar la propia formación para poder responder a las cuestiones más comprometedoras que el mundo presenta. Sería oportuno que también el sacerdote, según el tipo de trabajo pastoral que realiza, y con el fin de entrar en contacto con las personas y con los problemas que las angustian, pudiera también tener un cierto conocimiento de temas que atañen a la vida de los hombres, como la economía, la vida social y política, las ideologías y las estructuras culturales, etc.


En su esfuerzo por adquirir una formación integral, el sacerdote tiene como único ideal a Jesucristo y busca identificarse con él no sólo en el aspecto de su personalidad, sino en todo. Sin duda, el más importante es el corazón: será sacerdote según el corazón de Cristo, como dice el profeta Jeremías: “Les daré pastores según mi corazón” (Jer 3, 15). Por lo tanto debe amar como Cristo ama, ver como Cristo ve, juzgar como Cristo juzga.


Com Petro et sub Petro


Hoy en día, mientras pululan tantas ideas equivocadas y reina la cultura del relativismo, una de los retos que afronta el sacerdote es aquella de ser promotor de la unidad en torno al Papa, principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia. La unidad con el sucesor de Pedro es el camino seguro para vivir en la verdad. Cristo ha fundado su Iglesia sobre Pedro y ha orado por él para que pueda confirmar a sus hermanos en la fe. Sin el sucesor de Pedro, no subsiste la Iglesia de Cristo.


No se trata de una mera unión sentimental o emotiva, sino de apoyar en la roca de Pedro nuestra fe en Cristo. De allí deriva la adhesión al magisterio y a la disciplina eclesiástica. Tal adhesión exige no dejarse arrastrar por el amor a las novedades teológicas considerando el magisterio anticuado o una opinión más que lanzan los teólogos de moda. Se requiere una postura de fe y de humildad para reconocer que sólo el sucesor de Pedro y los pastores que guardan plena comunión con él, son los depositarios del carisma Veritatis. Bajo la guía de los pastores, la Iglesia se mantiene en la verdad que Dios nos ha revelado en Cristo para la salvación de la humanidad.


De todo esto se deduce la importancia de la obediencia sacerdotal. La cultura contemporánea ha modificado el contenido cristiano de esta virtud. La considera como sometimiento humillante y como una renuncia a la propia libertad. No es ésta la obediencia propia del cristiano y del sacerdote que Cristo nos ha enseñado aceptando los designios de su Padre. “factus est oboediens usque ad mortem”. La obediencia del sacerdote tiene su fundamento en la convicción de que la autoridad legítima de la Iglesia viene de Dios. El sacerdote no renuncia a la propia voluntad, sino que se adhiere con plena libertad a la voluntad de Dios constituida a través de la mediación de sus legítimos representantes. No renuncia mucho menos a su razón, porque mantiene siempre la capacidad de discernir y proponer a los superiores el propio punto de vista. Pero la fe pide al sacerdote que, siendo el mandato es moralmente bueno, si es confirmado por la autoridad una vez hecha presente a ella la propia perplejidad, lo acepte en paz y lo lleve a cumplimiento, a pesar de que no sea complaciente o sea diferente a aquello que él pudiera haber decidido. Ésta es la obediencia de la cual tiene necesidad la Iglesia de hoy en sus sacerdotes.


Defensor de la vida


Es evidente que ser defensor de la vida es uno de los grandes compromisos del sacerdote de hoy (15). La vida está bajo asedio y muchos se han unido para atacar sobre todo a aquella más débil e indefensa: la persona todavía no nacida, los ancianos, y los enfermos. Estos nubarrones negros que amenazan la vida y por tanto la cultura y la sociedad, no son nuevos. Los ecos de las locuras colectivas de la segunda guerra mundial nos llegan todavía hoy. El mismo desprecio de la vida de entonces vive en nuestro tiempo, sólo que la sociedad moderna tiene como aliada una tecnología más desarrollada y capaz de una mayor potencia exterminadora.


El sacerdote tiene la convicción de ser mensajero, promotor y defensor de la vida y ayuda a los fieles a no dejarse engañar por las falacias y manipulaciones que se usan hoy, y a crear, por el contrario, una cultura que acoja, celebre, proteja, defienda y promueva la vida. Lo que está en juego es mucho más de lo que parece a simple vista. Las sociedades cristianas son las sociedades más desarrolladas y al mismo tiempo las más inmersas en esta mentalidad anti-vida. Los países que por siglos fueron los portadores de la cultura cristiana y que dieron tanto al mundo y a la humanidad en esta simbiosis fecunda de cultura y cristianismo son los que están en un riesgo elevado de extinción por una especie de suicidio demográfico.


Con el fin de promover la cultura de la vida, en la medida de sus posibilidades, el sacerdote ayudará a las parejas que se preparan al matrimonio a optar por la vida. También se debe preocupar por suscitar investigadores en materia de ética médica, contribuir a la formación de juristas y legisladores para que apoyen la vida en las iniciativas de ley que se propongan, crear círculos de médicos y ginecólogos que promuevan la vida y ayuden a instalar en hospitales y estructuras sanitarias, asesores y consejeros de bioética.


Signo de contradicción


Aunque ya he hablado de esto, a propósito de la identidad del sacerdote, quisiera remarcar una idea. El sacerdote sabe que es “alter Christus” y que participa de la misión redentora de Cristo. Por esto realiza su misión llevando su cruz personal y ayudando a los demás hombres a llevarla como camino ineludible de la vida de cada cristiano. De este modo repara por sus propios pecados y por los pecados de los demás y da un valor sacerdotal a su propio sufrimiento.


El sacerdote vive la cruz y acompaña a los fieles cristianos para que puedan aceptarla con resignación cristiana. En cambio la humanidad busca cada vez con mayor intensidad liberarse de cada sufrimiento y dificultad y por esto el sacerdote es un incomprendido. Para los hombres de hoy es signo de contradicción porque indica que el camino hacia la felicidad eterna, no sigue necesariamente la vía del placer y de la ausencia de dificultad.


La reacción del mundo ante un sacerdote fiel es sospechar, dudar de sus intenciones, considerarlo un individuo enfermo y con una psicología alterada. Es verdad que lamentablemente algunos de nuestros hermanos en el sacerdocio, no teniendo estabilidad psicológica suficiente o la altura moral necesaria, han presentado al mundo una imagen del sacerdote que ha justificado al menos en parte, la sospecha que pesa en el sacerdocio católico, pero es justo y debido no olvidar los cientos de miles de sacerdotes que son fieles a su vocación en medio de grandes dificultades y que con su gran estatura humana y espiritual son instrumentos de bien para millones de personas.


En algunos casos para el sacerdote la cruz no se presenta sólo como desprecio moral e incomprensión. Los sacerdotes por la fidelidad a Cristo han resistido y todavía resisten a la coacción de tantas ideologías que lo quieren usar para sus propios fines políticos o de poder. El precio que pagan es alto. Muchos de nosotros hemos recibido el don de la fe por la generosidad sin límite, la fidelidad inquebrantable y la fe indomable de sacerdotes que ha preferido la muerte antes que renegar de Cristo. Esta fidelidad es la fidelidad que se espera hoy y siempre de los sacerdotes.


El sacerdote acepta su misión y su destino y reconoce que, si no es un signo de contradicción, si sus criterios son como los del mundo, si no se distingue de la forma de pensar de la moda que ciertas culturas proponen, quizá no está viviendo según su estado de vida sacerdotal y no está ayudando a los hombres en su camino hacia la patria definitiva. Quizá su sal se ha vuelto insípida. Pero no se puede confundir el ser contracorriente con la contestación y la denuncia política de ciertas estructuras sociales. El sacerdote va contra corriente porque es evangélico, no porque toma una orientación política. Es verdad que a veces hay situaciones de injusticia que claman al cielo y es debido denunciarlas y modificarlas, pero el sacerdote debe mantener su propio puesto, como un hombre de Dios y no como uno que crea agitación y subversión.


Santidad


En esta palabra quedan resumidas todas las ideas que he mencionado hasta este momento. Sólo los santos cambian la historia. La santidad es la vocación propia de todos los cristianos, pero para el sacerdote lo es todavía más. La santidad es un concepto que a fuerza de ser usado ha perdido su verdadero significado y toda su capacidad de transformación interior. El sacerdote será santo como consecuencia de la propia configuración sacramental con Cristo Pastor; vive como Cristo, imita sus virtudes y recorre el camino de su vida como una ofrenda al Padre por amor hacia los hombres. Ora y entra en el misterio de la Trinidad de la cual será reflejo. Ejercita su ministerio consciente de aquello con lo que trata y se beneficia él mismo de los sacramentos. Sin la santidad no cumple su misión y derrocha su vocación a la cual Dios la ha llamado. “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Quien permanece en mí y yo en él, lleva mucho fruto, porque sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Es la santidad del sacerdote lo que provoca un reclamo particular en las almas que descubre en él aquel misterio de Dios que reaviva la nostalgia de eternidad, propia de cada hombre.


5. Conclusión

Con este recorrido he querido describir la identidad del sacerdote, las claves de lectura de la sociedad y de la cultura contemporánea y los desafíos que ésta presenta. Puede parecer, quizá, que no haya nada nuevo en todo esto. No obstante, considero que cuanto más profundamente los sacerdotes vivan su propia identidad, tanto más podrán afrontar los desafíos del mundo y podrán ayudar mejor a los hombres a vivir la común vocación a la santidad.

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