CRUZADOS HISPÁNICOS
Con nuestro amor rendido por sus vidas
entregadas que nos permitieron ser HOY católicos pese a los clérigos
vencidos o felones astutos.
Publicado en Reconquista, n. 449, octubre 1988, pp. 39-41
~ José Carlos Mata García | Gustavo Maldocena | R.C~
Esa media
vacación que es la jornada continuada veraniega, tiene el aliciente de
prolongar el permiso anual durante las horas perezosas de la digestión,
haciendo de todas las tardes, tarde de domingo. Pues bien, una tarde,
dominguera y en su inicio, de agosto de este año de mil novecientos
ochenta y ocho, como la somnolencia intentaba abatirme, me puse a
repasar viejos libros con la intención de frenar mi rendición a la
siesta. Hoja a hoja, en un hojeo distraído, mi vista se posó en un
apartado que, al margen y en mayúsculas, me despabiló; decía: “Un
consejo de guerra condena a muerte a la oficialidad del ‘Barcáiztegui’ y
del ‘Churruca’”. De cabeza a cola, en minutos, más que leer lo escrito,
devoré y asimilé todo su contenido; aquellas hojas, con delicioso olor a
libro viejo, encerraban toda la grandeza de once hombres en un intento
por sublimarse, al amparo de añejas virtudes militares, humanas y
cristianas, ante la muerte violenta que ansiosamente reclamaba sus
vidas.
No sé si
este mundo de hoy, de vientre satisfecho y de espíritu asfixiado que
entre todos hemos alumbrado, tiene entendederas para comprender a unos
hombres que supieron dar sentido, con heroica sencillez, a una muerte
súbita, arrebatadora de sus anhelos de vida.
Hoy,
veintiuno de agosto de mil novecientos ochenta y ocho, mientras releo la
última andadura de estos once marinos españoles -será casualidad,
pienso yo- se cumplen cincuenta y dos años de su muerte por
fusilamiento; todos ellos pertenecían a las dotaciones de los
destructores Sánchez Barcáiztegui yChurruca. El día anterior a este aniversario, un tribunal, a bordo del buque planero Tofiño, había dictado sus condenas a muerte.
Este relato
no trata de arañar en la vieja herida española de aquella última guerra
entre hermanos; pretende resaltar, sin más, el comportamiento ejemplar
de once hombres a la espera, en la Prisión Provincial de Málaga, del
último minuto en la postrera madrugada de sus vidas.
No hay
invención ni adorno en estas líneas, sino resumen, ciertamente desvaído,
del patético recuerdo del hombre que vivió aquella terrible ocasión
junto a los marinos sentenciados.
Un sacerdote en la noche
El grupo de
condenados, llegado a la Prisión Provincial al filo de la medianoche,
solicitó, para aquella fugaz y larga pausa, la presencia, en su celda
común, de un sacerdote conocido y también prisionero.
Mejor será
que este sacerdote desgrane, resumida su angustiosa vivencia en atención
obligada al espacio de un artículo sin pretensiones, la intimidad final
de los que iban a prepararse para el instante supremo de su existencia.
Recuerda
aquella noche como “noche maravillosa de paz y confianza, en que no se
dejan traslucir ni la flaqueza física ni el dolor por la vida que se
deja, ni la inquietud por la que se espera”. Su encierro nocturno, de
horas, con estos once oficiales españoles, lo consideró como lo más
memorable por él vivido.
En monólogo
que pronto se romperá, les hace ver que son doce los allí reunidos, sin
Judas que aceche su traición, y recuerda que, mientras les hablaba, le
miraban “como los once mirarían en el cenáculo al Maestro después de la
salida del traidor”. Les aseguraba que la sonrisa que afloraba a los
labios de todos ellos, era el reflejo de la tranquilidad, de la paz y de
la alegría que les envolvía, lo cual, a uno, le llevó a preguntar, con
la ingenuidad que enciende la muerte cercana: “Padre, ¿no será pecado
tanta paz?” Calmó el sacerdote su ansiedad, haciéndole ver que esa paz
era la consecuencia de la prioridad de valores que había dado sentido a
sus vidas: Dios por encima de todo, la Patria como segundo plano de amor
y todo lo demás en giro centrípeto en torno a esos dos fundamentos,
eterno uno, perenne el otro.
Falta noche,
falta tiempo y hay que economizar lo humano en provecho de lo divino;
por ello, alguien exhorta a varios oficiales que escribían sus últimos
renglones familiares: “Dejaos de cartas y sentaos y, en silencio,
dejemos que el padre nos hable a todos, sin pensar más que en preparamos
para la muerte”.
El sacerdote
les enfrenta a Cristo en su Evangelio, donde, para la Humanidad
doliente de todos los tiempos, dejó aquel “venid a Mí los que estáis
afligidos que Yo os aliviaré”. Esta Palabra divina, rebotada de unos a
otros, rumiada y digerida con amor por todos, les hace olvidar “las
vejaciones pasadas en la prisión flotante, los agravios y ultrajes del
juicio”, y les encara a una muerte que ya no aterra, pues ha sido
vencida por un resurgir de esperanzas nuevas y cercanas que van
reduciendo a la nada la vida mortal que se escapa como cascada
enloquecida.
Lo vivido
entonces por el sacerdote, jesuita, y lo escrito ahora por mí se
entrelazan, se cruzan pero no se entorpecen; su relato doliente, alegre y
humano, la pluma, torpe en mi mano, lo hace suyo y, quizás sin vigor y
sin estilo, lo resucita del olvido y lo presenta en su verdad heroica,
edificante y ejemplar.
En el hilo
de la historia nuevamente alguien, reseca la garganta, pide agua; un
cantarillo de ésta y otro de coñac eran las delicadezas oficiales para
los que, en breve, iban a morir. El comandante del Sánchez Barcáiztegui,
tajante, más que aconsejar, ordena: “Sí, sí, agua nada más; el coñac no
se bebe esta noche. Cuanto más, remojar los labios; así iremos a la
muerte más enteros”.
“Como Jesús
en su Pasión -les dice el jesuita-. A Jesucristo le ofrecieron una
bebida como alivio y se contentó con gustarla nada más”. Allí quedó el
coñac de condenados, como anestésico, para otros más débiles que
tuvieran también que enfrentarse, a poco, con la muerte.
Una lenta espera
Un silencio
respetuoso es la forma obligada de expresar, como así lo hizo el
sacerdote en su relato, el acto de dolor por las culpas de toda una
vida, de aquellas once vidas, y el perdón de las mismas por un Dios que
ya casi tocan con sus manos. La Eucaristía, imposible por la ausencia de
las especies necesarias, la inventan, la crean, la hacen realidad,
mediante una común unión, íntima y profunda, de todos y cada uno de
ellos con el Cristo que, en silencio, va adueñándose de sus almas,
engrandecidas por el sufrimiento de la agonía, no deseada pero aceptada.
Roto el
silencio, el padre les advierte que esa agonía, Getsemaní ineludible,
también la pasó el Hijo de Dios con su tristeza y su amargura y en
capilla estuvo como ellos lo estaban ahora con sus debilidades y
flaquezas.
Fuertes,
fortalecidos, da comienzo un diálogo que, aunque ingenuo y candoroso en
apariencia, encierra toda la reciedumbre de los limpios de corazón;
mientras uno se reprocha de sus maldades, otro le defiende indulgente
con un “no ha sido tan malo; una temporada un poco divertidillo, pero
siempre caballero”. Lo que no termina de convencer al primero que
insiste, terco, en su maldad, considerándose en esta escala negativa de
valores, por debajo del Buen Ladrón antes de su “acuérdate de mí…”
Sosiega el
sacerdote estas conciencias a flor de piel, colocando las cosas en su
sitio, al poner la entrega de la vida en la cúspide de las acciones
humanas; éste fue, abreviado, su razonamiento: “Morís tranquilos,
después de sacrificar el placer de vivir al cumplimiento del deber. El
fin del hombre no es vivir; hay algo peor que el morir y es el vivir
cuando el deber nos pidió el sacrificio de la vida. Entonces se vive sin
derecho a ella. Saber morir a tiempo, morir bien, es nuestro fin”.
El paso de
las horas va encogiendo la noche llenándola de comentarios, de pausas
elocuentes, de pensamientos queridos; hay quien quiere romper las
fotografías de su mujer y de sus hijos, aún en su poder, pues él, dice,
lo hará con el amor que otras manos no pondrán al destruirlas. Otro teme
desfallecer, desvaneciéndose en el último momento, pero “no te
desvanecerás -le dice el padre-, y aunque así fuese, esa flaqueza física
no significa menos virtud ni menos valor”.
Preparados para morir
A las cuatro
de la mañana, el juez militar de la causa entra, emocionado, en la
celda y les pregunta si desean testar. Todavía hay espacio para la broma
al responder “que no tienen una gorda que dejar en herencia”, pero
piden “sepultura cristiana, ya que morimos como católicos”.
El diálogo
continúa y las preguntas rotundas sobrecogen al sacerdote: “¿Qué palabra
quiere usted que pronunciemos en el momento de morir?” Les anima a que
decida cada uno según su propio criterio. No aceptan y la solución que
da aquel cura asediado es: Jesús. Esa será la última palabra, once veces
repetida, del grupo de condenados.
Todavía hay más: “Padre -le dice el comandante del Barcáiztegui- y ¿en qué postura nos colocamos para morir?”
“Son ustedes terribles; me están haciendo valiente. Créanme que me iba tranquilo con ustedes”.
Para estos
hombres que rezuman gallardía, sin soberbia, la respuesta se la
proporciona el padre cumplidamente: “La mejor postura y la más cómoda y
la más apropiada a militares es la de FIRMES, para que al inclinarse
vuestros cuerpos y caer a tierra sea vuestra adoración al Dios que viene
por vosotros”.
La
estridencia de un despertador anuncia, a las cinco y media, un retraso
de treinta minutos de la hora señalada para la ejecución. “¡Qué
informales son -comenta el comandante del Churruca-; ya nos llevan
robada media hora de cielo”.
Ultima
absolución, el cerrojo chirría, la puerta se abre y un “vamos, por Dios y
por la Patria”, dicho por no importa cuál de ellos, les encamina con
paso firme al paredón.
De tres en
tres, y emparejados los últimos, caen acribillados aquellos once hombres
mientras alguien comenta en la prisión: “¿Ha visto usted, padre?
¡Caballeros hasta la muerte!”.
Todo termina
con un recibo de entrega: “Cementerio de San Rafael. Consejería. He
recibido del señor Juez de la Flota Republicana once cadáveres de…,
fusilados en la prisión y traídos en camioneta”.
Así
murieron, heroicos y sin jactancia, estos once marinos españoles en la
madrugada de un veintiuno de agosto, hace cincuenta y dos años
exactamente. Descansan en paz.
DIOS CONTIGO
Nota del blog: recogemos este trabajo que
narra la muerte de un grupo de oficiales en agosto de 1936, hace 80
años, con permiso del autor
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