Era un padre muy anciano con dos hijos.
Uno de estos hijos era muy bondadoso, en tanto que el otro sólo había
demostrado interés por el padre cuando necesitaba algo de él. El hijo
bondadoso había cuidado con enorme cariño a su padre cuando estaba
enfermo, en tanto que el otro hijo se había despreocupado de él por
completo.
Cuando iba a morir hizo testamento en un pliego de papel, señalando
que el ochenta por ciento de la herencia sería para el hermano bondadoso
y sólo el veinte por ciento para el otro hermano. Pero he aquí que, por
los caprichos imprevisibles del destino, una jarra de manteca
clarificada cayó sobre el pliego del papel tras la muerte del anciano y
los nombres de los hijos no eran visibles.
El hijo egoísta, gimoteando, fue al juez para decir que a él le
habían dejado el ochenta por ciento de la herencia, porque había sido
siempre un hijo modelo. Pero el juez no sabía que determinación tomar.
Así que decidió no tomar ninguna resolución hasta que viese el asunto
más claro.
Llegó el día del entierro. Como el anciano era muy querido, todas las
gentes del pueblo asitieron al sepelio. El hermano bondadoso caminaba
en silencio, sin aspavientos, sufriendo íntimamente su dolor; pero el
hermano hipócrita daba gritos desgarradores, se golpeaba en el pecho y
se desplomaba contra el suelo de vez en cuando para que los asistentes
creyeran que sufría mucho.
Cuando el cadáver fue puesta sobre la pira funeraria, ambos hermanos
comenzaron a llorar. Entonces sucedió un suceso portentoso: las lágrimas
del hermano bondadoso se fueron convirtiendo en pétalos y los del
hermano egoísta en piedras. Ni que decir tiene que a partir de ese
momento el juez encontró elementos fiables con los que juzgar.
No hay hipócrita tan perfectamente hipócrita que no quede antes o después al descubierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR TU COMENTARIO, PRONTO ESTAREMOS COMUNICANDONOS CONTIGO...
CON AMOR, MARIAM...