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Míralo
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No pocos la miramos con frecuencia. La vemos en los dormitorios de las casas, en la cima de algunas colinas y montañas; colgada del espejo retrovisor de los automóviles, o en calcomanías con alguna frase que invite a la reflexión. La encontramos pendiendo de cadenas de oro y de plata, de mecates o hilos corrientes atados al cuello. No importa dónde ni de qué condición sea la gente, ni el material con que haya sido elaborada: madera o diamante, fierro o cerámica… La cruz de Cristo está presente en todas partes.
Así la divisamos sobre las cúpulas de las catedrales, en la parte más alta de los templos y campanarios, como conquistadora de todos los tiempos. A veces pasamos la vista rápidamente sobre ella, continuando con lo que traíamos en mente, tal vez un proyecto o un pendiente. Al manejar estamos atentos del tráfico, y cuando pasamos a lado de un accidentado, con la mano derecha nos santiguamos y sobamos el crucifijo que traemos colgando… pero, ¿lo hacemos conscientemente?, ¿nos hemos dado el tiempo alguna vez de observarla detenidamente? Mírala bien.
Mira la cruz; contempla al crucificado: los brazos extendidos y forzados al punto de ser dislocados. Sus manos clavadas sin piedad a cada lado. Manos que trabajaron arduamente en Nazaret por más de treinta años; ellas curaron a mucha gente, expulsaron demonios, alimentaron a muchedumbres, partieron el pan y repartieron los peces, hasta la Última Cena en donde con ellas lavó los pies sucios de los apóstoles, e hizo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre.
Admira a Jesús: su rostro ensangrentado y desfigurado por tantos golpes recibidos antes de ser crucificado. Contemplemos ese rostro que cautivó a los apóstoles cuando los llamó a seguirle, e hizo de las gentes discípulos de su palabra. Rostro que miró con bondad a la adúltera a quien perdonó, y al leproso que sanó. Observa su boca abierta ligeramente en señal de cansancio y fatiga. Su lengua seca y pegada al paladar por la deshidratación susurrando con ternura: “tengo sed”. Sus ojos, apenas entreabiertos, descargando una mirada de misericordia sobre la entera humanidad que lo cargó con su pecado.
Mira la cruz; contempla su cuerpo: debilitado por tanto latigazo, con el costado abierto y sangrando, adolorido, frágil y tembloroso. En ese cuerpo, Dios se encarnó por nuestra redención, y en un acto infinito de misericordia lo transformó en pan para quedarse con nosotros hasta la consumación de los tiempos. Con ese cuerpo también resucitó lleno de gloria y majestad, dejándonos como herencia la esperanza gozosa de la vida eterna.
Mira a Cristo: sus pies taladrados por los clavos que sostenían todo el peso de su cuerpo. Son pies que nunca estuvieron inactivos, que recorrieron toda Galilea, Samaria y Judea en busca de las ovejas perdidas de Israel. Con ellos llegó a las multitudes y les habló de la salvación; con ellos caminó sobre las aguas y nos dejó el ejemplo de la exigencia requerida para ser su misionero. Así llegó hasta el calvario, y todo el peso de la cruz lo llevó con Él, sobre sus pies.
Mira la cruz, y cuando la mires, no veas sólo ese trozo de leño que fue hecho sin cuidado, que infunde gran temor a los condenados a la crucifixión, y que no tiene en sí valor alguno de no haber sido por Cristo. Más bien míralo a Él. ¿Qué te dice?, ¿qué le preguntas?, ¿qué te responde?
Si te dice algo, es porque lo has observado bien… y si no, míralo con más atención y pregúntale a Dios qué hace ahí.
Ojalá que de ahora en adelante, cada vez que nos encontremos con una cruz, la veamos desde esta óptica, y digamos en lo más íntimo de nuestro corazón: ¡Gracias, Señor!
¡Vence el mal con el bien!
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