1.- A los cincuenta días. El Espíritu es la promesa del Padre para dar testimonio, ha descendido sobre los Apóstoles en Pentecostés. La misericordia del Señor llena la tierra para consolar a los pobres y liberar a cuántos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna.
2.- Un viento fuerte. Porque “llenó toda la casa donde estaban” (Hechos 2,2). Para el Espíritu no hay obstáculos. Tan inútil e imposible es querer encadenar el viento del Espíritu como contener el agua del mar en nuestras manos. “Él sopla donde quiere” (Jn 3,8), no donde queremos nosotros. Y la misericordia ilumina tu mente y saciará tus ardores y llenará tu alma de vigor.
3.- Fuego purificador. “Vieron aparecer unas lenguas como llamaradas” (Hechos 2,2). Tenemos el peligro de saber mucho, de tener muchas ideas… pero están frías, vivir apagados, quedarnos en la mediocridad o en la indiferencia. Necesitamos el fuego irresistible de Pentecostés, que ha encendido y enardecido a los Santos. Los discípulos de Emaús sintieron que ardía su corazón en el encuentro con Cristo con la huella de Dios bueno y misericordioso.
4.- Fuerza de lo alto. Porque “vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo” (Hechos 1, 8). Hay quienes tienen fuerza de músculos y de voluntad, pero no tienen fuerza espiritual y ceden a los impulsos de las pasiones internas y a las pasiones que sobre ellos ejerce el ambiente que les rodea. El Espíritu de Pentecostés sostiene la voluntad y la hace fuerte, operativa y perseverante, para enfrentarse con las dificultades y sufrimientos de los demás.
5.- Amor y consuelo. “Porque ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado” (Rom 5, 5).
Como un perfume que se desprende, la unión del Padre y el Hijo, y se difunde hasta nosotros. El mayor gozo y consuelo que podemos encontrar no está fuera de nosotros mismos sino dentro. La misericordia de Dios no es una idea abstracta sino una realidad concreta, con la cual Él revela su amor que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo.
6.- Espíritu Divino. No tenemos un retrato del Espíritu. La Escritura lo presenta siempre en acción, no tiene rostro, ni siquiera un nombre, que pueda evocar una figura humana. Es como el aliento de vida que penetra la carne. Como el agua que purifica, fecunda la tierra, calma la sed. Como aceite que impregna las piedras más duras. Conocer el Espíritu es experimentar su acción. Dejarnos invadir por su experiencia, hacernos dóciles a sus impulsos, que nos llevará siempre a ver el rostro de Cristo en cada hombre.
7.- Luz y verdad. Sin esta luz sobrenatural no puede el hombre remontarse a lo alto para contemplar, penetrar y entender los misterios de la fe, y dejar huellas de Dios, bueno y justo. A veces los más rudos e ignorantes se levantan sobre los más sabios del mundo y pueden entender más a Dios que los renombrados filósofos y doctores, porque el Espíritu “nos guía hasta la verdad plena” (Jn 16, 13), haciéndonos profundizar en ella, “fuente del mayor consuelo”.
8.- Alma de la Iglesia. De la primitiva y de la actual, y repite las maravillas a lo largo de todos los siglos, si le dejamos actuar. Sin la presencia del Espíritu nuestro apostolado nos desborda. El Año de la Misericordia es un tiempo extraordinario de gracia, particularmente para poder ir al encuentro de cada persona, llevando la bondad y ternura de Dios.
9.- Plenitud Pascual. “Porque si yo no me voy, dice Jesús, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio si me voy os lo enviaré” (Jn 16, 7). Jesús se está refiriendo a su muerte necesaria para la Pascua gloriosa. Cristo tiene que morir y resucitar para enviar el Paráclito a los discípulos. El Espíritu Santo viene después de Él y gracias a Él para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación que es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio.
10.- Reparte sus siete dones: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad, santo temor de Dios; con las obras de misericordia, las siete corporales y las siete espirituales. Solo quien posee el Espíritu se puede sacrificar enteramente por los demás a semejanza de Jesús, que vivió toda su vida entregado plenamente a los hombres.
2.- Un viento fuerte. Porque “llenó toda la casa donde estaban” (Hechos 2,2). Para el Espíritu no hay obstáculos. Tan inútil e imposible es querer encadenar el viento del Espíritu como contener el agua del mar en nuestras manos. “Él sopla donde quiere” (Jn 3,8), no donde queremos nosotros. Y la misericordia ilumina tu mente y saciará tus ardores y llenará tu alma de vigor.
3.- Fuego purificador. “Vieron aparecer unas lenguas como llamaradas” (Hechos 2,2). Tenemos el peligro de saber mucho, de tener muchas ideas… pero están frías, vivir apagados, quedarnos en la mediocridad o en la indiferencia. Necesitamos el fuego irresistible de Pentecostés, que ha encendido y enardecido a los Santos. Los discípulos de Emaús sintieron que ardía su corazón en el encuentro con Cristo con la huella de Dios bueno y misericordioso.
4.- Fuerza de lo alto. Porque “vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo” (Hechos 1, 8). Hay quienes tienen fuerza de músculos y de voluntad, pero no tienen fuerza espiritual y ceden a los impulsos de las pasiones internas y a las pasiones que sobre ellos ejerce el ambiente que les rodea. El Espíritu de Pentecostés sostiene la voluntad y la hace fuerte, operativa y perseverante, para enfrentarse con las dificultades y sufrimientos de los demás.
5.- Amor y consuelo. “Porque ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado” (Rom 5, 5).
Como un perfume que se desprende, la unión del Padre y el Hijo, y se difunde hasta nosotros. El mayor gozo y consuelo que podemos encontrar no está fuera de nosotros mismos sino dentro. La misericordia de Dios no es una idea abstracta sino una realidad concreta, con la cual Él revela su amor que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo.
6.- Espíritu Divino. No tenemos un retrato del Espíritu. La Escritura lo presenta siempre en acción, no tiene rostro, ni siquiera un nombre, que pueda evocar una figura humana. Es como el aliento de vida que penetra la carne. Como el agua que purifica, fecunda la tierra, calma la sed. Como aceite que impregna las piedras más duras. Conocer el Espíritu es experimentar su acción. Dejarnos invadir por su experiencia, hacernos dóciles a sus impulsos, que nos llevará siempre a ver el rostro de Cristo en cada hombre.
7.- Luz y verdad. Sin esta luz sobrenatural no puede el hombre remontarse a lo alto para contemplar, penetrar y entender los misterios de la fe, y dejar huellas de Dios, bueno y justo. A veces los más rudos e ignorantes se levantan sobre los más sabios del mundo y pueden entender más a Dios que los renombrados filósofos y doctores, porque el Espíritu “nos guía hasta la verdad plena” (Jn 16, 13), haciéndonos profundizar en ella, “fuente del mayor consuelo”.
8.- Alma de la Iglesia. De la primitiva y de la actual, y repite las maravillas a lo largo de todos los siglos, si le dejamos actuar. Sin la presencia del Espíritu nuestro apostolado nos desborda. El Año de la Misericordia es un tiempo extraordinario de gracia, particularmente para poder ir al encuentro de cada persona, llevando la bondad y ternura de Dios.
9.- Plenitud Pascual. “Porque si yo no me voy, dice Jesús, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio si me voy os lo enviaré” (Jn 16, 7). Jesús se está refiriendo a su muerte necesaria para la Pascua gloriosa. Cristo tiene que morir y resucitar para enviar el Paráclito a los discípulos. El Espíritu Santo viene después de Él y gracias a Él para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación que es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio.
10.- Reparte sus siete dones: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad, santo temor de Dios; con las obras de misericordia, las siete corporales y las siete espirituales. Solo quien posee el Espíritu se puede sacrificar enteramente por los demás a semejanza de Jesús, que vivió toda su vida entregado plenamente a los hombres.
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