Cierto día llegó un explorador a un gran pueblo con una idea en su
cabeza: descubrir una joya valiosísima que existía entre los riscos de una
lejana montaña.
Pronto, al enterarse el alcalde de la noticia, quiso poner a su
disposición todos los medios y personas que existían en aquella localidad.
Pero, el explorador, antes de iniciar su aventura hacia la búsqueda de la joya
sólo puso una condición: que tendría que ser un niño. “! Cómo que un niño!
Exclamó el alcalde.”¡No! Yo pondré a su disposición la mejor caballería, las
más sofisticada herramientas y las más resistentes vestimentas para la
travesía”. Nuevamente, el explorador, insistió: “Para dar con ese tesoro sólo
necesito un niño. De lo contrario ni yo emprenderé el camino hacia ninguna parte
y, vosotros, no podréis contemplar la alhaja”.
Días después, el explorador cabalgando sobre un elegante caballo y el niño sobre una imponente mula, iniciaron la marcha. Pasaron muchas semanas, muchos días y muchos meses hasta que, por fin, alcanzaron los riscos de las montañas donde –el expedicionario- sabía que se encontraba la riqueza escondida entre sus rocas.
Pero, para acceder hasta la joya, existía un agujero tan reducido que,
sólo un niño, podía acceder hasta ella. El explorador tomando al niño en sus
brazos con cariño le susurró al oído: “Ha llegado la hora. Mira, sólo tú puedes
entrar ahí dentro. No te asustes. Avanza y cuando veas algo brillar tómalo con
tus manos y, despacio regresa, aquí afuera yo te espero”.
Pasaron algunas horas cuando el arqueólogo (que aguardaba con paciencia
y seguridad del éxito de la aventura) vio y escuchó cómo se movían unas zarzas
y, cómo el niño, aparecía con algo refulgente entre sus diminutas manos y
escondido debajo de un pañuelo.
Descendiendo hasta el pueblo, que se encontraba reunido en la Plaza
Principal, el rastreador tomó al niño en sus brazos y subiéndolo al escenario
de la banda de música les dijo. “Mirad: por eso quería un niño. Sólo ellos, por
sus manos pequeñas y sus cuerpos infantes, son capaces de alcanzar lo que
nosotros –soberbios, gigantes y con manos grandes que estropean todo lo que
tocamos- somos incapaces de conquistar”. Y abriendo el pañuelo vieron como una
joya de incalculable valor, jamás vista, desprendía un destello que –al
contacto con el aire- escribía la palabra: ¡AMOR!
Dicen las crónicas que nunca un pueblo fue tan feliz y que, todos,
aprendieron a no olvidar que –el ser pequeños- posibilita el conseguir las
cosas más esenciales de la vida.
MORALEJA:
Algo así ocurre con la Primera
Comunión. Los más mayores adornamos o disfrazamos con grandeza lo que, sólo los
pequeños, pueden vivir, tocar y alcanzar con algo tan sencillo como el asombro,
un corazón abierto, la limpieza de sus miradas y la pequeñez que todo lo acoge.
El explorador es Cristo, la Iglesia, el sacerdote, el catequista y tantas
personas que intentan, no con los medios que el mundo propone sino con los que
el Evangelio insinúa, tocar y descubrir algo tan grande como el tesoro de la
EUCARISTÍA.
DIOS CONTIGO
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