sábado, 29 de marzo de 2014

EL QUE NO QUIERE VER

EL CIEGO QUE NO QUIERE VER
Nos presenta la Iglesia, por la pluma –original siempre– de san Juan, este momento de la vida de Nuestro Señor, que debemos agradecer por las enseñanzas tan oportunas que nos ofrece para nuestros días.
 Evangelio de la Misa del Domingo IV A de Cuaresma.

 
        Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él, responde Jesús. Tremenda lección la que condensa el Maestro en esta frase, respondiendo a los Apóstoles, que reducen la lógica de Dios a la nuestra. Nos conviene ser humildes y reconocer nuestra condición limitada, dispuestos a aceptar y acoger, aunque no lo entendamos en ocasiones, lo que sucede porque Dios así lo quiere o lo consiente. Parece necesario, para reconocer expresamente la grandeza, bondad y majestad divina: Dios, Señor nuestro y Señor de la Historia, gobierna el mundo con poder y amor providentes.

        El hombre, por su parte, así como tiene capacidad para emitir juicios acerca del valor de las situaciones que le toca vivir, también tiene capacidad para descubrir a su Señor, como dueño absoluto de cuanto sucede, sin límite de poder y perfección. Nuestro Dios es absolutamente sabio y poderoso frente a la limitación que el hombre descubre y reconoce en sí mismo. Tal vez por esto, los apóstoles del Señor, acostumbrados a los propios defectos y errores y a los de los demás, tratan de descubrir una causa culpable que justifique razonablemente, desde su punto de vista, lo que piensan que es una absoluta desgracia en aquel hombre. Sólo son capaces de entender como bueno y malo lo que así aparece a su limitada inteligencia. La ceguera de nacimiento sería claramente mala y, por lo tanto, reclama un culpable.

        Afianzados en la humildad, pidamos a Dios que nos conceda eliminar de nosotros el deseo de "necesitar" comprender cada acontecimiento. Que nos libre de ese "juez" que, convencido de su inapelable equidad, se "escandaliza" considerando que no hay derecho a que sucedan ciertas cosas. Como si nuestra inteligencia fuera la última y definitiva instancia del bien y del mal.

        Así pensaban los apóstoles, en el acontecimiento de la vida de Jesús que hoy meditamos, y se nota otro tanto en la actitud de los fariseos, que tienen un concepto ya formado e inamovible de Jesús y la Ley de Dios, y hasta reclaman como imprescindible su beneplácito para que Jesús realice el milagro. Parecen molestarse incluso de que el ciego de nacimiento haya recuperado la vista en esas circunstancias. Algo semejante ha sucedido, no pocas veces, cuando se niega a Dios porque consiente lo que, para algunos, serían males intolerables, impropios de un mundo providentemente gobernado por Dios.

        La Madre de Dios, modelo de fe en la Providencia, confía en su Señor. En cada circunstancia de su vida, contempla lo que Dios le propone a la luz de la fe, descansando en quien la ha escogido con predilección: en quien hizo en Ella cosas grandes y por quien es Reina de todo lo creado. A Ella nos acogemos, como Madre que es de cada uno.

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