RESURRECCIÓN DE LA CARNE
De “El Misterio del más allá”
– P. Royo Marín
Os hablaba ayer del juicio particular. De
ese juicio que todos y cada uno de nosotros habremos de sufrir en el momento
mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la película sonora y en
tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a la luz del sol y en la
oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia, juventud, edad viril
y hasta en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio particular no basta. El
hombre no es solamente una persona particular, sino también un miembro de la
sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y solemne ante la faz del
mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la simple razón natural, nos lo
asegura terminantemente la fe. Al fin de los tiempos tendremos que comparecer
todos juntos ante Dios en la asamblea más solemne y grandiosa que jamás habrán
visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del juicio final se producirá
otro hecho tremendo, que constituye también un dogma de nuestra fe católica: la
resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos puntos que, a la luz de la
teología católica, os voy a exponer brevemente en la presente conferencia: la
resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos. Moriremos todos, pero no del
todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra alma, nuestro pensamiento y nuestro
amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio alguno sobre el
alma.
Cuando el leñador, con los golpes de su
hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que anidaba en sus ramas emprende
el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque tiene vida propia,
independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en el que estaba
circunstancialmente posado.
Algo parecido ocurrirá con nuestra alma.
Cuando la guadaña de la muerte derribe por el suelo el viejo árbol de nuestro
pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad, porque tiene vida propia y
no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como decíamos ayer, comparecerá
delante de Dios y será juzgada. Nuestro cuerpo, mientras tanto, convertido en
cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la palabra cementerio,
señores, porque, cristianamente considerada, no puede ser más bella, ni más
dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la palabra cementerio?
Proviene del griego “koiméterion”, que significa dormitorio, lugar de
reposo, lugar de descanso.
¡Ah!, en los cementerios los muertos, en
realidad, están dormidos. Están durmiendo nada más, porque la muerte, que no
afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del cuerpo de una manera
definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la resurrección de la carne. ¡Los
muertos están dormidos nada más!
Los cristianos deberíamos visitar con
frecuencia los cementerios. Es una meditación estupenda, que eleva el corazón y
el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella tranquilidad del cementerio;
aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales, cargados de luz y de esperanza;
aquellos cipreses que se yerguen hacia el cielo, señalando la patria de las
almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con
la melancolía enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra cementerio no tiene que asustar
a nadie; es una palabra dulce, entrañablemente cristiana: es el
dormitorio.
No empleéis nunca la palabra “necrópolis”,
que prefiere la impiedad actual. La palabra necrópolis significa ciudad de
los muertos, y eso no es verdad. El cementerio no es la ciudad de los
muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores, he experimentado esta
verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y dulzura al mismo tiempo como
visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes dominicos españoles, que
estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la Ciudad Eterna, acudimos
un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para celebrar la santa Misa
junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha ya nuestra piedad, un
guía hispanoamericano –hablaba perfectamente el español– nos acompañó por
aquellos vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por todas partes
los huesos de aquellos cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la
Iglesia, en la época terrible de las sangrientas persecuciones. Y al llegar a un
recodo, por encima del cual se filtraban, a través de una claraboya, las
primeras luces del amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al mismo tiempo
que decía: “Oigan, Padres, oigan el silencio”. Escuchamos con atención, y
efectivamente, no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el
guía: “Duermen, duermen. ¡Ya despertarán!”
Este es el sentido católico del
cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio. Duermen, pero
despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la trompeta, lo dice el
apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –aclara el evangelista San Juan–
será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: “Levantaos, muertos, y venid a
juicio”. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de la resurrección de la
carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este sentido tenemos seguridad
absoluta de que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede
fallar, ya que se apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede
engañarse ni engañarnos. Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el
hecho de la resurrección de la carne que de cualquier verdad matemática o
metafísica de evidencia inmediata. El dato de fe no puede fallar. Pero como la
fe nunca contradice a la razón, y la razón nunca puede contradecir a la fe, los
teólogos han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón natural, que
muestran la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la
resurrección universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales
argumentos.
Los principales son tres, que Santo Tomás
de Aquino expone con la maestría sin igual que le caracteriza. Os voy a hacer un
resumen de su magnífica argumentación.
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