El Maestro no se contenta en recibir con mansedumbre a los pobres
pecadores; llega hasta el punto de asumir su defensa. Y ¿no es ésa, pues, su
misión? ¿Él no se constituyó “nuestro abogado”?
Trajeron un día a su presencia a una desgraciada, sorprendida en
flagrante acto de su pecado. La dura Ley de Moisés la condena formalmente; la
culpable debe morir en el lento suplicio de la lapidación. Los escribas y
fariseos, sin embargo, esperan impacientes la sentencia del Salvador. Si
perdona, los enemigos le censurarán por despreciar las tradiciones de Israel.
¿Qué hará?
Una sola palabra saldrá de sus labios; y esta palabra bastará para
confundir a los orgullosos fariseos y salvar a la pecadora: “El que de
vosotros esté sin pecado, arrójele la primera piedra”.
Respuesta llena de sabiduría y misericordia. Oyéndola, esos hombres
arrogantes enrojecen de vergüenza. Se retiran confusos, unos después de otros;
los viejos son los primeros en huir.
“Y Jesús quedó solo con la mujer”
Jesús le pregunta: “¿Dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha
condenado? Ella responde: “Ninguno. Señor”. Y Jesús prosigue:
“¡Pues Yo tampoco te condeno! ¡Vete y desde ahora no peques
más”.
(De "El
Libro de la Confianza", P. Raymond de
Thomas
de Saint Laurent)
Comentario:
¡Que sería de los pecadores si el juicio
estuviera a cargo de los hombres! ¡Qué sería de nosotros, que hemos pecado, si
nos juzgaran los hombres! Porque los hombres, todos los hombres, solemos ser
implacables cuando se trata de sentenciar al hermano que ha pecado. No vemos
todas las causas ni el corazón, pero igual dictamos sentencias durísimas, a
veces justas, pero nunca misericordiosas.
En cambio el Señor, que es el Único que no
tiene pecado y siente horror por él, y que también ve el corazón del pecador, y
todas las causas y consecuencias del pecado, sabe perdonar.
Una vez el Señor en una revelación a una
santa dijo que durante el tiempo de la Tierra Él perdonaba a todos, pues ya
tendría tiempo de castigar en el Infierno, por toda la eternidad. Mientras
tanto, mientras vivimos en este cuerpo mortal, todos somos perdonados por Dios,
si acudimos a Él arrepentidos. ¡Y aunque los hombres nos juzguen y nos condenen,
basta que no nos condene Dios!
Así que sea cual sea nuestro pecado, no
tengamos miedo de Dios, sino vayamos a Él a pedirle perdón con confianza,
sabiendo que Él siempre nos perdona. No le demos el gusto al diablo que quisiera
que muramos con ese pecado en nuestra conciencia para llevarnos a su
Infierno.
Vayamos a confesarnos con un sacerdote y
saldremos de la confesión con el alma limpia, la sonrisa en los labios y la paz
en el alma y el corazón.
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