domingo, 23 de febrero de 2014

LA ESPADA DE DAMOCLES


Reinaba en Siracusa Dionisio, quien tenía un vasallo y cortesano adulador que se llamaba Damocles.

Se dedicaba particularmente Damocles a pronunciar delante de Dionisio largos discursos acerca de la felicidad de los monarcas. Cansado ya Dionisio, y deseando corregir a su cortesano, hizo un gran banquete y ordenó a Damocles que ocupara el lugar del rey, vestido con ropas reales como si fuese el verdadero rey. Damocles estaba orgulloso de tanto honor.
 
Pero en lo mejor del banquete, el rey lo interrumpió ordenándole que levantara la vista sobre su cabeza. ¡Y lo que vio Damocles! Una espada filosa y aguda pendía precisamente sobre su cabeza, sostenida apenas por un hilo bastante débil que de un momento a otro podía reventarse. Damocles se llenó de terror, y suplicó al rey que lo librara de semejante peligro. El rey lo hizo con la condición de que Damocles de allí en adelante no volviera a importunarlo con sus adulaciones.

Una cosa es reconocer las virtudes de otros lo cuál es muy bíblico y loable y otra cosa es ser un experto en adulaciones. Cada adulación que sale de nuestros labios es como una espada sobre nuestra cabeza, tarde que temprano se podrá romper el hilo que la sostiene y cortar nuestra propia cabeza. Denigrante es encontrar en los medios políticos quienes adulan al gobernante de turno con un “ Sí, Señor Presidente” “ Lo que usted diga, Señor Presidente “ O hallarlos en la Universidad , el trabajo o aun la Iglesia. Hoy descartemos de nuestra vida la adulación y rescatemos el agradecimiento.

Hacen mal en jactarse. ¿No se dan cuenta de que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Desháganse de la vieja levadura para que sean masa nueva, panes sin levadura, como lo son en realidad. I Cor 5,6-7

Así también la lengua es un miembro muy pequeño del cuerpo, pero hace alarde de grandes hazañas. ¡Imagínense qué gran bosque se incendia con tan pequeña chispa! También la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Siendo uno de nuestros órganos, contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, prende a su vez fuego a todo el curso de la vida. Sant. 3,5-6

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