MARÍA MAGDALENA FUE A COMUNICAR LA NOTICIA A QUIENES HABÍAN VIVIDO CON ÉL, PERO NO CREYERON
Mc 16,9-15
Hoy, el Evangelio nos ofrece la
oportunidad de meditar algunos aspectos de los que cada uno de nosotros
tiene experiencia: estamos seguros de amar a Jesús, lo consideramos el
mejor de nuestros amigos; no obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar
no haberlo traicionado nunca? Pensemos si no lo hemos mal vendido, por
lo menos alguna vez, por un bien ilusorio, del peor oropel. En segundo
lugar, aunque frecuentemente estamos tentados a sobrevalorarnos en
cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de nuestra propia
conciencia nos impone callar y humillarnos, a imitación del publicano
que no osaba ni tan sólo levantar la cabeza, golpeándose el pecho,
mientras repetía: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un
pecador» (Lc 18,13).
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo, cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la luz del mediodía».
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo, cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la luz del mediodía».
P. Raimondo M.SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
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