Un rey le contaba a un sabio lo extraordinariamente buenos y generosos que eran sus súbditos.
-Estás muy equivocado –le dijo el
sabio-. La gente de tu reino actúa de acuerdo a las apariencias. Le dan
muy poca importancia a los hechos, que son los que demuestran espíritus
grandiosos.
Al oir esto, los cortesanos se pusieron bravos y le rogaron al rey que no hiciera caso a ese falso sabio.
-Majestad, ellos dirán lo que quieran,
pero en este mundo vil, todo funciona al revés: la persona más preciosa
no vale nada, y la persona que no vale nada es la más preciosa.
-Demuéstramelo –dijo el rey-. Si no lo haces, mandaré que te corten la cabeza por decir cosas falsas y descabelladas.
El sabio invitó al rey a que se
disfrazara como una persona común y así dieran una vuelta por la ciudad.
Llegaron al mercado y el sabio le insinuó al rey que pidiera un kilo de
cerezas que habrían de servir para salvarle la vida a un enfermo muy
grave.
Fueron inútiles las súplicas del rey. El comerciante, cansado de argüir con él, lo expulsó del lugar y le dijo que si no se iba pronto, lo sacaría a palos.
Las cosas que tiene que oir uno en la
vida –mascullaba el comerciante-. ¿Acaso tengo cara de idiota? Estos
mendigos miserables ya no saben qué inventar para engañar a uno.
El rey estaba a punto de revelar su
identidad, cuando el sabio se lo llevó de allí. Caminaron un buen rato y
llegaron a orillas de un río que corría crecido con las aguas del
deshielo. En un descuido, el sabio le dio un empujón al rey que cayó al agua.
Empezó a gritar pidiendo ayuda, pero aunque se acercaron muchos
curiosos atraídos por sus gritos, nadie hizo nada. Ya estaba a punto de
ahogarse, cuando un mendigo, el más harapiento de la ciudad, se lanzó al
agua y salvó al rey.
Entonces el sabio se acercó al rey, que temblaba de frío y de indignación, y le dijo:
-¿Viste cómo era cierto lo que yo te
dije? Cuando tú, que eres la persona más valiosa del reino pediste un
kilo de cerezas para salvar la vida
de un enfermo, no obtuviste nada y hasta estuviste a punto de que te
partieran la cabeza a golpes. En cambio este mendigo, que supuestamente
es la persona que menos vale en tu reino, ha expuesto su vida por ti y
te ha salvado. No son las apariencias lo que cuentan, sino los hechos.
Moraleja: Vivimos la vida como
actuación. Cada día se nos impone con mayor fuerza la cultura de la
apariencia, del qué dirán. Regalamos por cumplir, por no quedar mal,
porque todos lo hacen..., no por agradar. Manejados por la publicidad y
las propagandas, compramos no lo que necesitamos, sino lo que el
mercado necesita que compremos. El mercado crea incesantemente nuevos productos
y la televisión se encarga de convertirlos en necesidades. Hablamos sin
pensar lo que decimos, vivimos rutinas, compramos propagandas.
Decimos que nos divertimos mucho en la fiesta porque se espera que
digamos eso, que nos gustó mucho la película publicitada que todo el mundo
dice que es muy buena, aunque nos hayamos aburrido soberanamente al
verla. Aplaudimos porque todos lo hacen; sonreimos, sin saber por qué,
cuando todos lo hacen. En breve, cada día son menos las personas que se
atreven a vivir, a ser dueños de su propia vida: la mayoría son vividos
por los demás: el televisor, las costumbres, las modas, el qué dirán...
Tratamos a los demás de acuerdo a su
aspecto. Nos sentimos crecidos cuando podemos ver o dar la mano a un
ídolo de la canción, a un personaje famoso, sin importar si es un
soberano egoísta, o un cretino, esclavo de su imagen y su fama. Por
otra parte, despreciamos y nos alejamos de los pobres, los humildes, a
quienes vemos con frecuencia como amenazas.
Necesitamos una educación que enseñe a ver la realidad, más allá de las apariencias.
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