Queridos
hermanit@s:
El 20 de
julio en Argentina, como en otras partes del mundo, se festeja el “Día del
amigo”. ¡Y qué mejor que pasar al menos una hora con nuestro mejor Amigo, que
es Jesús Sacramentado!
Por ello os dejo la Hora Santa:
I.
“Si no te
lavare no tendrás parte en mi Reino”.
Alma que
amo, y vosotros todos que amo, oídme. Soy Yo quien os habla, porque quiero
pasar con vosotros esta hora.
Yo,
Jesús, no os alejo de mi altar aunque a él vengáis con el alma maltrecha por
plagas y enfermedades, o envuelta en lianas de pasiones que anonadan vuestra
libertad espiritual, entregándoos atados en poder de la carne y de su rey:
Lucifer.
Yo
continúo siendo Jesús, el Rabí de Galilea, aquel a quien los leprosos, los
paralíticos, los ciegos, los endemoniados, los epilépticos llamaban a gritos
diciendo: “Hijo de David, ten piedad de mí”. Yo continúo siendo Jesús, el Rabí
que tiende la mano a quien se ahoga y le dice: “¿Por qué dudas de Mí?”. Yo sigo
siendo Jesús, el Rabí que dice a los muertos: “Álzate y vive. Lo quiero. Sal de
tu sueño de muerte, de tu sepulcro, y camina” y os devuelvo a quien os ama.
¿Y quién
os ama, oh dilectos míos? ¿Quién os ama con amor verdadero, no egoísta, no
inconstante? ¿Quién os ama con un amor no interesado ni avaro, sino cuya única
meta sea la de daros lo que ha acumulado para vosotros y deciros: “Toma. Todo
es tuyo. Todo esto lo he hecho por ti, para que sea tuyo y lo disfrutes”?
¿Quién? El Dios eterno. Y Yo os devuelvo a Él. A Él que os ama.
No os
alejo de mi altar. Porque este altar es mi cátedra, es mi trono, es la morada
del Médico que cura todo mal. Desde aquí os enseño a tener fe. Desde aquí, Rey
de Vida, os doy la Vida. Desde aquí me inclino sobre vuestras enfermedades y
las sano con mi soplo de amor.
Y aún
hago más, ¡oh hijos! Desciendo de este altar y os salgo al encuentro. Heme aquí
que me asomo al umbral de estas casas mías, en las que demasiado pocos son los
que entran y menos aún los que entran con fe segura. Heme aquí que, figura de
paz, me asomo a vuestros caminos por los que pasáis abatidos, amargados,
abrasados por el dolor, por los intereses, por el odio. Heme aquí, que os
tiendo las manos, porque os veo vacilar cansados bajo el peso de enormes
piedras que os habéis impuesto y que han usurpado el lugar de aquella cruz que
había puesto en vuestras manos para que fuera vuestro apoyo, como lo es el
cayado para el peregrino. Os digo: “Entra. Descansa. Bebe”, porque os veo
exhaustos, sedientos.
Pero
vosotros no me veis. Pasáis junto a Mí, me empujáis, a veces por mala voluntad,
otras porque vuestra vista espiritual está ofuscada, a veces me miráis. Pero
sabéis que estáis sucios y no osáis acercaros a mi candor de Hostia divina. Mas
este Candor sabe compadeceros. Conocedme, hombres, que desconfiáis de Mí porque
no me conocéis.
Oíd. He
querido dejar la Libertad y la Pureza que son la atmósfera del Cielo y
descender a vuestra cárcel, con este aire impuro, para ayudaros, porque os
amo. Y aún he hecho más: me he privado de mi libertad de Dios y me he hecho
esclavo de una carne. El Espíritu de Dios encerrado en una carne, la Infinidad
aprisionada por un puñado de músculos y de huesos, sujeta a sentir las voces de
esta carne que padece el frío y el sol, el hambre, la sed y el cansancio. Podía
ignorarlo todo. He querido conocer las torturas del hombre caído de su trono de
inocente para amaros todavía más.
Y aún no
me he conformado con esto. He querido –porque para compadecer hay que padecer
lo que padece aquel a quien se compadece– he querido sentir el asalto de todos
los sentimientos para sentir vuestras luchas, para entender cuán astuta que es
la tiranía que Satanás os pone en la sangre, para entender qué fácil es
quedarse hipnotizados por la serpiente si tan sólo por un momento se bajan los
ojos sobre su mirada fascinadora, olvidando que se vive en la luz. Porque la
serpiente no vive en la luz. Va a los escondrijos sombríos que aparecen
sosegados y en cambio son engañosos. Para vosotros estas sombras tienen nombre:
mujer, dinero, poder, egoísmo, sentido, ambición. Os eclipsa la Luz que es
Dios. En medio de ellas está la Serpiente: Satanás. Parece un collar. Es la
cuerda para vuestra estrangulación. He querido conocer esto porque os
amo.
No me ha
bastado aún. A Mí me hubiera bastado. Pero la Justicia del Padre podía decir a
su Carne: “Tú has triunfado contra la insidia. Sin embargo, el hombre–carne
como Tú no sabe triunfar, que sea castigado por ello porque Yo no puedo
perdonar a quien está inmundo”. He tomado sobre Mí vuestros oprobios. Los
pasados, los de este momento y los futuros. Todos. Aún más que Job para
encubrir sus llagas, estuve sumergido en un estercolero cuando, hundido por el
pecado de todo un mundo, no osaba ni tan siquiera alzar los ojos para buscar el
Cielo, y gemía sintiendo pesar sobre Mí la cólera del Padre acumulada durante
siglos, consciente de las culpas que preveía. Un diluvio de culpas sobre la
Tierra, desde su amanecer hasta su noche. Un diluvio de maldiciones sobre el
Culpable. Sobre la Hostia del Pecado.
¡Oh hombres!
Yo era más inocente que el niño que la madre besa cuando vuelve del bautismo. Y
de Mí se horrorizó el Altísimo porque era el Pecado, porque había tomado sobre
Mí todo el pecado del mundo. He sudado de repugnancia. He sudado sangre por la
repugnancia ante esta lepra en Mí, Yo que era el Inocente. La sangre me ha roto
las venas por el asco ante el fétido charco en el que estaba sumergido. Y para
completar esta tortura, a este exprimirse la sangre de mi corazón, se ha unido
la amargura de estar maldecido, porque en aquel momento no era el Verbo de
Dios: era el Hombre. El Hombre. El Culpable.
¿Acaso
puedo, Yo que lo he padecido, no comprender vuestro abatimiento y no amaros
porque estáis abatidos? Por eso os amo. No tengo más que recordar aquel momento
para amaros y llamaros: “¡Hermanos!”. Pero el llamaros así no es suficiente
para que el Padre pueda llamaros: “Hijos”. Y Yo quiero que os llame así. ¿Qué
hermano sería si no os quisiera conmigo en la Casa paterna?
Entonces,
pues, os digo: “Venid, que Yo os lave”. Nadie está tan sumamente sucio que no
le limpie mi baño. Nadie es tan puro que no lo necesite. Venid. Esto no es
agua. Hay fuentes milagrosas que sanan las llagas y las enfermedades de la
carne, pero ésta es más que ésas. Esta fuente mana de mi pecho.
He aquí
el Corazón desgarrado del que brota el agua que lava. Mi Sangre es el agua más
cristalina que exista en lo creado. En ella se anulan enfermedades e
imperfecciones. Y vuelve vuestra alma blanca e íntegra, digna del Reino.
Venid.
Dejad que Yo os diga: “¡Yo te absuelvo!”. Abridme vuestro corazón. En él se
encuentran las raíces de vuestros males. Dejad que Yo entre. Dejad que Yo
desate vuestras vendas. ¿Os repugnan vuestras llagas? Vistas bajo mi luz os
aparecen lo que son: hormigueros de gusanos inmundos. No las miréis. Mirad las
mías. Dejadme hacer. Tengo la mano ligera. No sentiréis más que una caricia...
y todo quedará curado. No sentiréis más que un beso y una lágrima. Y todo
quedará limpio.
¡Oh, qué
hermosos estaréis entonces alrededor de mi altar! Ángeles entre los ángeles del
sagrario. Y mi Corazón tendrá una alegría inmensa. Porque soy el Salvador y no
desprecio a nadie. Pero también soy el Cordero que pace entre los lirios, y me
complazco cuando estoy circundado de candor porque he tomado la vida y la he
dado para haceros cándidos.
¡Oh cómo
veo a mi Padre sonreíros y al Amor fulguraros con sus fulgores, porque ya no
estáis manchados de pecado!
Venid a
la fuente del Salvador. Que mi Sangre descienda sobre el ánimo contrito y una
voz, en la que está la mía, diga: “Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo”.
II.
“Uno de
vosotros me traicionará”.
¡Uno de
vosotros! Sí, en la proporción de uno a doce, uno de vosotros me traiciona.
Cada
traición es más dolorosa que una lanzada. Mirad la Humanidad de vuestro
Redentor: desde la cabeza hasta los pies es toda una herida. La flagelación
hace horrorizar a quien la medita y agonizar a quien la padece. Fue un dolor
atroz, pero duró una hora. Vosotros, que me traicionáis, me flageláis el
Corazón, y lo hacéis desde hace siglos.
Yo os he
amado, Yo os amo y os compadezco; Yo os perdono, Yo os lavo quitándome la
Sangre para daros un baño purificador, y vosotros me traicionáis.
Soy el
Verbo de Dios, estoy glorioso en el Cielo; pero en este Cielo no estoy sólo
como Espíritu, sino también como Carne. La carne tiene sentimientos y afectos
¿por qué queréis renovarme continuamente ese fuego corrosivo que es la cercanía
de un traidor? ¿Está lejos el Cielo? No, hijos que me traicionáis, Yo estoy
cerca de vosotros, estoy entre vosotros, y vosotros me quemáis con la
llama de vuestro traicionar.
Miro,
buscando un consuelo, entre las distintas clases de personas y en cada una
encuentro miradas y miradas de traidores ¿por qué me traicionáis? Yo estoy
entre vosotros para haceros el bien ¿por qué queréis hacerme daño? Yo os traigo
mis dones ¿por qué me lanzáis víboras mordaces? Yo os llamo “amigos” ¿por qué
vosotros me respondéis: “Maldito”? ¿Qué os he hecho? ¿Qué hombre conocéis que
sea más paciente y más bueno que Yo?
Mirad.
Cuando sois felices nadie os abandona, pero si lloráis, si la riqueza os
abandona, si una enfermedad os hace contagiosos, es entonces cuando todos se
alejan de vosotros. Yo permanezco. Más aún os acojo precisamente entonces,
porque es cuando venís. Ya no tenéis a nadie con quien llorar y hablar, y
entonces os acordáis de Mí, y Yo no os digo: “Vete que no te conozco”. Podría
decirlo porque de hecho mientras que erais ricos, sanos y felices nunca habéis
venido a decirme: “Lo soy y te lo agradezco”.
Pero no,
ni siquiera pretendo esto de quien aún no es un gigante de amor. Las “gracias”
no las pretendo. Me conformaría con que me dijerais: “Soy feliz”. Decídmelo. No
me consideréis un extraño. Acordaros de que Yo también estoy aquí y dedicad un
pensamiento a este Jesús. Las “gracias” las diré Yo por vosotros a Dios: Padre
mío y vuestro. En cambio nunca venís. Y podría decir: “No os conozco”. En
cambio, heme aquí que os abro los brazos y digo: “Ven, que lloramos juntos”.
Mirad. Estoy
en las cárceles, en las celdas pequeñas y viles, sentado a la misma mesa
que el presidiario, y le hablo de una libertad más verdadera que esa que está
más allá de las cuatro paredes, de una libertad que ya no teme el ser herida
por culpas que deben ser castigadas. Y sin embargo, aquel encarcelado es uno
que me ha traicionado, ofendiendo mi ley de amor. Quizás ha matado, quizás ha
robado, pero ahora me llama y heme aquí con él. El mundo le desprecia, Yo le amo.
He llamado “amigo” a quien me mataba y me arrancaba de la vida. Puedo llamar
“amigo” a este infeliz que vuelve a Mí.
Estoy, llama de amor, cerca de los
enfermos. Sus fiebres conocen mis caricias, su sudor mi sudario, sus
languideceres mi brazo que les sostiene, sus angustias mi palabra. No obstante,
muchos están enfermos por haberme traicionado, traicionando mi ley. Han servido
a la carne y la carne, fiera enloquecida, se ha extraviado y les pierde, ahora,
también en la vida. Y de todas formas, Yo soy el único que no me canso de su
mal y velo con ellos, y sonrío ante sus esperanzas y, en cuanto que el Padre lo
permite, las transformo en realidad. Mas si veo que el decreto es de muerte,
entonces tomo a este hermano que tiembla ante el misterio de la muerte y que me
llama, y le digo: “No temas. Crees que sea tiniebla: es luz. Crees que sea
dolor: es alegría. Dame tu mano, conozco la muerte, la conocí antes que tú. Sé
que es un instante en el que Dios auxilia sobrenaturalmente, para mitigar los
sentidos y evitar que el alma se abata en la lucha final. Fíate. Mírame. Sólo a
Mí... ¡Ya está! ¿Ves? has atravesado el umbral. Ven conmigo, ahora, al Padre.
No temas tampoco en este momento. Yo estoy contigo, y el Padre ama a quien
amo”.
Estoy en
las casas desiertas. Antes
había voces alegres. Ha pasado la muerte o la miseria. El superviviente vaga
solo. Los amigos huyeron. Los amados, lejos por trabajo o por la muerte. Hay
sol en el cielo, pero para el superviviente todo es tiniebla. Hay paz en el
aire de la noche, pero para el superviviente no hay descanso. Y sin embargo
muchas veces se me ha traicionado en esa casa, deificando a las criaturas. Se
ha amado idólatramente a las criaturas traicionando mi ley. Pero Yo entro, y
voy a poner un rayo en las tinieblas, a infundir paz donde hay tempestad. Aquel
superviviente me ha llamado... quizás distraídamente, quizás sin una auténtica
voluntad de tenerme, pero Yo voy sin tardar.
¡Oh! sólo
pido estar con vosotros. Todo recuerdo de los errores pasados se desvanece
cuando me llamáis: “¡Jesús!”.
Pero no
flageléis mi Corazón. Ya está abierto y desangrado. No irritéis su herida. Y a
quienes me han entendido en mi dolor de traicionado, digo: “Uno de vosotros me
traicionará. Dadme vuestro fiel amor como bálsamo”. Y lo digo a todos: a los
santos, mis predilectos como Dios; a los pecadores, mis predilectos como Jesús.
Porque también los pecadores, por quienes me hice Jesús, pueden curarme
esta herida.
¿Sois
samaritanos? Ya lo sé, pero mi parábola habla de un samaritano bueno que cura
las heridas que no fueron curadas por los hijos de la ley que pasaron de largo,
absortos por las prisas de servir a Dios. No saben que a Dios se le sirve más
amando que cumpliendo preceptos.
Yo soy el
Herido que languidece en vuestros caminos. Los salteadores me han asaltado y
desnudado. Los salteadores: los que indignamente se aprovechan de mi
sacrificio de Dios que se hace carne. Me desnudan: negando mis atributos
con sus múltiples herejías. Desnudan a la Verdad, les apetece ese ropaje porque
es resplandeciente. Pero no saben que resplandece porque lo lleva puesto quien
es Sol, y que en sus manos, que lo cubren con las babas de sus mentes
soberbias, se convierte en un trapo cualquiera.
La Verdad
es verdad, y con esta luz se ilumina todo cuando se ve unido a Dios. Separada,
se convierte en lenguaje babélico. Porque la Verdad es Ciencia y Sabiduría,
pero desarraigada de Dios se convierte en caos.
Curadme
vosotros, aunque seáis samaritanos. Dadme vuestro aceite y vuestro vino: el
aceite, el amor; el vino, la contrición de vuestro yo. Medicadme, no
os desdeño. Que la pecadora que refresca mis pies cansados os hable, y diga si
desprecio al pecador.
Pero no
me traicionéis nunca más. Id y no pecad más. Todo os lo perdono si todo en
vosotros me ama. Dadme un beso sincero. Mi mejilla arde por el beso de los
traidores. Curadla con el beso de la fidelidad.
III.
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
Desde la
cuna hasta la cruz. Desde Belén hasta el monte de los Olivos, os he amado.
El frío y
la miseria de mi primera noche en el mundo no me han impedido amaros con mi
espíritu y, anonadadamente hasta no poder deciros, Yo–Verbo: “os amo”, os he
dicho aquellas palabras con mi espíritu, inseparable del espíritu del Padre y
con Él operante en una actividad inextinguible.
La agonía
de mi última noche en la Tierra no me impidió amaros. Al contrario, ha tocado
las más altas cumbres del amor, ha ardido en el incendio más vivo, ha consumado
todo lo que no era amor hasta exprimir, junto con la repulsión por el pecado y
el dolor por el abandono paterno, la sangre de mis venas.
¿Qué amor
hay más grande que el de aquel que sabe amar sabiéndose odiado? Yo os he amado
así.
El primer
gesto de mis manos, una caricia; el último, una bendición. Y entre estos dos
gestos, nacido el primero en la oscuridad de una noche de invierno, el último
en el resplandor de una abrasadora mañana de verano, treinta y tres años de
gestos de amor, que respondían a otros tantos movimientos de amor. Amor de
milagros, amor de caricias a los niños y a los amigos, amor de maestro, amor de
benefactor, amor de amigo, amor, amor, amor...
Y amor
más que humano en la última Cena. Antes de que fueran atadas y traspasadas,
estas manos mías han lavado los pies de los apóstoles incluso de aquel al que
habría querido lavar el corazón, y han partido el pan. Y me rompía el Corazón
con aquel pan. Ése os daba, porque sabía cercano mi regreso al Cielo y no
quería dejaros solos. Porque sabía qué fácil os es olvidaros y quería que os
vierais, hermanos sentados a una única mesa, alrededor de mi mesa, para deciros
el uno al otro: “Somos de Jesús”.
¿Qué amor
más grande que el de aquel que sabe amar a quien le tortura? Con todo, Yo os he
amado así, y he sabido pedir por vosotros mientras que moría.
Amaos
como Yo os he amado. El odio extingue la luz, e incluso el simple rencor ofusca
la paz. Dios es paz, es luz, porque Dios es amor, pero si no amáis, y amáis
como Yo os he amado, no podréis tener a Dios.
Como Yo
os he amado. Por eso
sin soberbias. De este sagrario, de esta cruz, de este Corazón sólo salen
palabras de humildad.
Soy Dios
y soy vuestro Siervo, y estoy aquí en espera de que me digáis: “Tengo hambre”
para darme a vosotros hecho Pan. Soy Dios y me expongo a vuestros ojos sobre el
madero, que era un patíbulo infame, desnudo y maldito. Soy Dios y os ruego que
améis mi Corazón. Os lo ruego. Porque os
amo, porque si me amáis os hacéis el bien a vosotros mismos. Yo soy Dios, con o
sin vuestro amor sigo siendo Dios, pero vosotros no. Sin mi amor no sois nada:
polvo.
Os quiero
conmigo. Os quiero aquí. Quiero con vuestro polvo hacer una luz de
bienaventuranza. Quiero que no muráis, sino que viváis, porque Yo soy la Vida y
quiero que vosotros tengáis la Vida.
Amaos sin
egoísmo. Sería un amor impuro, destinado a morir por enfermedad. Amaos
queriendo para los demás mayor bien del que deseáis para vosotros mismos. Es
muy difícil, lo sé, pero ¿veis este Pan eucarístico? Ha forjado mártires. Eran
criaturas como vosotros: miedosas, débiles, hasta viciosas. Este Pan les ha
convertido en héroes.
En el
primer punto os he indicado mi Sangre para vuestra purificación. En el tercer
punto os indico esta Mesa y este Pan para santificaros. La Sangre, de pecadores
os ha hecho justos; el Pan, de justos os hace santos. Un baño limpia pero no
nutre; refresca, repone, pero no se hace carne de la carne. La comida, en
cambio, se hace sangre y carne, se hace parte de vosotros mismos. Mi Comida se
hace parte de vosotros mismos.
¡Oh!
¡pensad! Mirad a un niño pequeño. Hoy come su pan y mañana de nuevo y también
pasado mañana, y el otro, y el otro. Entonces se hace hombre: alto, robusto,
hermoso. ¿Su madre lo hizo así? No, su madre lo ha concebido, llevado en su
seno, dado a luz, criado y amado, amado, amado. Pero el pequeño hubiera
perecido de inanición, si tras la leche no hubiera tenido más que baños, besos
y amor. Este pequeño se hace hombre porque toma comida para adultos. Aquel
hombre lo es porque toma su alimento cotidiano.
Lo mismo
sucede con vuestro yo espiritual. Nutridlo con el Alimento verdadero que
desciende del Cielo y que desde el Cielo os trae todas las energías para
haceros viriles en la Gracia. La virilidad sana y fuerte siempre es buena.
Mirad cómo es más fácil ver a un enfermizo ser áspero y sin compasión ni
paciencia. Mi Alimento os hará sanos y fuertes en la virilidad del espíritu y
sabréis amar a los demás más que a vosotros mismos, como Yo os he amado.
Porque,
mirad, hijos, Yo os he amado no como uno se ama a sí mismo sino más que a Mí
mismo. Tanto es así que me he dispuesto a la muerte para salvaros a vosotros de
la muerte. Si amáis así conoceréis a Dios.
¿Sabéis
qué quiere decir conocer a Dios? Quiere decir conocer el gusto de la verdadera
Alegría, de la verdadera Paz, de la verdadera Amistad. ¡Oh! ¡la Amistad, la
Paz, la Alegría de Dios! Es el premio prometido a los bienaventurados, pero ya
se le da a quien, en la Tierra, ama con todo su ser.
El amor,
para ser verdadero, no lo es de palabras, es de hechos, activo, como su fuente
que es Dios. Nunca se cansa de obrar ni siquiera por las decepciones que dan
los hermanos. Pobre de aquel amor que cae como un pájaro de débiles alas cuando
un obstáculo le hiere.
El
verdadero amor, aún
herido, sube. Si no puede volar, trepa con las uñas y con el pico para
no yacer en la sombra y en el hielo, para estar en el sol, medicina de todo
mal. Y en cuanto está restablecido vuelve a volar. Y va de Dios a los hermanos
y de éstos a Dios, mariposa angélica que lleva el polen de los jardines
celestiales para fecundar las flores terrestres, y lleva a Dios los perfumes
raptados de las flores más humildes, para que los acoja y los bendiga.
Pero ¡ay
de ella si se aleja del sol! El Sol es mi Eucaristía, porque en Ella
está bendiciendo el Padre y amante el Espíritu, mientras que Yo, el Verbo,
obro.
Venid y
tomad. Éste es mi Alimento que ardientemente pido que sea consumado por
vosotros.
IV.
“Si
permanecéis en Mí y mi doctrina permanece en vosotros, se os dará cuanto
pidáis”.
Desciendo
en vosotros y me hago vuestro alimento. Pero, como Centro que soy, hacia Mí os
aspiro. Vosotros os nutrís de Mí, pero con mayor razón Yo me nutro de vosotros.
Ambas hambres son insaciables y continuas. La vid nutre a sus sarmientos, pero
son los sarmientos los que hacen la vid. El agua nutre los mares pero son los
mares los que nutren el agua, volviendo a subir en evaporaciones para descender
de nuevo. Por eso tenéis que permanecer en Mí como Yo en vosotros. Separados,
no Yo sino vosotros moriríais.
Yo soy
alimento para el espíritu y alimento para el pensamiento. El espíritu se nutre
de la Carne de un Dios. Esencia fundida por Dios, sólo puede recibir su
alimento de lo que es su matriz. El pensamiento se nutre con mi Palabra que es
el Pensamiento de un Dios.
¡Vuestro
pensamiento! la inteligencia es la que os hace semejantes a Dios, porque en la
inteligencia está la memoria, el intelecto y la voluntad como en el espíritu
está la semejanza por ser espíritu, libre, inmortal.
Vuestro
pensamiento, para ser capaz de recordar, entender, querer lo que es el bien,
tiene que estar nutrido por mi Doctrina. Ésta os recuerda los beneficios y las
obras de Dios, quién es Dios, qué se le debe a Dios. Ésta os hace comprender el
bien y discernirlo del mal, os hace desear el bien. Sin mi Doctrina os hacéis
esclavos de otras que tienen el nombre de “doctrina” pero que son errores. Y
como naves sin brújula ni timón vais a la deriva. Salís de las rutas. ¿Y
entonces cómo podéis decir: “Dios me ha abandonado” cuando sois vosotros los
que le habéis abandonado a Él?
Permaneced
en Mí. Si no permanecéis en Mí es signo de que me odiáis. Y mi Padre odia a
quien me odia, porque quien me odia, odia al Padre, siendo Yo uno con el Padre.
Permaneced en Mí. Haced que el Padre no pueda distinguir al sarmiento de la
vid, en tal modo el sarmiento es uno con ella. Haced que el Padre no pueda ver
donde termino Yo y comenzáis vosotros, tan plena es la semejanza. Quien ama
acaba tomando inflexiones, dichos y gestos del amado.
Yo quiero
que vosotros seáis otros Jesús. Y esto porque quiero que obtengáis cuanto pedís
–fundidos conmigo sólo podéis pedir cosas buenas– y no tengáis que conocer
denegaciones. Y esto porque Yo quiero que tengáis aún más de cuanto pedís,
porque el Padre funde sus tesoros sobre su Hijo en un continuo flujo de amor, y
quien está en el Hijo disfruta de esta efusión infinita que es el amor de Dios
que se deleita en su Verbo y que circula en Él. Ahora bien, Yo soy el Cuerpo y
vosotros los miembros, y por esto la Alegría que me inunda y viene del Padre,
el Poder, la Paz y toda perfección que circula en Mí se os comunica, mis
fieles, a vosotros que sois parte inseparable de Mí aquí y allende.
Venid y
pedid. No tengáis miedo de pedir. Lo podéis pedir todo porque Dios lo puede dar
todo. Pedid por los presentes y por los ausentes, pedid por los pasados, los presentes,
los futuros, pedid por vuestra jornada, y por vuestra eternidad, y por ésta y
aquella de quienes amáis.
Pedid,
pedid, pedid. Por todos. Por los buenos para que Dios les bendiga, por los
malvados para que Dios les convierta. Decid conmigo: “Padre, perdónales”.
Pedid: la salud, la paz en la familia, la paz en el mundo, la paz para la
eternidad. Pedid la santidad. Sí, también ésta. Dios es el Santo y es el Padre,
pedidle, junto con la vida que os mantiene, la santidad a través de la Fuerza
que proviene de Él.
No
tengáis miedo de pedir. El pan de cada día y la bendición cotidiana. No sois
sólo cuerpo, aún no sois todo espíritu. Pedid por éste y por aquél y se os
dará.
No temáis
ser demasiado osados. Yo por vosotros he pedido mi misma gloria, más aún, incluso
os la he dado para que seáis semejantes a Nosotros que os amamos, y el mundo
conozca que sois hijos de Dios.
Venid. En
mi Corazón está vuestro Padre. Entrad, para que Él os pueda reconocer y decir:
“Que se haga una gran fiesta en el Cielo porque he recobrado a un hijo que
amaba”.
“Te he
complacido” dice Jesús. “He hablado Yo todo el tiempo. He querido que hablara
mi Voz eucarística. Tenedla como mi regalo. Te bendigo y a todos los que la
escucharán”.
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