LA LEYENDA DE LA VIRGEN DE MATANZAS EN CUBA
A lo largo de los siglos, la devoción popular a la
Virgen María ha creado en todo el mundo un verdadero tesoro de
historias, leyendas, tradiciones e imágenes en que los pueblos católicos
han expresado su amor por la madre de Jesucristo.
Fuente: Voz Catolica
En España e Hispanoamérica, casi no hay
ciudad, villa o aldea que no tenga su María: una devoción mariana
vinculada a la vida, las ansiedades y las esperanzas de los habitantes
locales. Algunas de estas devociones son mundialmente conocidas; otras
son de significación nacional o regional; y algunas, en cambio, son casi
desconocidas, como la que aquí presentamos.
Parece haber tenido su origen en la ciudad cubana de San
Carlos y San Severino de Matanzas, donde se escribió un breve folleto
(La Habana: Imprenta y Librería “El Iris”, Obispo 22, 1870), del que un
solitario ejemplar ha llegado a nuestras manos con su historia sencilla y
hermosa –como suelen ser las historias marianas– y una imagen que ha
servido de inspiración actual a dos artistas residentes en Miami.
De la autora del folleto sólo conocemos el nombre,
María del Valle, que no aparece en ninguna de las bibliografías cubanas
de la época. Por ser de naturaleza casi desconocida, reproducimos este
relato “entre la historia y la leyenda”, tal como fue publicado
originalmente, hace ahora 140 años.
Eran los días tenebrosos de 1844, en que la ciudad
de Matanzas se replegaba sobre sí misma, para no escuchar el implacable
restallar del látigo sobre las espaldas ensangrentadas, o el tronar de
las descargas que abatían a los condenados a muerte. Plácido, el poeta
infortunado, había caído entre ellos, recitando los versos de su
Plegaria a Dios, aquella conmovedora poesía que exculpa plenamente a su
alma y condena a sus jueces para siempre.
(Referencia a la sangrienta represión colonial contra la
llamada “Conspiración de la Escalera” (1844), durante la cual fueron
fusilados en Matanzas numerosos cubanos negros y mulatos, entre ellos el
poeta Gabriel de la Concepción Valdés, conocido por su seudónimo de
Plácido).
En la paz y el silencio del Valle del Yumurí, sin embargo, parecía
como si la vida siguiese un apacible curso, ajena al dolor y al espanto
que reinaban en la ciudad. Los amaneceres seguían alegrándose con el
canto de los pájaros que despertaban al nuevo día, y engalanándose con
su luz siempre nueva, como en la primera mañana en que el Creador
convocó la vida sobre el mundo; los atardeceres se gloriaban en el
contrapunto delicado de la luz y de las sombras, a cuyo conjuro
aparecían y desaparecían, entre los árboles y sobre la hierba, destellos
de colores que ningún pintor podrá captar nunca en toda su riqueza. Y
las noches eran un puro canto de cigarras queriendo llegar a las
estrellas.
Durante una de aquellas mañanas, dos niñas y un niño se internaban en
uno de los senderos abiertos en el Valle por el paso lento y
persistente de hombres y animales; llevaban el pobre almuerzo a sus
respectivos padres, que trabajaban en los campos desde la salida del
Sol. Tendría la mayor como doce años; el varón unos siete, y la menor
apenas cinco. La mañana era especialmente luminosa, y los árboles
estaban más cargados de pájaros que nunca. De pronto, escucharon el
ladrido de un perro.
Era un ladrido fuerte y hondo, como de animal
corpulento. Sin embargo, no se sintieron asustados, sino que comenzaron a
llamar al perro por todos los nombres que los campesinos del Valle
solían darles a los suyos.
El ladrido parecía acompañarles, sin alejarse ni acercarse más,
cuando a la menor de los tres, repentinamente, se le ocurrió gritar:
“¡Invisible!”
Como si apareciera de repente, un magnífico perro de
blanco pelaje se plantó ante ellos, moviendo parsimoniosamente la cola. A
pesar de tratarse de un animal desconocido, los niños no sintieron
temor alguno, sino que avanzaron hacia el perro, llamándole por el
nombre al que parecía haber respondido como a un conjuro. Pero
Invisible, si es que así se llamaba realmente, echó a trotar delante de
ellos, y en un recodo del sendero desapareció de su vista.
Cuando los niños llegaron al punto en que el perro
se les había hecho, efectivamente, invisible, volvieron a escuchar su
amistoso ladrido; esta vez, el animal parecía llamarles desde entre los
árboles, hacia la derecha del camino. Fue entonces cuando el varón de la
partida, recordando el deber que los tres debían cumplir, se negó a
abandonar el sendero para seguir al perro. Éste, como si entendiera lo
que los niños discutían, ladró otra vez, ahora con mayor insistencia.
“¡Pues yo quiero ver a dónde va!”, afirmó la mayor. “¡Y yo también!”,
le apoyó la otra. Y el pequeño, rezongando sobre la reprimenda que
recibirían cuando se presentasen con el almuerzo frío ante sus padres,
no tuvo más remedio que seguir a las dos niñas.
La vegetación se hacía cada vez más intrincada, y el perro
desaparecía y reaparecía, haciéndose perseguir por los niños, hasta que
los ladridos cesaron abruptamente. En medio del repentino silencio, los
niños percibieron —siempre hacia su derecha— un rumor de agua que
brotase o corriese muy cerca de ellos.
Apartando los apretados matorrales que les
cerraban el paso hacia el sitio de dónde provenía el rumor, se
encontraron ante un claro del monte, en cuyo centro se veía brotar un
pequeño manantial. El agua corría sobre la hierba como si acabase de
surgir de la tierra, y el perro se encontraba al otro lado, inmóvil y
expectante como ante la inminente llegada de alguien.
El rumor del agua aumentó inesperadamente, y los niños pudieron ver
cómo el manantial brotaba con más fuerza, convirtiéndose en un delgado
arroyuelo que empezaba a abrirse cauce a través del claro. Cuando
levantaron la vista, el perro ya no estaba allí. Los tres pequeños, sin
embargo, no tuvieron tiempo de compartir su sorpresa, pues en el extremo
opuesto del claro se erguía ahora una silueta luminosa.
“Nos está llamando”, dijo la mayor. “Pero, ¿quién es?”, preguntó la más pequeña. “¡Vamos!”,
exclamó el varón. Sin darse cuenta de cómo habían pasado al otro lado
del agua, los tres se vieron ante la silueta, que ahora parecía haber
crecido en luminosidad. “Es una mujer”, dijo el niño. “Yo no la conozco”, añadió la más pequeña. “No es de aquí”, afirmó la mayor.
“No tengáis miedo”, les ordenó la luminosa presencia, con una voz que envolvió a cada uno de ellos en el calor del primer abrazo maternal. “Sí soy de aquí, porque soy de todas partes, y estoy en todas partes”.
“¡Es una reina!”, exclamó la más pequeña. “¡Sí, lleva corona!”, la apoyó el niño. “No… ¡Es la Santísima Virgen!”, dijo la mayor, y fue como si su afirmación abriese un silencio que llenara todo el Valle. Desde lo más hondo de aquel silencio, la Señora les respondió: “Soy María”.
“¡Es una reina!”, exclamó la más pequeña. “¡Sí, lleva corona!”, la apoyó el niño. “No… ¡Es la Santísima Virgen!”, dijo la mayor, y fue como si su afirmación abriese un silencio que llenara todo el Valle. Desde lo más hondo de aquel silencio, la Señora les respondió: “Soy María”.
Cuando por fin llegaron a donde trabajaban sus
padres, los tres niños se interrumpían unos a otros al describir al
perro que aparecía y desaparecía; no se ponían de acuerdo en cuanto al
sitio donde lo habían visto por primera vez; no sabían decir, a ciencia
cierta, si se habían detenido junto a un manantial o un arroyuelo; sus
testimonios sólo concordaron al afirmar que la luminosa Señora les había
dicho que Ella estaba allí para traer consuelo y esperanza; que siempre
estaría allí para velar por todos…
“Y, ¿no les pudo haber calentado un poco nuestro almuerzo?”, les interrumpió el padre del varón.
“¡No seas salvaje!”, le reprendió el padre de la mayor. “Malo
sería que vinieran diciendo que se perdieron por el camino, cuando lo
recorren todos los días; o que el tal perro no los dejaba pasar, o que a
uno de ellos le dio un dolor…”
“…Pero si vienen diciendo”, continuó el razonamiento el padre de la menor, “que
vieron a la Santísima Virgen, a la Santísima Virgen han de haber visto
los mocosos, y ¡mucho cuidado con que le vayas a poner la mano encima al
chico!
Este relato nos llega desde allí donde la historia y la
leyenda se confunden. Había miedo en la ciudad, y sólo unos pocos decían
—y esto en voz baja— que la Virgen se les había aparecido a tres niños
en el Valle, y que los tres, acompañados por los padres de dos de ellos,
habían ido a hablar con el mismísimo señor cura.
Hubo alguno que añadió —y esto era lógico pensarlo—, que le habían
llevado un mensaje de parte de la Señora. Y no faltó quien dijese haber
escuchado el mensaje mismo, ya de labios de uno de los niños, o
transmitido de boca en boca por los campesinos del Valle: que todos rezasen con esperanza y fervor por
que cesara el mal que ensombrecía a la ciudad; que se construyese allí
una pequeña capilla dedicada a la Virgen de Matanzas; que le pidiésemos a
Ella la verdadera paz, que es la que brota del Corazón misericordioso
de Jesús como de un manantial inagotable; que la doctrina sencilla y
recta de los Doce Apóstoles reaparecería muy pronto, para guiar de nuevo
al mundo…
…Y que un día Ella regresará, me atrevo a añadir yo, que nada vi ni
oí, porque creer con el corazón es como haber visto y oído con el alma
María del Valle, San Carlos y San Severino de Matanzas, Miércoles 19 de Enero de 1870
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